La democracia puesta a prueba

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La crisis del euro impulsa el populismo y la tecnocracia El sentido último de la democracia es que el pueblo se gobierne a sí mismo.

Las tensiones están comenzando a desestabilizar las democracias europeas.

Como hemos visto, en Grecia y en Italia, la agudización de la crisis coloca a los líderes políticos entre la espada y la pared. Por un lado, si adoptan más severas medidas de austeridad sin que se garantice un horizonte de crecimiento económico, los ciudadanos se acabarán volviendo contra ellos. Pero si se resisten a adoptar medidas de austeridad, los mercados les penalizarán elevando su prima de riesgo y forzando una intervención exterior, que llevará a que sus socios europeos retiren el apoyo financiero, lo que provocará su caída.

Tanto el nuevo primer ministro griego, Papadimos, como el primer ministro de Italia, Monti, economistas con destacadas carreras en bancos centrales o instituciones europeas, representan la quintaesencia del tecnócrata. El rechazo de los políticos a someter el control de sus decisiones, a la ciudadanía, vía elecciones anticipadas o referendos, apunta a que estos están bajando los brazos frente a los mercados. En lugar de asumir su responsabilidad, se apartan a un lado y llaman a técnicos que (supuestamente) carecen de ideología y que (también supuestamente) conocen las soluciones que sacarán a los países de la crisis.

El paso encierra el peligro de confiar la responsabilidad de gobernar un país que se enfrenta a una grave crisis económica, con graves repercusiones sociales, a alguien que no deriva su legitimidad de las urnas, sino de la confianza que en él depositan los mercados y las instituciones internacionales. El problema es que los tecnócratas solo se legitiman si son capaces de obtener resultados positivos de forma rápida. La ciudadanía puede estar dispuesta a aceptar temporalmente como mal menor una forma benigna de despotismo ilustrado («todo para el pueblo, pero sin el pueblo»), pero si los tecnócratas suman su fracaso al de los políticos de partido, las sociedades tendrán la tentación de recurrir al populismo (de izquierdas o de derechas), expresado en hombres-fuertes que no se paren en procedimientos democráticos.

En los países deudores gran parte de la ciudadanía se rebela contra la imposición desde el exterior de medidas de austeridad. En los países acreedores (Alemania, Austria, Eslovaquia, Finlandia y Países Bajos), gran parte de la ciudadanía se rebela contra el empeño de sus líderes en seguir financiando planes de salvamento de los países que sufren de insolvencia o, contra cualquier transferencia de poder y recursos hacia la UE.

Las lágrimas de la primera ministra eslovaca, Radicova, en el Consejo Europeo, abroncada por Sarkozy por resistirse a firmar el plan de rescate para Grecia, consciente de que su aprobación suponía el fin de su carrera política y la salida de su partido del Gobierno. Hasta qué punto la crisis europea se ha convertido en un factor desestabilizador de la política nacional. E incluso en Reino Unido, que no es miembro del euro, se teme que las presiones hacia una mayor unión política y económica, hagan imposible evitar un referéndum sobre la salida de Reino Unido de la Unión Europea, un referéndum que, con toda legitimidad democrática, muchos ciudadanos reclaman.

Los ciudadanos de los países acreedores temen verse arrastrados a una «unión de transferencias» con los ciudadanos de los países deudores, mientras que los ciudadanos de los países deudores recelan cada vez más de unos acreedores a los que ven como policías de la austeridad sin un proyecto político que compense la erosión de su democracia.

El sentido último de la democracia es que el pueblo se gobierne a sí mismo. Por eso, aunque un gran número de ciudadanos no entiendan al detalle las causas, consecuencias y posibles soluciones de las crisis del euro, sí que tienen clara una cosa: si democracia significa capacidad de decidir, la capacidad de decisión de nuestras democracias es hoy sumamente limitada.

Los políticos nacionales en toda Europa saben perfectamente que las soluciones a la crisis están fuera de las fronteras. Si se crea empleo en España o se restaura el crédito a las empresas depende del tipo de medidas que adopte el Banco Central Europeo, de los acuerdos a los que lleguemos con Alemania y otros para estimular la demanda, de si orientamos el presupuesto europeo hacia las grandes inversiones, o de si creamos impuestos sobre las transacciones financieras y las emisiones de carbono. Pero, para ganar el voto de sus ciudadanos, tienen que hacer creer que la solución de la crisis está en sus manos y que tienen margen para elegir qué cantidad de austeridad aplican y en qué plazos.

La democracia (capacidad de autogobernarse) se evapora del nivel nacional, y en lugar de reforzar la democracia en el ámbito europeo, la crisis está sirviendo para reforzar la tecnocracia, en ambos niveles: en el nacional y en el europeo.

Como ponen de manifiesto las recientes propuestas del presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso, de reconfigurar las competencias del comisario de Asuntos Económicos y Monetarios, Rehn, para blindarlo frente a las presiones de otros comisarios y darle nuevos poderes de intervenir en la gestión económica y presupuestaria de los Estados miembros, la crisis del euro está suponiendo la expropiación de esa capacidad de decisión en la que consiste la democracia.

Que el prudente Barroso y su comisario Rehn se permitieran pedir en público un Gobierno de concentración nacional en Grecia, sin reparar en que los ciudadanos griegos tienen derecho a un mínimo de dignidad democrática, refleja muy bien hasta dónde han llegado las cosas: en esta Europa de la austeridad donde un portugués y un finlandés, no respaldados por las urnas, pueden sugerir quién debe gobernar un país se parece sospechosamente al FMI que campeaba por América Latina en los años ochenta imponiendo planes de ajuste sin rendir cuentas ante nadie.

La crisis del euro y la crisis de las democracias están íntimamente relacionadas. La crisis actual se desencadena por el choque financiero que supuso la caída de Lehman Brothers en 2008. La crisis del euro se origina en un doble error, además de los desequilibrios en el sector público, había que supervisar los desequilibrios en el sector financiero, y controlar la pérdida de competitividad y el deterioro de las balanzas comerciales de los Estados. Pero en tiempos de bonanza, esos errores económico y político, fueron ignorados, porque no hay nada más legítimo que lo que funciona bien. Desde el punto de vista económico, el euro se lanzó sin estar respaldado por un Tesoro europeo y una política fiscal común. Y en paralelo, la unión económica y monetaria nació sin un sistema político que gozara de la suficiente legitimidad para respaldarla.

El rechazo a la Constitución Europea en Francia y los Países Bajos en 2005, y el auge del euroescepticismo, en las elecciones europeas de 2009, fue dejado como algo incómodo. Al igual que la bonanza en la que han vivido muchos países europeos, incluida España, tiene que ver con errores de diseño del euro, que inundó de dinero barato muchas economías y alimentó los desequilibrios; la recesión en la que nos adentramos ahora también tiene que ver con el diseño de la unión monetaria, con un BCE centrado en la inflación, y no en el crecimiento y el empleo, y sin capacidad de solucionar la crisis definitivamente.

Cuando los errores comienzan a afectar decisivamente la vida diaria de decenas de millones de personas, socavar su capacidad de autogobierno y deteriorar la calidad de la democracia, la preocupación por cómo se gobierna Europa tiene que volver al centro del debate político.

Históricamente, la democracia solo ha existido en dos niveles: la polis griega y el Estado-nación. Como sabemos, no hubo transición de una a otra ni coexistencia entre ambas formas: una desapareció y la otra emergió siglos después. A lo que estamos asistiendo ahora es a la difícil coexistencia de la democracia en el ámbito nacional con la emergencia, en el ámbito europeo, de un nuevo centro de poder, una nueva pauta de toma de decisiones que afecta al núcleo central de la democracia. El problema es que al igual que los mecanismos que hicieron funcionar la democracia en la ciudad-Estado no sirvieron para gobernar los Estados-nación, las actuales democracias representativas se están mostrando incapaces de gestionar democráticamente ese sistema que está emergiendo en el ámbito europeo.

El verdadero patrimonio de Europa, es haber logrado construir sociedades abiertas sometidas a reglas democráticas. Por definición, toda regla es imperfecta, ya que está diseñada por humanos falibles. Ahora, el mantenimiento del carácter esencialmente democrático de nuestras sociedades depende de qué reglas del juego nos dotemos en el nivel europeo para resolver esta crisis.

Esas reglas pueden profundizar la democracia europea o profundizar el deterioro de la democracia. Por eso, esta crisis es política, y sus soluciones son políticas no técnicas, y no deben ser gestionadas por tecnócratas, ni en los Estados, ni en Europa, sino por los ciudadanos y sus representantes legítimos

* Extracto