La crisis es consecuencia de una ideología que antepone el capital al trabajo

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Excusa de mal pagador. Eso es la crisis. Es una percha donde colgar todos los desastres, y la causa a la que achacar todos los males que afectan tan brutalmente a la configuración del trabajo humano.

Se nos quiere hacer creer que si hay desempleo, precariedad, economía sumergida, discriminación laboral, pérdida de derechos laborales, pérdida de derechos sociales, privatización de las relaciones laborales y desmantelamiento del Derecho del Trabajo, es por causa de una crisis sobrevenida, imprevista, huérfana de responsables, que nos hemos encontrado de pronto, una mañana al despertar, y que no nos queda más remedio que afrontar sacrificadamente, sacrificando, sobre todo, mujeres y hombres trabajadores al dios Moloc de los mercados, para aplacarlo y conseguir así su piedad.

Por eso se nos dice también que entonando un mea culpa hemos de aceptar esos sacrificios por inevitablescon el corazón contrito y humillado. Y terminamos convirtiendo a las víctimas en responsables de la situación y abandonados a su propia suerte.

Pero esos árboles de crisis nos pueden impedir ver el bosque. La crisis no es fundamentalmente causa, sino consecuencia. Es el fruto de una ideología, de una manera de vivir que antepone el capital al trabajo, las cosas a la persona, y el mercado a la ética. Es un paso necesario dentro del proceso de deshumanización que va recorriendo nuestra sociedad globalizada, por la vía de despersonalizar el trabajo humano, que siempre, ante todo, debe ser principio de vida. Es el punto de inflexión en que se tuerce la dignidad humana hasta el punto inevitable de doblegar la voluntad y hacemos añorar las cebollas de Egipto. Llegamos a un punto que estaremos dispuestos a aceptar lo que sea. La salida de este inhumano desempleo, será la precariedad como condición laboral habitual y, por tanto, la precarización de la existencia personal, familiar, y social.

El desempleo ha alcanzado en nuestro país unas cifras nunca vistas, en términos absolutos -seis millones de parados- y relativos: más de la cuarta parte de la población activa, y entre ellos más de la mitad de los jóvenes. Muchos de esos desempleados han sido -por su edad, por su incapacidad para ser tan flexibles como el mercado reclama, o por su escasa cualificación- expulsados definitivamente del mercado de trabajo. Nunca más volverán a trabajar; y ellos lo saben.

Muchos de los jóvenes integrantes de dos generaciones enteras no conocerán jamás un trabajo decente en los términos que estableciera la OIT y que Juan Pablo II, primero, y Benedicto XVI, después, reclamaran como requerido por la justicia y la dignidad. Desde luego, jamás alcanzarán la posibilidad de jubilarse, como sus mayores, con acceso a una pensión que haga posible -aunque a veces a duras penas- su vida.

Pero no sucede esto por interacción de fuerzas misteriosas, sino porque toca. También nos lo recordaba Benedicto XVI en Caritas in Veritate. No es fruto de acontecimientos casuales. Es lo previsto en el diseño de una nueva configuración del trabajo humano. ¿Por qué? Porque el trabajo ha configurado la vida humana personal y social de forma tan central que reconfigurar la vida humana en los parámetros individualistas, consumistas, de este mundo, exige necesariamente un trabajo, una forma de concebirlo, radicalmente distinta. Que lo que sucede nos termine pareciendo normal exige un sujeto capaz de aceptar inevitablemente lo que sucede como normal. Y eso pasa por llevar el trabajo humano hasta unos límites tales que haya que aceptar como inevitable y normal lo que solo es fruto de la injusticia que se provoca al invertir las claves esenciales de la vida humana.

No echemos pues, todas las culpas a una circunstancia coyuntural de crisis, y seamos capaces de advertir el hondo calado de las reformas que inmisericordemente están atacando la esencia del trabajo, y con ello la esencia misma de la dignidad y la vida humana. Pero seamos conscientes también de que para Dios nada hay imposible.

Vivir como creyentes en Jesús, el Cristo, Resucitado, supone asumir su estilo de vida en todos los órdenes de la vida. Supone anteponer las personas a las cosas. Recordar que somos imagen de Dios, que nos crea a su imagen, varón y mujer, por amor. Y que ese amor nos constituye en hijos. Ahí radica la sagrada dignidad humana. Somos imagen de Dios. De un Dios de Vida. De un Dios cuyo proyecto de humanización y de vida es la plena realización consumada de lo que somos, en Jesucristo. Nosotros no podemos hablar de felicidad al modo como nos habla nuestro mundo muchas veces: felicidad a costa de los otros. Solo podemos -el cristiano solo debe saber- hablar de felicidad compartida, de felicidad humanizada, de felicidad y de verdad conjuntamente, de felicidad y justicia; de gloria de Dios y vida del hombre, inseparablemente. Y por ello estamos llamados por Dios a construir un proyecto de comunión, de sociedad, al servicio de ese plan de Dios, que haga palpable, verificable, otro modo de vivir, que es posible.

Nos dice la Doctrina Social de la Iglesia, que el trabajo humano es un derecho del que depende directamente la promoción de la justicia social y de la paz civil. Nos recuerda que una sociedad donde el derecho al trabajo sea anulado o sistemáticamente negado y donde las medidas de política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social. Nos dice que el estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la asistencia pública o privada, mina la libertad y la creatividad de la persona y sus relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y espiritual. Y que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: «Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social» (CV 25)

Tenemos el reto de oponemos a esta despersonalización del trabajo humano que se está produciendo, de reclamar el derecho a un trabajo digno para todos, de compartir el trabajo como un bien común, al servicio de todos, que haga posible la vida humana, personal, familiar y social, dignas. Tenemos el reto de estar como Iglesia de creyentes en Jesucristo, al lado de los empobrecidos por la violación del trabajo humano, acompañando, sanando, generando otro modo de vivir. Tenemos el reto de anunciar el Evangelio del Trabajo. Os invito, de corazón, a sumaros a esta apasionante tarea a la que Dios nos llama.

+ Antonio Algora, Obispo prior de Ciudad Real