La cruz de las aulas pretende ser eliminada por las Administraciones del actual sistema que padece España
Raúl Sempere Durá
«Más sencilla, más sencilla. Sin barroquismo, sin añadidos ni ornamentos, que se vean desnudos los maderos, desnudos y decididamente rectos. Los brazos en abrazo hacia la tierra, el astil disparándose a los cielos. Que no haya un solo adorno que distraiga este gesto, este equilibrio humano de los dos mandamientos. Más sencilla, más sencilla; haz una cruz sencilla, carpintero». León Felipe.
Resulta que en un colegio de Baeza en donde más del 80% de los alumnos elige anualmente la asignatura de religión están quitando los crucifijos de las aulas porque el padre de un niño se siente ofendido. Y el gobierno regional andaluz, por supuesto muy socialista y muy progre, con el crucifijo al cuarto trastero. Nos falta por saber qué piensan hacer con el nombre del colegio, porque se llama San Juan de la Cruz, y como le quiten la cruz y el santo se va a quedar en Juanito. Ya sé, podrían llamarlo Colegio Camarada Juan.
Pero esta historia no es nueva. Alguno de nuestros antiguos maestros del cole del pueblo seguro que podrían contarnos anécdotas similares que acontecieron en los sangrientos años de la Segunda República de la que tanto presume el masón Zapatero. Y si no tras la muerte de Franco: ¿qué pasó con los dos crucifijos que había en las paredes de las antiguas?
Bueno, bueno. Ya me callo. Que parece que hay por ahí algún lector dolido por mis escritos. ¿O estará ofendido porque exista la libertad de expresión? En fin, pido disculpas por no tener pelos en la lengua. El caso es que, hablando del crucifijo, no voy a ser yo el que defienda su presencia en las aulas, sino una diputada comunista.
El 25 de marzo de 1988 apareció en el diario comunista L’Unità un artículo de la escritora y diputada Natalia Ginzburg. De origen judío y de pensamiento agnóstica, los nazis la persiguieron y su primer marido murió en la cárcel durante el control nazionalsocialista de Roma. Fue diputada por el Partido Comunista en el Congreso y vivía sola con su hija Susanna, gravemente enferma desde los primeros meses de vida. Murió en 1991 defendiendo la libertad religiosa. «Dicen que hay que quitar el crucifijo de las aulas. El nuestro es un estado laico y no tiene el derecho de imponer que en las aulas haya un crucifijo. […] A mí me disgusta que el crucifijo desaparezca para siempre de todas las clases. Me parece una pérdida. […] Me desagrada que el crucifijo desaparezca. Si fuera profesora, querría que en mi clase no lo tocaran. […] No puede ser obligatorio ponerlo. Pero en mi opinión tampoco puede ser obligatorio quitarlo. […] Debería ser una elección libre. Sería justo también pedir opinión a los niños. Si uno solo de los niños lo quisiese, escucharlo y hacerle caso. A un niño que desea un crucifijo puesto en la pared hay que hacerle caso. El crucifijo en clase no puede ser otra cosa que la expresión de un deseo. Y los deseos, cuando son inocentes, se respetan.
[…] El crucifijo no genera ninguna discriminación. Calla. Es la imagen de la revolución cristiana, que ha difundido por el mundo la idea de la igualdad entre los hombres, hasta entonces ausente. La revolución cristiana ha cambiado el mundo. ¿Queremos acaso negar que ha cambiado el mundo? Hace ya casi dos mil años que decimos ‘antes de Cristo’ y ‘después de Cristo’. ¿O queremos acaso ahora dejar de decirlo así? El crucifijo no genera ninguna discriminación. Está allí mudo y silencioso. Lo ha estado siempre. Para los católicos es un símbolo religioso. Para otros puede no ser nada, una parte de la pared. Y finalmente para alguno, para una minoría mínima, o quizá para un solo niño, puede ser algo especial, que suscita pensamientos contrapuestos. Los derechos de las minorías deben respetarse. Dicen que por un crucifijo puesto en la pared, en clase, pueden sentirse ofendidos los alumnos hebreos. ¿Por qué se van a ofender más los hebreos? ¿Es que no era Cristo un hebreo y un perseguido, y no murió martirizado, como les ha ocurrido a miles de hebreos en los campos de concentración? El crucifijo es el signo del dolor humano. La corona de espinas, los clavos, evocan sus sufrimientos. La cruz, que imaginamos alzada en la cima de un monte, es el signo de la soledad en la muerte. No conozco otros signos que expresen con tanta fuerza el sentido de nuestro destino humano. El crucifijo es parte de la historia del mundo. Para los católicos Jesucristo es el hijo de Dios. Para los no católicos puede ser simplemente la imagen de uno que fue vendido, traicionado, martirizado y muerto sobre la cruz por amor de Dios y del prójimo. […] Porque antes de Cristo ninguno había dicho nunca que los hombres son todos iguales y hermanos, todos, ricos y pobres, creyentes y no creyentes, hebreos y no hebreos y negros y blancos, y ninguno antes de él había dicho nunca que en el centro de nuestra existencia debemos situar la solidaridad entre los hombres. […] Jesucristo ha llevado la cruz. A todos nosotros nos ha ocurrido o nos ocurre el llevar sobre las espaldas el peso de una gran desgracia. A esta desgracia le damos el nombre de cruz, aunque no seamos católicos, porque demasiado fuerte y desde hace demasiados siglos está impresa la idea de la cruz en nuestro pensamiento. Todos, católicos y laicos, llevamos o llevaremos el peso de una desgracia, derramando sangre y lágrimas y esforzándonos por no caer. Esto dice el crucifijo. Lo dice a todos, no sólo a los católicos. Algunas palabras de Cristo las pensamos siempre, y podemos ser ateos, laicos, lo que se quiera, pero vuelan siempre por nuestro pensamiento igualmente. Ha dicho: «Ama al prójimo como a ti mismo». Eran palabras escritas ya en el Antiguo Testamento, pero se han convertido en el fundamento de la revolución cristiana. Son la llave de todo. Son lo contrario de todas las guerras. Lo contrario de los aviones que lanzan bombas sobre la gente indefensa. Lo contrario de los adulterios y también de la indiferencia que tantas veces rodea a las mujeres violadas en las calles. Se habla tanto de la paz, pero qué decir, a propósito de la paz, aparte de estas sencillas palabras. Son justo lo contrario del modo como hoy existimos y vivimos. Lo pensamos siempre, encontrando extremadamente difícil amarnos a nosotros mismos, y amar al prójimo más difícil todavía, o quizá incluso completamente imposible, incluso sintiendo que ahí está la clave de todo. El crucifijo estas palabras no las evoca, porque estamos tan habituados a ver ese pequeño signo colgado y tantas veces nos parece nada más que otra parte de la pared. Pero si se llega a pensar que Cristo ha venido a decirlas, molesta mucho que deba desaparecer de la pared ese pequeño signo. Cristo ha dicho también «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados». ¿Cuándo y dónde serán saciados? En el cielo, dicen los creyentes. Los otros por su parte no saben ni cuándo ni dónde, pero estas palabras hacen, quién sabe por qué, sentir un hambre y sed de justicia más severos, más ardientes y más fuertes. […] El crucifijo es parte de la historia del mundo«. (Il crocifisso nelle scuole, L’unità 25.III.1988).
Pues eso, una comunista sí, más roja que Zapatero y defendiendo que el crucifijo siga en los colegios como signo de sacrificio y de amor por los demás. Yo no hubiera podido explicarlo mejor: a un niño que desea un crucifijo puesto en la pared hay que hacerle caso.
¿Y la asignatura de religión? ¿Qué tiene Zapatero contra la asignatura de religión? ¿Por qué si la gran mayoría de los padres la elegimos para nuestros hijos no respeta la libertad de educación consagrada en la Constitución? ¿Por qué no quiere el PSOE que la religión sea evaluable? Está claro: quieren convertir la clase de religión en opcional, no evaluable y sin ninguna relevancia académica: pretenden equipararla al recreo. Lo que no ha comprendido todavía el PSOE es que cuanto mayor sean sus ataques a «las cosas de Dios», mayor será la resistencia de los corazones cristianos.
Pero otra vez me tengo que callar. La progresía prefiere que ciertos individuos permanezcamos calladitos: ¡cómo dejáis a tu hijo escribir esas cosas! Pues tampoco voy a ser yo el que defienda la asignatura de religión. Sí, va a ser un camarada de zetapé: en 1919 el diario socialista de París «L’Humanité» publicó una carta dirigida por un padre socialista a su hijo, carta publicada ya en «Autogestión» Poco he tenido que esforzarme para expresar lo que siento, dos camaradas me han hecho el trabajo: una comunista italiana defendiendo que en su país el crucifijo siga colgado en las aulas como signo de verdadera libertad religiosa y sacrificio en el trabajo diario, y un socialista francés explicando muy coherentemente a su hijo por qué siempre va a ser mejor estudiar religión que ser un ignorante en la materia. Ambos con sus propias ideas marxistas pero con un profundo y verdadero respeto hacia ese humanismo cristiano que no pocos tenemos por bandera. Algo impensable en nuestro país.
Un francés, una italiana y… como en los chistes, siempre tiene que llegar el español a meter la pata hasta el corvejón: ¡ay Zapatero!, si en tu infancia no hubieses estudiado religión no sabrías qué quiere decir la expresión «más falso que Judas».
Otrosí: A aquellos que piensan que hay que tener «paciencia de callar» debo decirles que para acertar hay que equivocarse. El que está callado nunca se equivoca… pero tampoco habla. Además, ya que hoy no estoy yo muy por la labor de utilizar mis propias palabras, que sea el propio Quevedo quien les resuma lo que pienso: «No he de callar, por más que con el dedo, ya tocando los labios, ya la frente, silencio avises o amenaces miedo. ¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?» ˜