El Covid-19 tomó por sorpresa a toda la humanidad. De igual manera han sido impresionantes las medidas que se han tomado en muchos países para combatir el mal: la implementación de normas jurídicas de carácter coercitivo hacia la población, así como la declaración de estados de excepción para facilitar los controles sanitarios que buscan evitar la propagación de los contagios. Queda por preguntarnos: ¿estas medidas garantizan la integridad de todas las personas?
Manuel Cubías – Ciudad del Vaticano
Acercarse desde la ética a la actual situación de crisis sanitaria que vive el mundo, considero tiene un presupuesto necesario: el hecho de querer pensar, comprender, escucharnos y dialogar para conseguir lo mejor y que beneficie a todos; o, al menos a los más vulnerables y empobrecidos, que son la mayoría.
Dignidad de la persona humana
El Compendio de la Doctrina Social Católica (CDSI) en el número 107, declara “la inviolable dignidad de la persona humana”. En el contexto de la pandemia, este principio debe orientar todas las acciones que se tomen a nivel individual y social, de modo que se garantice la integridad de todas las personas.
Una aplicación inmediata de este principio en América Latina y en otras partes del mundo consistiría en garantizar los ingresos necesarios a cada familia para subsistir dignamente en este período de crisis. Sin embargo, la realidad vivida hasta ahora nos dice que miles de familias han comenzado a pasar hambre. La reducción de los ingresos a través de salarios, venta de productos o de remesas ha sido casi total. Las ayudas que algunos gobiernos, Iglesias e instituciones han brindado a la población se queda corta ante el tamaño de la necesidad.
El bien común
La Doctrina Social de la Iglesia define el bien común de la siguiente manera: “Según una primera y vasta acepción, por bien común se entiende el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (CDSI 164).
A esta definición añade: “Las exigencias del bien común derivan de las condiciones sociales de cada época y están estrechamente vinculadas al respeto y a la promoción integral de la persona y de sus derechos fundamentales” (CDSI 166). El mismo numeral abunda al afirmar que el logro del bien común depende de la participación de todos los ciudadanos e incluye el compromiso por la paz, la organización de los poderes del Estado, la prestación de los servicios esenciales a todas las personas, el cuidado del ambiente y un sólido ordenamiento jurídico.
Un hecho que hemos vivido en estos días a nivel mundial es el de la mala distribución de los recursos para hacer frente a la pandemia. Los países que tenían más recursos financieros fueron capaces de contar con más recursos como mascarillas, geles, kits de bioseguridad, respiradores y otros insumos. Los países pobres contaban con muy pocos recursos en las Unidades de Cuidados Intensivos, no digamos la población que no tenía ni para comer. Recuerdo los carteles de los que daban cuenta los medios de comunicación en Chile, El Salvador y otros países: “prefiero morir de coronavirus que de hambre”.
La irrupción del coronavirus en la vida de las naciones no puede hacer olvidar que las sociedades funcionan con los aportes de los ciudadanos a través de diferentes tipos de impuestos. Este hecho recuerda a los Estados que sus ciudadanos no son carga, pues aportan a través de la tributación y esperan que ésta sea redistribuida comenzando con los más pobres.
Los pobres nos enseñan la justa implicación de este principio: las ollas populares en Argentina, Paraguay, Guatemala; las colectas de diversa índole para ayudar a los pueblos de la Amazonía; el compartir una comida con alguien que no tiene como campañas motivacionales en Guatemala, Colombia, Perú. Tantos ejemplos que muestran que el bien común sigue siendo un motor para impulsar la defensa de la vida.
El destino universal de los bienes
“Los bienes, aun cuando son poseídos legítimamente, conservan siempre un destino universal. Toda forma de acumulación indebida es inmoral, porque se halla en abierta contradicción con el destino universal que Dios creador asignó a todos los bienes. La salvación cristiana es una liberación integral del hombre, liberación de la necesidad, pero también de la posesión misma”, afirma el Compendio (CDSI 328).
El Papa Francisco en su participación en el II Encuentro Mundial de los Movimientos Populares del 9 de julio de 2015, refiriéndose a cómo el bien común puede quedar relegado afirmó: “Cuando el capital se convierte en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa común, la hermana y madre tierra”.
Hemos sido testigos, a inicios de junio, de la petición de una decena de organizaciones suizas para que los bancos helvéticos cancelen la deuda de los países pobres, en vista de la dramática situación financiera que viven esas naciones. En sintonía con este llamamiento está el pedido de los obispos africanos y de Madagascar para que se cancele totalmente la deuda, así como piden ayuda financiera para enfrentar la pandemia y ayudar a relanzar las economías, con un enfoque más solidario.
Principio de subsidiariedad
En número 186 del CDSI se afirma: “Conforme a este principio, todas las sociedades de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda ‘subsidium’—por tanto, de apoyo, promoción, desarrollo— respecto a las menores”. Este principio, busca proteger “a las personas de los abusos de las instancias sociales superiores e insta a estas últimas a ayudar a los particulares y a los cuerpos intermedios a desarrollar sus tareas. Este principio se impone porque toda persona, familia y cuerpo intermedio tiene algo de original que ofrecer a la comunidad” (CDSI 187).
Este principio hoy tiene más vigencia que nunca, porque de poco servirán las normas emanadas del Estado si estas no se aplican con responsabilidad en el núcleo de la familia y por los individuos, por ejemplo. Este principio nos enseña que lo que sucede en la base de toda sociedad, en momentos de emergencia es de mucha importancia. Potenciar y fortalecer las redes que propician una sana convivencia social de participación y compromiso solidario es un imperativo en momentos de emergencia.
El Papa Francisco, en el discurso a los Movimientos Populares en julio de 2015, subraya la importancia de las acciones pequeñas en la vida social: “Ese arraigo al barrio, a la tierra, al oficio, al gremio, ese reconocerse en el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus miserias, porque las hay, las tenemos, y sus heroísmos cotidianos, es lo que permite ejercer el mandato del amor, no a partir de ideas o conceptos sino a partir del encuentro genuino entre personas. Necesitamos instaurar esta cultura del encuentro, porque ni los conceptos ni las ideas se aman. Nadie ama un concepto, nadie ama una idea; se aman las personas. La entrega, la verdadera entrega surge del amor a hombres y mujeres, niños y ancianos, pueblos y comunidades… rostros, rostros y nombres que llenan el corazón. De esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en las periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán bosques tupidos de esperanza para oxigenar este mundo”.
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