La historia como menú

2312

Hay que releerlo más de una vez para creer que el Ministerio de Educación haya dado visto bueno a que, en algunas autonomías, se saque de la programación académica de la Historia española, por ejemplo, el tiempo de los Reyes Católicos. Se queda uno perplejo, pero no debería extrañarnos realmente.
Un historiador contaba acerca de una cierta reunión ministerial con expertos, que un representante de una de esas regiones expresó su sorpresa e incomprensión por el hecho de que los chicos siempre tuvieran que estudiar «los mismos Reyes». Pero que, como la mente de tal autoridad autonómica parecía, por su edad, haber sido conformada por la LOGSE, se disimuló de la mejor gana el asunto, asiéndose a su lado cómico. Pero hablaba en serio, porque la idea del poder político de estos señores tan demócratas es con frecuencia la de un poder tan omnímodo que abarca hasta la invención y cambio de la historia.


 


Y esto es lo que se confirma ahora, en esta autorización pública para hacer del estudio de la Historia un menú. Hay dos principales razones: esa conciencia del poder, y, luego, que la ignorancia de más de dos dedos de gruesa, como lo era la cristiandad de Sancho según él mismo confiesa, se ha constituido ya en situación general básica, y en signo de pertenencia a la casta limpia de la modernidad rampante, sin roce de toda tiniebla y antigualla. De tal manera que se puede decir cualquier cosa sin tener que fundamentarla y razonarla, porque la realidad no existe y sólo existe su interpretación, y así las cosas, va de suyo que los unos amputarán a los Reyes Católicos de la Historia de España porque no les gustan, y otros harán de ellos los Reyes Agnósticos porque les apetece más. Porque la Historia, en efecto, ha pasado de ser el relato escrupuloso de lo ocurrido en el pasado -lo cierto como cierto y lo dudoso como dudoso- a ser un tribunal interpretativo y sancionador. Y va bastante más allá de aquella ocurrencia tan divertida de Fernando VII, cuando habló de «los tres mal llamados años» para referirse al trienio liberal de 1820 a 1823.


 


Pero el que ahora esto ocurra, entre nosotros, resulta la prueba y demostración


más triste y palmaria de hasta cuán lejos se ha puesto el límite del desquiciamiento mental, de los despropósitos y delirios de toda clase, y del enorme grosor de la inconsciencia y de la estupidez.


 


El odio acumulado contra la cultura española, que es muy sectario y suicida, ha


llamado siempre la atención del mundo. Es el odio a los padres y a todo lo que nos ha precedido, o el imbécil adanismo de quienes piensan que están reinventando la realidad. Y es un odio inútil, desde luego, porque una historia, y menos si es de una tal grandeza en inteligencia y belleza, y de un peso tan decisivo en el mundo entero como la del tiempo de los Reyes Católicos, no se borra. Aunque la barbarie siempre deja sus huellas de necedad y maldad, verdaderamente irreparables.


 


* Tomado de revista Caja Circulo al servicio del Magisterio Burgalés