La esclavitud de San Valentín

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Los recolectores de rosas en Kenia, uno de los mayores exportadores a Europa, cobran unos 1,25 euros al día por nueve horas de trabajo, en el umbral de la pobreza extrema.

Detrás de las bambalinas de las multinacionales de venta de flores, nada es lo que parece. La región de Naivasha (en Kenia, a 1.890 metros de altitud), en el valle del Rift, es la savia que da vida a casi el 70% de las fincas que se dedican al cultivo de las flores en el país, el primer exportador a Europa.

Un producto estético, de lujo y con una cargada simbología romántica de la que se hicieron eco los productores ingleses y holandeses durante la década de los ochenta cuando se pusieron manos a la obra: el día de San Valentín, el día de la Madre y Navidad son los picos de ventas. “¿Por qué gastarme 300 chelines –unos 3 euros– en una rosa para mi mujer si con ese dinero puedo comer durante dos días? Esta es la razón por la que los kenianos nunca antes habíamos prestado atención a este negocio”, comenta uno de los jefes de producción de Karuturi en un despacho modesto pero con aire acondicionado. Fuera, la temperatura es de 27 grados; bajo el mar de plásticos de los invernaderos, caen a 51.

Así es Naivasha. Un zona rota del mapa con precipicios constantes. Puedes hospedarte en uno de los hoteles de lujo que rodean el lago homónimo por 250 euros por noche, pasear en barco para ver a la colonia de hipopótamos, o hacer una excursión en bicicleta al Parque Nacional Hell’s Gate, donde puedes encontrar un guía por un modélico precio.

En el extremo opuesto, a escasos metros, la imagen daliniana de las casas de los trabajadores de Karuturi, donde unas 2.300 familias conviven en un laberinto de incertidumbre y pobreza al costado de la carretera. Una única habitación, con baños compartidos para toda la comunidad y unos salarios que oscilan entre los 30 y los 85 euros según la antigüedad. A ellos no le salen las cuentas para vivir.

En Naivasha todo el mundo tiene algún familiar o conocido que trabaja en los invernaderos de flores de Karuturi. Nadie bromea con esto…

El salario es tan bajo (aproximadamente 1,25 euros al día) que un simple viaje al pueblo vecino se vuelve insostenible para la familia. Jornadas laborales de siete de la mañana a cuatro de la tarde se ven obligatoriamente compaginadas con otros trabajos, como la venta ambulante de productos de primera necesidad, las bicicletas-taxis o la prostitución a cambio de unos chelines extras que permitan comer caliente.

En septiembre de 2007, los horticultores holandeses Gerrit & Peter Barnhoorn, propietarios de la empresa Sher, vendieron sus terrenos a Sai Ramakrishna Karuturi, un empresario de origen indio y dedicado también al negocio de las flores “y desde entonces, todo ha ido a peor. No es que las condiciones con los holandeses fueran mejores, pero ahora prácticamente nos estamos muriendo”, sentencia Robert, un empleado que lleva en la empresa 14 años. Esta multinacional tiene sus campos de producción de rosas en Kenia, India y, desde hace unos años, también en Etiopía, el segundo exportador más grande de flores en África después de Kenia.

En concreto en el lago Naivasha, las extensiones de Karuturi alcanzan las 188 hectáreas, de las cuales alrededor de 135 se encuentran en invernaderos y 42 en cultivo abierto. Pero los cerca de 5.000 trabajadores (mayoritariamente mujeres) no parecen sentir como algo propio este logro. Bajo los plásticos se respira calma tensa. Te observan con una mirada perdida, que intranquiliza aunque nada digan. Aquí dentro, opinar es un acto de rebeldía. Basta observar: manos que podan rosales sin guantes, piel atrincherada de tanto trabajar en cámaras frigoríficas sin abrigos térmicos a cuatro grados bajo cero, o la alta exposición a los productos químicos.

Un responsable de recursos humanos de la empresa se excusa: «Hay muchas renovaciones de contratos nuevos y los trabajadores no se acostumbran a utilizar la ropa de trabajo». Con respecto al resto de condiciones laborales, asegura que son «normales» y que «cumplen con todas las normativas».

Venta ambulante, bicis-taxi o prostitución son empleos que suelen complementar un salario exiguo

Con el tic-tac consumiéndose antes de la festividad de San Valentín, la multinacional controla al detalle todos los procesos de la producción: el corte de la rosa; su clasificación por variedad y tamaño; su conservación durante algunas horas en cámaras frigoríficas; el transporte en camiones acondicionados desde la plantación hasta el aeropuerto; y el envío aéreo mediante la compañía Flowerwings hasta Ámsterdam. Owarendo, uno de los jefes de ventas de la empresa en Naivasha, se enorgullece mientras paseamos por el sector 2 de la plantación: “Una de cada nueve rosas que se consumirán en Europa el 14 de febrero tendrán como origen Kenia”, sonríe. Según el consejo de flores de Kenia, alrededor del 97% de las exportaciones van a la UE. Oportunidades de trabajo, sí, pero sin reglamentación laboral debida.

Si eres trabajador de base en el imperio de la rosa tienes derecho a una vivienda y unos servicios sociales gratuitos. Pero hay letra pequeña: en las habitaciones a veces conviven hasta ocho personas; no tienen electricidad aunque sí agua potable; los familiares que deciden enviar a sus hijos a la escuela secundaria tienen que pagar unas tasas elevadas; el hospital de la empresa actualmente se encuentra cerrado y sin medicinas, por lo que los pacientes deben desplazarse hasta el pueblo vecino con una cuota mínima de 10 euros por la consulta; y por último, todos los trabajadores tanto en el interior de los invernaderos, seguridad, servicio de limpieza, hasta profesores y médicos llevan, según ellos, sin cobrar cuatro meses.

El 75% de los empleados son mujeres, muchas solteras y con hijos

No hay que alarmarse. El te quiero globalizado y la rosa de San Valentín camuflarán esta suerte de explotación silenciosa. Ante tal panorama, el domingo se convierte en un día de esperanza para muchos de los aquí empleados. Cerca de los invernaderos, en una carretera de unos tres kilómetros de largo, al menos 10 iglesias con diferentes nombres abren sus puertas de par en par para recomponer almas y cuerpos de los empleados. Todos son bienvenidos bajo el mensaje: “Deja de sufrir. Dios murió por nosotros”. Philip, pastor de 37 años, acaba de cerrar su biblia subrayada y lanza un grito de alarma. “La solución pasa por nuestro gobierno y por los propios consumidores en Europa. No tienen que dejar de comprar rosas sino exigir a empresas como la nuestra que respeten la dignidad humana”.

Autor: Sebastian Ruiz. Fuente: El País (*Extracto)