La derecha dimisionaria

1846

AFIRMABA misteriosamente mi querido amigo Jorge Trías Sagnier, en un artículo que me ha parecido dictado por el wishful thinking, que el Consejo de Estado no avala la ley del aborto promovida por el Gobierno; aunque reconocía que su dictamen concluye que tal ley ‘se ajusta en líneas generales a la legalidad constitucional’

Tal vez sin pretenderlo (mediante lo que la jerga freudiana denomina «acto fallido»), Trías ha puesto el dedo en la llaga, invitándonos a reflexionar sobre esa «legalidad constitucional» que permite que una ley promueva el aborto libre. Enfrentarnos a esa «legalidad constitucional» nos obliga a recordar que, en la sacralizada transición política, hubo una derecha dimisionaria que, por razones de oportunismo político, admitió una redacción del artículo 15 de la Constitución lo suficientemente ambigua como para permitir en el futuro una despenalización del aborto. En esa redacción que omite cualquier mención explícita al nasciturus se halla la raíz del mal.


Entre los llamados -con pomposidad idólatra- «padres constitucionales» se contaba Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, a quien también corresponde la autoría del informe evacuado por el Consejo de Estado. El otro día desempolvaba ABC unas viejas declaraciones de Herrero en las que calificaba el aborto de «crimen»; pero si la «legalidad constitucional» no lo califica como tal y las leyes que lo promueven tienen encaje en tal legalidad -según acaba de dictaminar el Consejo de Estado-, hemos de aceptar que nuestro ordenamiento jurídico es criminal; o que, habiendo dimitido de la aspiración de fundar el derecho en un razonamiento objetivo sobre lo que es justo y lo que es injusto, se ha convertido en una coartada legal que ampara las conveniencias coyunturales del príncipe. «Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los gobiernos, sino unos execrables latrocinios?», se preguntaba San Agustín. Al establecer el derecho sólo a partir de las conveniencias coyunturales del príncipe, sin el límite previo de un razonamiento objetivo sobre lo que es justo y lo que es injusto, los Estados tienden a gangrenarse. Esta gangrena fatal se declaró cuando la derecha dimisionaria aceptó una redacción ambigua del artículo 15. Y tal gangrena ya no se podrá detener, por mucho que se apele a una sentencia del Tribunal Constitucional en la que se exige «protección efectiva» para el nasciturus; porque ese mismo Tribunal también ha dictaminado en su sentencia 116/1999, de 17 de junio, que «los no nacidos no pueden considerarse en nuestro ordenamiento constitucional como titulares del derecho fundamental de la vida».


Cuando la ley no está iluminada por la virtud de la justicia, se convierte en un chicle que se estira o encoge dependiendo de conveniencias coyunturales; y el Tribunal Constitucional no es sino un órgano ancilar que adapta la ley a tales conveniencias. Herrero de Miñón, en una de sus aventuras jurídicas más dudosas, prestó respaldo al llamado Plan Ibarretxe. Entonces escribió: «Guste o no, la fuerza normativa de los hechos exige para Euskadi una fórmula de autogobierno singular y diferente de la actual»; y también: «Que la propuesta del lehendakari respeta la letra de la Constitución es evidente. (…) Y otro tanto puede decirse del espíritu de la Constitución, aparte de que todo positivista -¿hay todavía juristas que no lo sean?- sabe que, en las normas, no hay otro espíritu que el espíritu de la letra. Lo demás son juicios de intenciones». Indudablemente, aquella derecha dimisionaria que no quiso calificar de crimen el aborto en el texto constitucional sabía perfectamente que la «fuerza normativa de los hechos» (esto es, la conveniencia coyuntural) acabaría imponiéndose; sabía que «en las normas, no hay otro espíritu que el espíritu de la letra». Que es lo que ocurre cuando la ley no está iluminada por la virtud de la justicia.