La historia de Emilia es uno de esos casos difíciles de discernir.

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Su último embarazo presentó tantas dificultades que hoy en día lo transformarían en opción segura por el aborto. Aquí está su historia.
¿Usted qué habría hecho en su situación?
Emilia pertenecía a una familia de clase media en un país europeo que sufría estragos y carestías después de una prolongada guerra nacional. Hambre y epidemias amenazaban a toda la población. Emilia desde pequeña había tenido una salud delicada, que no había podido mejorar por las condiciones en las que vivía.
Siendo muy joven, se casó con un obrero textil y se establecieron en una población nueva lejos de familiares y conocidos. Poco tiempo después nació su primer hijo, Edmundo, un chico atractivo, buen estudiante, atleta y con gran personalidad. Unos años más tarde, Emilia dio a luz a una niña, que sólo sobrevivió pocas semanas por las malas condiciones de vida a la que la familia estaba sometida.
Catorce años después del nacimiento de Edmundo y casi diez de la muerte de su segunda hija, Emilia se encontraba en una situación particularmente difícil. Tenía cerca de cuarenta años y su salud no había mejorado: sufría severos problemas renales y su sistema cardiaco se debilitaba poco a poco debido a una afección congénita. Por otro lado, la situación política de su país era cada vez más crítica, pues había sido muy afectado por la recién terminada primera guerra mundial.
Vivían con lo indispensable y con la incertidumbre y el miedo de que estallase una nueva guerra. Y justamente en esas terribles circunstancias, Emilia se dio cuenta de que nuevamente estaba embarazada. A pesar de que el acceso al aborto no era sencillo en esa época y en ese país tan pobre, existía la opción y no faltó quien se ofreciera para practicárselo. Su edad y su salud hacían del embarazo un alto riesgo para su vida. Además su difícil condición de vida le hacía preguntarse: ¿qué mundo puedo ofrecer a este pequeño? ¿Un hogar miserable? ¿Un pueblo en guerra? ¿Vale la pena que le dé la vida?
A esta situación tan difícil que enfrentaba Emilia, se sumaría otra problemática que ella aún no conocía, pero de saberla, le haría cuestionar aún más la conveniencia de que este hijo naciera. Emilia morirá tan sólo diez años después a causa de sus problemas de salud. Trágicamente, también Edmundo, el único hermano del bebé que esperaba, vivirá sólo dos años más. Algunos años más tarde, estallaría la segunda guerra mundial, en la que el padre de la criatura que estaba por nacer también perderá la vida.
Si a Usted le tocara juzgar la conveniencia del nacimiento del hijo de Emilia, tendría que tomar en cuenta que, además de una situación sumamente crítica, a este niño le esperaba una vida en la completa orfandad: ni su padre, ni su madre, ni su único hermano podrían acompañarle en medio de las condiciones espantosas de la segunda guerra mundial que estaba por venir.
¿Para qué traer al mundo a un niño que desde el momento de nacer conocerá el sufrimiento?? ¿Qué futuro puedo ofrecerle?? ¿Será una insensatez llevar adelante mi embarazo?, serían preguntas que cualquier mujer se haría en la situación de Emilia.
Afortunadamente, ella optó por la vida de su hijo, a quien puso el nombre de Karol.
¿Ya sabes a quién pertenece esta historia ??…
Hoy, en pleno siglo XXI, este niño sería seguramente una víctima del aborto. Pero, gracias al valor de una mujer llamada Emilia, se encuentra entre nosotros Karol Wojtyla, a quien todo el mundo conoce como S.S. Juan Pablo II.

«KAROL WOJTYLA ME SALVO LA VIDA EN 1945»
Una judía israelí revela cómo fue socorrida por el Papa al final del Holocausto nazi

JERUSALEN, 6 feb (ZENIT).- «Me acuerdo perfectamente. Me encontraba allí, era una niña de trece años, sola, enferma, débil. Había pasado tres años en un campo de concentración alemán, a punto de morir. Y Karol Wojtyla me salvó la vida, como un ángel, como un sueño venido del cielo: me dio de beber y de comer y después me llevó en sus espaldas unos cuatro kilómetros, en la nieve, antes de tomar el tren hacia la salvación».
Edith Zirer narra el episodio como si hubiera sucedido ayer. Era una fría mañana de primeros de febrero de 1945. La pequeña judía, que todavía no era consciente de ser el único miembro de su familia que sobrevivió a la masacre nazi, se dejó llevar en los brazos de un sacerdote de 25 años, alto, fuerte, que sin pedirle nada, simplemente le dio un rayo de esperanza.
Hoy aquel sacerdote, según ella, es el obispo de Roma. Edith querría agradecer finalmente aquel gesto. «Sólo un pequeño gracias en polaco por aquello que hizo, por la manera en que lo hizo, para decirle que nunca me olvidé de él», dice desde su hermosa casa ubicada en las colinas del Carmelo, en la periferia de Haifa.
Edith tiene 66 años y dos hijos. Reconstruyó su vida en Israel, donde llegó en 1951, cuando todavía padecía las lacras de la tuberculosis y los fantasmas de la guerra alteraban sus sueños.
Durante todo este tiempo se ha guardado esta historia. Cuando en 1978, Karol Wojtyla subió a la cátedra de Pedro, comenzó a sentir la necesidad de hablar, de contarlo a alguien, de mostrar su agradecimiento. La pregunta surge inmediatamente: pero, ¿cómo puede estar segura de que aquel sacerdote es el Papa? ¿Por qué ha esperado tanto?. Estos interrogantes se los han planteado también los periodistas de «Kolbo», el semanario de Haifa que hoy publica un artículo sobre este asunto. «El relato es convincente. No trata de hacerse publicidad, todos los detalles que ofrece parecen creíbles», dicen los redactores. Tan convincentes que la embajada israelí ante la Santa Sede ya está moviéndose para tratar de poner en contacto a la señora Zirer con la secretaría del Papa.
La narración habla por sí misma. «El 28 de enero de 1945 los soldados rusos liberaron el campo de concentración de Hassak, donde había estado encerrada durante casi tres años trabajando en una fábrica de municiones –explica Edith, quien entonces tenía trece años–. Me sentía confundida, estaba postrada por la enfermedad. Dos días después, llegé a una pequeña estación ferroviaria entre Czestochowa y Cracovia». Precisamente en Cracovia, Wojtyla acababa de ser ordenado sacerdote. «Estaba convencida de llegar al final de mi viaje. Me eché por tierra, en un rincón de una gran sala donde se reunían decenas de prófugos que en su mayoría todavía vestían los uniformes con los números de los campos de concentración. Entonces Wojtyla me vio. Vino con una gran taza de té, la primera bebida caliente que había podido probar en las últimas semanas. Después me trajo un bocadillo de queso, hecho con pan negro polaco, divino. Pero yo no quería comer, estaba demasiado cansada. El me obligó. Después me dijo que tenía que caminar para coger el tren. Lo intenté, pero me caí al suelo. Entonces, me tomó en sus brazos, y me llevó durante mucho tiempo. Mientras tanto la nieve seguía cayendo. Recuerdo su chaqueta marrón, la voz tranquila que me reveló la muerte de sus padres, de su hermano, la soledad en que se encontraba, y la necesidad de no dejarse llevar por el dolor y de combatir para vivir. Su nombre se grabó indeleblemente en mi memoria».
Cuando finalmente llegaron hasta el convoy destinado a llevar a los detenidos hacia Occidente, Edith se encontró con una familia judía que le puso en guardia: «Atenta, los curas tratan de convertir a los niños hebreos». Ella tuvo miedo y se escondió. «Sólo después comprendí que lo único que quería era ayudarme. Y quisiera decírselo personalmente».
El mendigo que confesó a Juan Pablo II
Hace unos días, en el programa de televisión de la Madre Angélica en Estados Unidos (EWTN), relataron un episodio poco conocido de la vida Juan Pablo II.

Un sacerdote norteamericano de la diócesis de Mueva York se disponía a rezar en una de las parroquias de Roma cuando, al entrar, se encontró con un mendigo. Después de observarlo durante un momento, el sacerdote se dio cuenta de que conocía a aquel hombre. Era un compañero del seminario, ordenado sacerdote el mismo día que él. Ahora mendigaba por las calles.

El cura, tras identificarse y saludarle, escuchó de labios del mendigo cómo había perdido su fe y su vocación. Quedó profundamente estremecido.

Al día siguiente el sacerdote llegado de Nueva York tenía la oportunidad de asistir a la Misa privada del Papa al que podría saludar al final de la celebración, como suele ser la costumbre. Al llegar su turno sintió el impulso de arrodillarse ante el santo Padre y pedir que rezara por su antiguo compañero de seminario, y describió brevemente la situación al Papa.

Un día después recibió la invitación del Vaticano para cenar con el Papa, en la que solicitaba llevara consigo al mendigo de la parroquia. El sacerdote volvió a la parroquia y le comentó a su amigo el deseo del Papa. Una vez convencido el mendigo, le llevó a su lugar de hospedaje, le ofreció ropa y la oportunidad de asearse.

El Pontífice, después de la cena, indicó al sacerdote que los dejara solos, y pidió al mendigo que escuchara su confesión. El hombre, impresionado, les respondió que ya no era sacerdote, a lo que el Papa contestó: «una vez sacerdote, sacerdote siempre». «Pero estoy fuera de mis facultades de presbítero», insistió el mendigo. «Yo soy el obispo de Roma, me puedo encargar de eso», dijo el Papa.

El hombre escuchó la confesión del Santo Padre y le pidió a su vez que escuchara su propia confesión. Después de ella lloró amargamente. Al final Juan Pablo II le preguntó en qué parroquia había estado mendigando, y le designó asistente del párroco de la misma, y encargado de la atención a los mendigos.