LA CREACIÓN de FASCISTAS

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Sí, son ya varias generaciones. La exagerada idolatría y sobreprotección de los niños está dando sus resultados: no sólo son fascistas de espíritu numerosos críos y adolescentes –que por naturaleza tienden a ello–, sino también muchos adultos en activo. Si nadie los contrarió ni frenó nunca, ¿cómo van a aceptar la vejación enorme, ya de mayores, de que los demás existan y tengan tanto derecho a descansar, por ejemplo, como ellos a «divertirse»?


Por JAVIER MARÍAS

Hace unas semanas, en la céntrica Plaza del Dos de Mayo de Madrid, una veintena de jóvenes propinó una paliza brutal a tres policías municipales, uno de los cuales quedó tan malherido que tardará meses en reincorporarse al servicio. Los otros dos salieron mejor parados porque una docena de compañeros, avisados in extremis por radio, se dieron prisa en llegar al lugar para salvarlos. Después lograron detener a cinco de los agresores, entre ellos dos chicas aún menores de edad. Tan mal se les puso la cosa a los guardias que, tras primero frenarse en su intervención por ser tan jóvenes los que les pegaban, uno de ellos se vio tan apurado que acabó por sacar su arma y disparar dos veces al aire, sin que por otra parte le sirviera de nada. Los municipales habían acudido, simplemente, a ver qué ocurría con un local de la zona que, casi a las cinco de la madrugada, se mantenía abierto sin el correspondiente permiso horario y con el consiguiente follón de música y griterío. Para explicarse semejante reacción de los jóvenes «damnificados», sólo cabe concluir que se trataba de fascistas de espíritu, porque un fascista –añadamos una definición más a ese término a menudo ya vagaroso– es quien no tolera no ya que se lo contraríe, sino que se le lleve la contraria, que son cosas distintas. (La excusa de alcohol o pastillas no me sirve: sólo acentúan lo que ya existe previamente.)

Este episodio tenía lugar poco después de que la prensa española haya aireado que cada vez son más frecuentes los casos de hijos que zumban a sus padres, o de alumnos que fostian a sus profesores. Como padres y profesores son personas que suelen estar a favor de sus vástagos y pupilos, que los cuidan y protegen y mantienen y ayudan, muchas veces hasta lo indecible, sólo cabe concluir, de nuevo, que el exceso de mimos, miramientos y consentimientos hacia niños, adolescentes y jóvenes está creando no pocos fascistas de espíritu, es decir, gente que no soporta ni acepta la menor frustración o contrariedad.

Pero como son ya varias las generaciones educadas entre algodones, en todo y a todas horas, ya tenemos adultos que se siguen comportando fascistamente, y encima ignorando en lo que se han convertido. Es un ejemplo entre mil –quién no ha padecido algo semejante alguna noche–, pero una amiga mía vive martirizada por un vecino treintañero, con dinero (de hecho trabaja para uno de nuestros cineastas de mayor éxito), que se dedica a improvisar en su piso grandes fiestas after-hours, a las cinco, seis o incluso siete de la madrugada. En mitad de la noche la música se pone a sonar bestialmente cada dos por tres. Los vecinos se quejan luego, pero tienen bien aprendida la lección contemporánea de que uno no puede ir hoy a protestarle a un fascista –a un señorito– sin correr grave riesgo de terminar como los municipales de Dos de Mayo. Mi amiga es temeraria, y sí baja a veces a intentar parar el estruendo: se levanta pronto para ir al trabajo a diario, y no se puede vivir sin dormir. En la última ocasión, los festeros –en la treintena la mayoría, ya digo– añadieron a su estrépito unas cuantas meadas dentro del portal de su anfitrión, al que hasta eso debía de traerle sin cuidado, no iba a limpiarlas él, sino el pobre portero-esclavo; y cuando ella salió ya hacia el trabajo y se permitió decirles «Cómo os pasáis, tíos», no fue más que eso, se encontró con un linchamiento verbal a cargo de veinte de ellos, una chica la voz cantante, bajo el «argumento» clasista de «Si te molesta vete a vivir al campo, tía, nosotros tenemos que divertirnos».

A otro nivel –pero todo responde a lo mismo–, antiguos colegas míos de Universidades inglesas me cuentan que las Juntas de Admisión de varios centros han decretado, a instancias de los quejumbrosos aspirantes, que las entrevistas para la admisión de estudiantes (ojo: charlas, no exámenes) no se celebren en habitaciones llenas de libros, porque éstas resultan «intimidatorias» para los nenes, y sean trasladadas a lugares «más neutrales». No sé qué se considerará «más neutral», pues si emplean aulas, los quejicas podrán aducir que se sienten examinados o aleccionados, y si recurren a los cuartos de baño, alegarán connotación sexual, supongo. La mera idea de que a futuros estudiantes que aspiran a aprender, no otra cosa, los libros les sean «intimidatorios», pone de relieve la tiranía mezclada con pusilanimidad que hoy se permite ejercer a cada vez más amplias franjas de nuestras poblaciones.

Sí, son ya varias generaciones. La exagerada idolatría y sobreprotección de los niños está dando sus resultados: no sólo son fascistas de espíritu numerosos críos y adolescentes –que por naturaleza tienden a ello–, sino también muchos adultos en activo. Si nadie los contrarió ni frenó nunca, ¿cómo van a aceptar la vejación enorme, ya de mayores, de que los demás existan y tengan tanto derecho a descansar, por ejemplo, como ellos a «divertirse»?