Vivo entre los pobres de los pobres, los últimos de la cadena, los que viven con menos de medio euro al día y tienen una esperanza de vida al nacer de 40 años. Son pobres de la selva africana, pobres felices o, al menos, pobres que saben sacar el jugo a su corta vida y la viven con intensidad
He estado hace poco en España y he oído dos palabras que os están poniendo contra las cuerdas: crisis y gripe A (H1N1). No puedo evitar el pensar en ciertas comparaciones entre el mundo rico, angustiado por una crisis temporal que disminuye su renta percápita y alarmado por la gripe A, y la vida de la gente con la que vivo mi día a día, envuelto por millones de metros cúbicos de verde selva.
He ido por las calles de Córdoba con un grupo de Cáritas repartiendo bolsas de comida en hogares con el agua al cuello por la crisis, pero nunca se puede comparar con la vida del que tiene una sola camisa para todo el año y la lleva puesta cuando su hijo se muere de diarrea y él no puede hacer nada porque no tiene medicinas, ni dinero para comprarlas, ni hay una zona de urgencias a donde ir.
Un solo fallecido por la gripe A conlleva una carga de sufrimiento para él, para su familia, para sus amigos. Ochocientos fallecidos son muchos y el volumen de sufrimiento mayor. Por los casi 40.000 niños que mueren de hambre en el mundo o a consecuencia de enfermedades agudizadas por el hambre y el debilitamiento de su persona, el sufrimiento su multiplica por mil.
Yo los veo morir cada día. Es la gripe del hambre. De la gripe A no he visto morir a nadie, sólo he leído en los periódicos que hay más de 800 muertos en todo el mundo, España incluida. De la gripe del hambre, o la de la malaria, o del sida o de la lepra, se apagan vidas por centenares sin hacer ruido. Basta con abrir el libro de las lágrimas de mi pueblo para darse cuenta de dónde está la peor gripe aunque no se hable de ella en los periódicos. Cantidades ingentes de dinero están siendo destinadas a acumular antivirales para luchar contra la gripe A el próximo invierno. Contra las gripes de mi pueblo, muchos han tirado la toalla.
He leído una publicidad que decía: “¿Te imaginas 400 años de crisis?” Hay países en el mundo que no necesitan echarle tanta imaginación. Uno de ellos es Centroáfrica. Mi pueblo sigue llorando porque aquí la vida está muy barata y se muere por muy poco. Sólo en el proyecto huérfanos en la ciudad de Bangassou (de 25.000 habitantes) tenemos 1.800 niños. Hemos escolarizado a más de 5.000 alumnos para que aprendan a luchar por sobrevivir. Sus lágrimas no aparecen en los periódicos. Ya dice el proverbio que cuando el pez llora en el agua nadie se da cuenta de su sufrimiento.
Encontré un ecologista en Madrid que dedicaba mucho de su tiempo a luchar, gritar y escribir por salvaguardar los nidos de las cigüeñas de Castilla. Trabajo loable, sobre todo para un ecologista.
Luego, cuando me explicó que él era favorable al aborto y que estaba de acuerdo con una ministra que opina que hasta las 12 semanas el feto no es una vida humana sino un ser vivo, me dejó chafado. Salvar nidos merece la pena. Vidas humanas, no merece su esfuerzo. ¡Menudo ecologista! En mi selva africana estos pensamientos sonarían huecos.
Centroáfrica es un canto a la vida, sobretodo humana, aunque dure sólo hasta los 39 años, y el amor al hombre conlleva también un respeto por la naturaleza en donde el hombre vive y encuentra su entorno.