La HORA de los LAICOS. Por Mary Ann Glendon

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Como más de una vez en la historia de la Iglesia, nos enfrentamos con un mundo que en gran medida ha vuelto a caer en el paganismo…¿Cuántos católicos laicos han leído cualquiera de las cartas que los Papas les han enviado a lo largo de los años?… la crisis de la Iglesia Católica tiene tres facetas: fidelidad, fidelidad y fidelidad…


Revista Id y Evangelizad
Autor: Mary Ann Glendon

Mary Ann Glendon, profesora de Derecho de la Universidad de Harvard, presidenta de la Academia Pontificia de las Ciencias Sociales

A lo largo del siglo XX, la jerarquía de la Iglesia Católica suplicaron con creciente urgencia a los hombres y mujeres laicos, que fueran católicos más activos en la sociedad y –desde el Concilio Vaticano II– que se involucraran más en los asuntos de la Iglesia. Esas súplicas encontraron una cálida respuesta entre los católicos norteamericanos de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Pero, a medida que los católicos ganaban en poder económico e influencia, el apostolado laico se resentía, mientras que las nuevas oportunidades para servir a la Iglesia institucional que daban vacías. No resulta sorprendente que Juan Pablo II, con su historial de estrecha colaboración con hombres y mujeres laicos, haga frecuentes referencias al laicado, equiparándolo con un «gigante dormido». Durante décadas, el gigante parecía perdido en el sueño profundo de un adolescente. Ahora que el «gigante dormido» comienza a despertarse –debido al alcance que han tenido en la prensa las conductas sexuales de algunos clérigos– empieza a parecer que el gigante tiene la fe de un preadolescente. Tras una larga espera, ¿podría ser esta la hora del laico?

El resurgir reciente que se ha producido en organizaciones laicales sugiere que ha llegado el momento de analizar, debido a lo mucho que se ha avanzado en los últimos años tanto a nivel económico como a nivel social, qué es exactamente lo que han entendido los católicos estadounidenses sobre la vocación laical. ¿Están los aproximadamente 63 millones de católicos –y que representan más de un quinto de la población– evangelizando la cultura, tal y como ha de hacer cada cristiano, o la cultura les está evangelizan do a ellos? Dado que muchas veces los poetas y novelistas nos ayudan a ver las cosas de una forma nueva y con más claridad, propongo acercamos a esta cuestión a través del prisma de un observador literario del mundo moderno.

El protagonista de «El hablador», de Mario Vargas Llosa, es, en realidad, no tanto una persona sino más bien un grupo, una tribu nómada que habita en la selva. Los extranjeros la conocen como «los machiguengas», pero ellos se llaman a sí mismos «la gente que anda». El lector nunca llega a encontrarse con los machiguengas cara a cara; sólo sabemos de ellos a través del narrador, que intenta averiguar si existen. Nos dice que, desde tiempos inmemoriales, las historias y tradiciones de «la gente que anda» fueron recordadas, enriquecidas y transmitidas de generación en generación por «habladores» las personas que les recuerdan su historia. Esta historia ayudaba a la tribu a mantener su propia identidad –a seguir andando–, pasara lo que pasase, a través de muchos cambios y crisis de todo tipo. Pero a medida que la selva fue cediendo terreno a la agricultura y a la industria, los Machiguengas se dispersaron. Durante un tiempo, sus «habladores» viajaban de un núcleo familiar a otro; y así se mantenían unidos. Los «habladores» eran «la savia viva que circulaba y convertía a los Machiguengas en una sociedad, en un pueblo de personas interconectadas e interdependientes». Pero los antropólogos creen que los «habladores» murieron, que los Machiguengas fueron absorbidos por pueblos y ciudades, y que sus historias sobreviven sólo para entretener. El narrador piensa de manera distinta, y el drama de la novela viene dado por el esfuerzo que hace para ver si realmente es verdad que un extraño pelirrojo, con el fin de que no pierdan su historia y el conocimiento de quienes son, se ha convertido en el «hablador» de los Machiguengas.

Este problema –el problema de cómo gentes dispersas recuerdan quiénes son y, por tanto, lo que les hace ser personas– es el que está en el centro de las dificultades con las que se enfrenta la Iglesia (que podría ser traducida como la «gente-llamada-a estar unida») en Estados Unidos. Los católicos se constituyen como personas en virtud de la Historia de la salvación del mundo, y parte de esta Historia requiere que sean activos en el mundo, diseminando la Buena Nueva allá donde estén. La «gente-llamada-a estar unida» está llamada a dar testimonio, y a seguir dando testimonio pase lo que pase, dentro y fuera de temporada. ¿Cómo han cumplido los católicos esa historia viva a través de las crisis, los cambios, las tentaciones y las oportunidades con las que se han encontrado en el territorio de misión que es Estados Unidos?

Desde el principio, los católicos que llegaron a América del Norte eran extranjeros en una tierra protestante. En el momento de la fundación, varios estados habían establecido iglesias protestantes. El congregacionalismo era, por ejemplo, la religión oficial en Massachusetts hasta 1833; y en muchas ciudades de Nueva Inglaterra, la casa de reunión congregacional era el lugar del gobierno de la ciudad, así como el lugar donde el domingo se rezaba. De todas maneras, cuando Alexis de Tocqueville hizo un estudio del panorama social norteamericano en 1831, predijo que los católicos florecerían ahí. La creciente presencia católica sería beneficiosa para el experimento de autogobierno de la joven nación porque –argumentaba– su religión les hacía ser «la clase más democrática en Estados Unidos» ya que impone las mismas exigencias a todos, ricos y pobres, y permite a sus seguidores libertad para actuar en la esfera política.

El visitante francés, un hombre con visión de futuro, nunca sospechó que se estaba formando una tormenta en el mismo momento en el que escribía esas palabras. No supo detectar el anticatolicismo, que se fundiría con el nativismo y que eructaría en violencia a medida que los inmigrantes católicos llegaban de Europa en número cada vez mayor. En 1834, en Boston –la ciudad que se consideraba la más civilizada de América–, una multitud airada quemó completamente un convento de Ursulinas mientras la policía y los bomberos se limitaban a mirar cómo se destruía el edificio. Tres años más tarde, un grupo de pirómanos destrozó la mayor parte de zona irlandesa de la ciudad. A lo largo del país se repitieron atrocidades similares. Pero la creciente economía demandaba mano de obra barata, y los inmigrantes no hacían más que llegar desde Irlanda, Italia, Alemania, la parte francesa de Canadá y Europa del Este. A principios del siglo XX, con sus doce millones de miembros, la Iglesia Católica era la comunidad religiosa más numerosa y la que crecía con mayor rapidez.

Luchando por sobrevivir en un ambiente hostil, los católicos inmigrantes construyeron sus propios colegios, hospitales y universidades. Aprovechando la tendencia natural de los americanos a asociarse, formaron innumerables organizaciones fraternales, sociales, de caridad y profesionales. Los protestantes tenían a los masones y a la Estrella del Este, y los católicos a los Caballeros de Colón y a las Hijas de Isabel. Con gran esfuerzo y sacrificio, construyeron, en palabras del historiador Charles Monis, «un estado virtual dentro de otro estado para que los católicos pudieran vivir la mayor parte de sus vidas bajo el calor y la protección de instituciones católicas». Desde sus barrios en las ciudades del norte, los recién llegados se involucraron en procesos políticos democráticos para ganar poder político a nivel estatal y local. Pero cuando Al Smith, el gobernador católico de Nueva York, se presentó a las elecciones presidenciales de 1928, se desencadenaron demostraciones anticatólicas virulentas. El hecho de que perdiera de manera tan estrepitosa reforzó, durante los años treinta, cuarenta y cincuenta, la sensación de falta de integración de los católicos.

Curiosamente, cuando los católicos estaban menos integrados en la sociedad fue en el periodo en el que eran más activos –como católicos– en el mundo. En 1931, en el cuarenta aniversario de la histórica encíclica social Rerum Novarum, Pío XI pidió ayuda a los católicos para que hicieran de contrapeso a la transformación comunista o fascista de la sociedad. «Hoy en día –escribió en Quadragesimo Anno–, como más de una vez en la historia de la Iglesia, nos enfrentamos con un mundo que en gran medida ha vuelto a caer en el paganismo». Dijo a los fieles católicos que «deberían dejar de lado sus luchas internas» para que cada persona pudiera desempeñar su papel «en lo que sus talentos, poder y estado permitan». De manera pacífica, pero de una forma militante para «la renovación cristiana de la sociedad humana» los laicos deberían ser los «apóstoles principales e inmediatos» en esa lucha.

La respuesta de los católicos en Estados Unidos fue todo lo positiva que el Papa hubiera podido desear. Fueron instrumentos para romper la influencia comunista en el movimiento obrero, y convirtieron al Partido Demócrata del norte urbano en el partido de vecinos, de la familia y del trabajador.

El filósofo español Jorge Santayana, que fue profesor en Harvard a principios del siglo XX, estaba intrigado por el contraste que él percibía entre una cultura americana boyante y optimista y la antigua fe católica, con su «gran desilusión por este mundo y su poca ilusión por el siguiente». En 1934 escribió que los católicos en Estados Unidos no tenían conflictos con sus vecinos protestantes porque «sus religiones respectivas pasan entre ellos como asuntos familiares privados y sagrados sin implicaciones políticas». Si Santayana hubiera pasado menos tiempo en Cambridge (Massachusetts) y más en Boston, se habría dado cuenta de que el catolicismo de las comunidades urbanas de inmigrantes no era –en modo alguno– un asunto «privado»; simplemente, estaba impregnado en los barrios.

Fueron esas décadas en que los católicos estuvieron profundamente involucrados, como católicos, en la parroquia, en el trabajo y en el barrio. También fue un tiempo en el que la «gente-llamada-a estar unida» tuvo la fortuna de contar con multitud de «hablado res». En los colegios parroquiales, en la Eucaristía y en sus devociones, y también alrededor de sus mesas de cocina, a los católicos se les recordaba constantemente quiénes eran, de dónde venían y cuál era su misión en el mundo.

Pero como san Pablo dijo a los corintios, «tal y como lo conocemos, el mundo pasa». A medida que los católicos escalaban peldaños sociales, cambiaron sus viejos barrios por casas en las afueras de las ciudades. Los padres empezaron a mandar a sus hijos a colegios públicos y a universidades no católicas. Las vocaciones religiosas decrecieron. La movilidad social y geográfica diseminó las comunidades católicas de memoria y de ayuda mutua– con la misma fuerza con que la agricultura y la industria le comió terreno a la selva de los machiguengas. Con la llegada de los años sesenta, la nación dentro de una nación se había disuelto, y la diáspora había empezado.

La «gente-llamada-a estar unida» se embarcó en lo que Monis describe con acierto como «un proyecto peligroso de cortar su conexión entre la religión católica y la cultura (…) individualista, que había sido siempre la fuerza de su dinamismo, su atractivo y su poder». La transición quedó simbolizada en la elección como presidente de John F. Kennedy, un católico muy integrado, que igualaba a los nativos en el vigor de su denuncia de ayuda pública a colegios parroquiales. La elección de 1960 enseñó a los descendientes de inmigrantes que todas las puertas estaban abiertas para ellos, siempre y cuando no fueran demasiado católicos.

Dos años más tarde comenzó el Concilio Vaticano II, el esfuerzo histórico de la Iglesia por afrontar las dificultades de llevar el Evangelio a las estructuras, cada vez más secularizadas, del mundo moderno. Los padres del Concilio entendiendo que la cooperación con el laicado resultaba crucial, enviaron mensajes claros y contundentes a hombres y mujeres laicos, recordándoles que son la primera línea de defensa en la misión de la Iglesia en la sociedad, y que, ahí donde se encontraran, tenían que hacer todo lo posible por «consagrar el mundo a Dios».

Pero lo que sucedía en Estados Unidos y en otros países desarrollados hacía más difícil que nunca que el mensaje pudiera llegar. La rotura de amarras en el campo sexual, el incremento de familias separadas y la entrada masiva de madres con niños pequeños al mundo laboral constituyó un experimento social masivo, una revolución demográfica sin precedentes para la que ni la Iglesia ni las sociedades afectadas estaban preparadas.

En esos años turbulentos, los católicos sufrieron presiones para tratar su religión como un asunto absolutamente privado y para que adoptaran un catolicismo parcial destinado a elegir con qué partes de la doctrina se que daban y cuales rechazaban. Muchos de sus «habladores» –teólogos, educadores religiosos y el clero– sucumbieron a la misma tentación. En este contexto, era difícil que las exigentes demandas del Concilio Vaticano II se escucharan. Por si eso fuera poco, los buenos mensajes llegaron, en multitud de ocasiones, distorsionados. En su sentido más importante, las cuestiones más difíciles de resolver de los años posconciliares fueron las que trataban sobre cómo de lejos podían ir los católicos en su adaptación a la cultura existente y seguir siendo católicos.

Aunque la sociedad se secularizaba a pasos agigantados, algunos elementos del protestantismo se mantuvieron tan o más fuertes que nunca: individualismo radical, intolerancia con los que opinaban de manera distinta (dirigida hacia la disidencia de los dogmas seculares que reemplazaron al cristianismo como sistema de creencias de muchos) y una hostilidad permanente hacia los católicos. Para el católico que progresaba, integrarse en esta cultura significó ceder a un anticatolicismo en un grado que hubiera sorprendido a nuestros antecesores inmigrantes.

Pero eso es lo que hicimos demasiados de nosotros. En los años setenta, Andrew Greeley observó que, «de todos los grupos minoritarios en este país, los católicos son los menos preocupados por sus propios derechos y los que menos conciencia tienen de la discriminación persistente y sistemática en las altas esferas del mundo corporativo e intelectual».

En esta observación, así como en los casos sobre abusos sexuales de menores y en el incremento de la subcultura homosexual entre el clero, el Padre Greeley estaba en lo cierto. Hasta que mi marido, que es judío, me hizo reflexionar sobre este tema, siento decir que soy un ejemplo de ello. En los años setenta –yo daba clase en la Facultad de Derecho de Boston College–, durante las vacaciones de verano, alguien quitó los crucifijos de las paredes. Aunque la mayoría de los miembros del profesorado éramos católicos y el decano era un sacerdote jesuita, ninguno protestó. Cuando se lo conté a mi marido, no se lo podía creer. Me dijo: «Qué os pasa a los católicos? Si alguien hubiera hecho algo parecido con los símbolos judíos, habría habido un escándalo. ¿Por qué los católicos aceptáis estas cosas?».

Ese fue un momento de cambio para mí. Empecé a preguntarme: ¿Por qué nosotros los católicos aceptamos este tipo de cosas? ¿Por qué les damos tan poca importancia a temas relacionados con la fe por los que nuestros antepasados hicieron tantos sacrificios?

En muchos casos, la contestación tiene su base en la necesidad de progresar y de ser aceptados. Pero para la mayoría de los católicos de la diáspora americana, creo que el problema es más profundo: ya no saben hablar sobre lo que creen o por qué creen. La «gente-llamada-a estar unida» ha perdido su identidad y no sabe a qué está llamada.

También parece que han perdido muchas cartas. Uno se pregunta: ¿Cuántos católicos laicos han leído cualquiera de las cartas que los Papas les han enviado a lo largo de los años?, ¿cuántos católicos saben dar una explicación lógica sobre temas elementales sobre lo que enseña la Iglesia en materias cercanas a ellos, como la Eucaristía o la sexualidad, o qué decir del apostolado laico? Si son pocos los que pueden hacerlo, no será por falta de comunicaciones desde Roma.

Construyendo sobre la Rerum Novarum y sobre Quadragesimo Anno, los padres del Concilio Vaticano II recordaron a los fieles laicos que es responsabilidad suya la de «evangelizar los sectores familiares, sociales, profesionales, culturales y de la vida política».

Estos han sido temas constantes en el pontificado de Juan Pablo II. En Sollicitudo Rei Socialis, por citar un ejemplo, renovó la llamada para un apostolado social, enfatizando «el papel preeminente» de los laicos en la protección de la dignidad de la persona, y pidiendo «tanto a hombres como a mujeres (…) que estuvieran convencidos (…) de sus respectivas responsabilidades, y para dar testimonio –por la forma en la que viven como personas y como familias, por el uso de sus recursos, por su actividad cívica, por su contribución en decisiones económicas y políticas, y por su compromiso personal, a proyectos nacionales e internacionales– las medidas inspiradas por la solidaridad y el amor y la preferencia por los más pobres».

En 1995, en Baltimore, el Papa dejó muy claras las implicaciones de una vocación laica para los americanos contemporáneos: «Algunas veces, ser testigos de Cristo significa extraer de una cultura el sentido más completo de sus intenciones más nobles (…). En otras ocasiones, ser testigos de Cristo significa hacerle frente a esa cultura, especialmente cuando la verdad sobre la persona humana está bajo asalto».

Ahora que el «gigante dormido» está empezando a dar signos de recobrar su conciencia católica, la Iglesia va a tener que aceptar que el laicado más educado de la historia ha olvidado gran parte de su historia. Ha olvidado de dónde vino. Entre tanto, al igual que con todo movimiento emergente de masas, los activistas con ideas claras sobre dónde quieren ir quieren asegurarse de que secuestran la fuerza del gigante para sus propios fines. En los últimos meses, los católicos han oído llamadas muy generales, pero estridentes, para que se produzcan «reformas estructurales» destinadas a conseguir «poder para los laicos» y para obtener mayor participación laica en los «poderes de decisión» internos de la Iglesia. El doctor Scott Appleby, por ejemplo, les dijo a los obispos americanos en su reunión del pasado junio que «no exagero al decir que el futuro de la Iglesia en este país depende de que compartáis autoridad con los laicos».

También se ha hablado mucho sobre la necesidad de una Iglesia Católica estadounidense más independiente. «Dejad que Roma sea Roma indicó Appleby. Además, tenemos al gobernador Frank Keating, elegido por los obispos para presidir el National Review Board, y que, sorprendentemente, anunció en su primera conferencia de prensa que, con respecto al papel del laicado, «Martin Lutero –el dirigente de la reforma protestante– tenía razón». The Voice of The Faith ful, la organización formada en 2002 por varios grupos de la burguesía de Boston, señala como su misión la de «facilitar una voz orante, atenta al espíritu, a través de la cual los fieles puedan participar activamente en el gobierno y dirección de la Iglesia Católica’ (Una no tiene más remedio que preguntarse qué espíritus han sido consultados cuando el dirigente de ese grupo presumió, con gran exaltación, en el Boston Globe, de que «la corriente principal católica en Estados Unidos, los sesenta y cuatro millones» hablaba a través de la convención de The Voice of the Faithful el pasado mes de julio).

Hasta la fecha, no hay signos de que ninguno de estos vocales tenga la sensación de que la labor principal de los Evangelios sea precisamente decirles a los cristianos lo que tienen que hacer en esta vida. Incluso el ya fallecido cardenal Basil Hume, que favoreció reformas en materias de Iglesia, hizo todo lo posible por alertar a un grupo reformador anterior, el Common Ground Initiative, contra «el peligro de concentrar demasiada vida dentro de la Iglesia»: «Sospecho –dijo en relación a la necesidad de evangelizar– que es un truco del demonio para confundir a la gente de buena voluntad al liarles la cabeza en temas obtusos y difíciles con el fin de que se olviden de que el papel esencial de la Iglesia es evangelizar».

Al dejar fuera del cuadro la evangelización y el apostolado social, muchos laicos de prestigio están promoviendo algunos errores bastante básicos: que la mejor forma para que el laicado sea activo requiere estudiar términos de gobierno de la Iglesia; que la Iglesia y sus estructuras son equivalentes a agencias del gobierno o compañías privadas; que hay que mirar con desconfianza a la Iglesia y a sus ministros; y que la Iglesia necesita estar supervisada por reformadores seglares. Si esas actitudes toman cuerpo, harán que sea muy difícil para la Iglesia salir de esta crisis y progresar sin comprometer sus enseñanzas o su libertad para ejercer su misión, la cual está garantizada constitucionalmente.

Mucho de lo que se comenta en la calle refleja, simplemente, que, con el declive de las instituciones católicas, la experiencia real de apostolado laico ha desaparecido de la vida de la gran mayoría de los católicos –con la aceptación de que en la práctica ya hay una complementariedad entre las distintas actuaciones de los miembros del cuerpo místico de Cristo–. Es de sentido común el que la gran mayoría de nosotros, los laicos, estamos idealmente equipados para cumplir nuestra vocación en los lugares donde vivimos y trabajamos. Precisamente porque estamos presentes en todas las ocupaciones seglares que los padres del Concilio Vaticano II enfatizaron, nuestra «misión especial» para tomar una mayor parte activa, de acuerdo con nuestros talentos y conocimientos, en la explicación y defensa de los principios cristianos y en su aplicación a los problemas de nuestro tiempo. Juan Pablo II elaboró este tema en Christifideles Laici, donde señaló que esto será posible en sociedades secularizadas sólo «si los fieles saben cómo superar la separación existente entre el Evangelio y la realidad de sus vidas, para, una vez más, tomar en su vida diaria, en sus familias, su trabajo, y la sociedad en la que se desenvuelven una unidad de vida que se manifiesta por la inspiración y fuerza del Evangelio».

Esos son los mensajes principales de todas esas cartas que la mayoría de nosotros no ha leído o contestado. Y esos son los mensajes que están tan notablemente ausentes de los comunicados de los dirigentes de grupos laicos que se han formado en los últimos meses.

A medida que se fueron olvidando las experiencias del apostolado laico vivido, el ministerio laico –entendido como la actividad realizada por aquellos que proclaman las lecturas en la santa misa o ayudan a distribuir la comunión llevarían al cristianismo americano aquellas visiones mucho antes de que nos diéramos cuenta la mayoría de nosotros– se expandió en los años posteriores al Concilio Vaticano II Por ello, no sorprende que muchos católicos piensen que la manera principal para ser activos como católicos es participar en la vida interna de la Iglesia. Da la sensación de que los que clamaban para este tipo de participación están asaltando una puerta abierta. La Iglesia lleva tiempo suplicando a hombres y mujeres laicos para que den un paso al frente y asuman posiciones a todos los niveles. Nadie debería quejarse, seamos claros, de que los obispos y sacerdotes sean reticentes a la hora de ceder puestos de responsabilidad a disidentes que quieren utilizar dichos puestos para cambiar enseñanzas básicas de la Iglesia.

Ningún buen pastor va a invitar a los lobos a cuidar su rebaño. Ni que decir tiene que la Iglesia deberá realizar reformas estructurales con el fin de ir más allá de la presente crisis, y muchas de las llamadas de reforma vienen de hombres y mujeres bien intencionados. La gran mayoría de los católicos está acertada y profundamente preocupada por las recientes revelaciones de abusos sexuales por parte de algunos miembros de el clero; quieren hacer algo para solucionar la tragedia que han traído los sacerdotes infieles; y se aferran a los eslóganes que hay en el aire. Pero los eslóganes sobre «reforma estructural» y «reparto de poder» tienen su propio origen. Personas de mayor edad y miembros de una generación de teorías fallidas –políticas, económicas y sexuales– han saltado sobre la presente crisis como su última oportunidad para transformar el catolicismo americano en algo más compatible con el espíritu de la época de su juventud. Es, como apunta Michael Novak, su última oportunidad de ir a tirar el muro. Escritores del Sur como Flannery O’Connor y Walker Percy vieron adónde.

El antihéroe de la obra de O’Connor Wise Blood se ubica como un predicador de la Iglesia de Cristo Sin Cristo. La novela escrita en 1971 por Percy, Love in the Ruins, está ambientada en una época no muy lejana, cuando la Iglesia Católica se divide en tres partes: la Iglesia Patriótica, con sus oficinas principales en Cicero, Illinois, donde el himno nacional se toca en el momento de la elevación de la Sagrada Forma; la Iglesia Católica Reformada Holandesa, fundada por varios sacerdotes y monjas que se marcharon para casarse; y «lo que queda de la Iglesia Católica, un pequeño grupo esparcido geográficamente sin un lugar claro adonde ir». Aunque la realidad no ha llegado, afortunadamente, a este punto, hay que hacer notar que los temas más sobresalientes de los autonombrados portavoces durante la crisis de 2002 han ido en estas direcciones: el deseo de tener una Iglesia americana libre de autoridad jerárquica y el deseo de un magisterio a medida, libre de las duras enseñanzas en relación al sexo y al matrimonio.

Entre tanto, al igual que el apóstol Pablo, Juan Pablo II sigue mandando esas cartas resistentes, recordándonos a los que con generosidad llama «fieles» que los cristianos no tienen que conformarse con el espíritu de los tiempos, que han de buscar lo que es bueno, gustoso y perfecto ante Dios. Por enésima vez, explica que «no es cuestión de inventar un programa nuevo. El programa ya existe: el plan es el que encontramos en el Evangelio y en la Tradición viva; es el mismo de siempre».

Cabría pensar que, como mínimo, estos mensajes los recogerían aquellos católicos cuya profesión es, precisamente, mediar entre las verdades que son «las de siempre y siempre nuevas» bajo condiciones sociales nuevas. Pero el hecho es que demasiados teólogos católicos, educados en facultades de Teología sin denominación alguna, han recibido poca base en su propia tradición. Demasiados materiales de educación religiosa están impregnados de rabia y fracasos por parte de quienes, en su día, fueron sacerdotes y monjas que trabajaron en editoriales religiosas porque su formación les permitía poco más. Y demasiados obispos y sacerdotes han dejado de predicar la Palabra de Dios en su contenido más pleno, incluidas las enseñanzas más difíciles de seguir en una sociedad hedonista y materialista.

El abandono de sus obligaciones por parte de demasiados habladores ha dejado a un número excesivo de padres de familia mal equipados para poder luchar con competidores más poderosos en la formación de las almas de sus hijos: los colegios gubernamentales (agresivamente seculares) y una industria del entretenimiento que disfruta enormemente eliminando cualquier trazo de catolicismo. No pretendo sugerir que los fallos de teólogos, educadores religiosos, obispos y sacerdotes excusen fallos en los laicos. Lo que sí quiero apuntar es que estamos en el principio de una monumental crisis de formación.

El Padre Richard John Neuhaus ha dicho que la crisis de la Iglesia Católica en 2002 tiene tres facetas: fidelidad, fidelidad y fidelidad. Tiene razón al enfatizar que la falta de fidelidad ha llevado a la Iglesia en Estados Unidos a una triste situación. Pero también hay que decir que estamos pagando el precio por otro desastre tridimensional: formación, formación y formación. Falta de formación de nuestros teólogos, de nuestros educadores religiosos y, por tanto, de padres y madres de familia.

Los altavoces de la cultura de la muerte han subido el volumen a la hora de explotar la debilidad de la Iglesia, que ha sido, consistentemente, su enemigo más poderoso y temido. Hace más o menos treinta años, aparecieron con uno de los eslóganes más destructivos jamás inventados: «Personalmente, estoy en contra de [aborto, el divorcio, la eutanasia …], pero no puedo imponer mis opiniones a otros».

Este eslogan es la anestesia moral que ofrecen quienes están preocupados por la de cadencia moral, pero que no saben cómo exponer sus puntos de vista, especialmente en público. Sólo más recientemente algunos católicos, protestantes y judíos han dado un paso al frente para aclarar que, cuando en la vida pública los ciudadanos de una república democrática hacen comentarios religiosos basados en puntos de vista morales, no están imponiendo nada a nadie. Están proponiendo. Esto es lo que ha de ocurrir bajo nuestra forma de gobierno. Los ciudadanos proponen, dan razones, deliberan, votan. Es una doctrina siniestra la que intenta silenciar sólo los puntos de vista morales que tienen una base religiosa.

Pero la anestesia fue eficaz a la hora de silenciar el testimonio de innumerables hombres y mujeres de buena voluntad. Y, por supuesto, el eslogan fue un éxito para políticos cobardes y faltos de principios.

En este momento, la persona que, conocedora de que el analfabetismo en materia de fe ha sido siempre común, podría preguntar, «¿Por qué precisamente ahora hay urgencia para la formación?». La respuesta es que la escasa formación presenta un peligro especial, precisamente ahora, en una sociedad en la que los católicos han perdido gran parte de su apoyo, y en donde la educación en otras áreas es avanzada. Si la educación religiosa se queda atrás en relación con la educación secular a nivel general, los cristianos están perdidos en la defensa de sus creencias incluso ante sí mismos. Van a sentirse incapaces cuando se enfrenten a un secularismo y a un relativismo tan extendidos en nuestra cultura.

Resulta irónico, dada su rica herencia intelectual, que tantos católicos se sientan incapaces de responder incluso a las formas más simplistas del fundamentalismo secular que prevalece entre la clase con educación media. Tradicionalmente, ha sido una de las glorias de su fe que los católicos puedan dar razones para las posiciones morales que mantienen, razones accesibles a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, de otras creencias o de aquellos que no creen. Hace tiempo, santo Tomás de Aquino escribió: «Enseñad a aquellos que escuchan para que lleguen a un nivel de conocimiento de la verdad concebida. Aquí uno ha de apoyarse en argumentos que pongan a prueba las raíces de la verdad y hacer que las personas entiendan que lo que se les dice es verdad; de otra manera, si el maestro decide una cuestión simplemente por su autoridad, el que escucha (…) no adquirirá ningún conocimiento ni entendimiento y se marchará vacío».

Santo Tomás inspiró a Bartolomé de las Casas, que denunció la esclavitud y proclamó la humanidad completa de los aborígenes en el siglo XVI, sin apoyo directo de la Revelación, Y en la Universidad de Princeton, Robert George hace hoy lo mismo en su defensa filosófica de la vida humana desde el momento de su concepción hasta el momento de su muerte natural.

Recientemente, el Dr. John Haas, presidente del Centro de Bioética Católica Nacional, se reunió con un conocido científico que está involucrado en la clonación humana. En el transcurso de esa reunión, el científico le dijo a Haas que la formación que había recibido de pequeño había sido protestante evangélica, pero que hubo un momento en «el que supe que tenía que decidirme entre la religión y la ciencia, y opté por la ciencia» La respuesta del doctor Haas fue, obviamente, «pero si no tiene que elegir…». Y como buen evangelizador que es, comenzó a exponer las enseñanzas de Fides et Ratio. Una reunión de treinta minutos duró varias horas.

Juan Pablo II anima a los católicos a seguir ese tipo de ejemplos cuando dice en Novo Millennio Ineunte: «Para que el testimonio cristiano sea eficaz, especialmente en (…) áreas delicadas y controvertidas, es importante que se haga un esfuerzo especial para explicar bien las razones de la posición de la Iglesia, dejando muy claro que de lo que se trata no es de imponer una visión basada en la fe a los no creyentes, sino de interpretar y defender los valores centrales de la naturaleza de la persona».

Para explicar las razones, parece lógico, uno ha de conocerlas. «No tengáis miedo» no significa «No estéis preparados»

Ya es hora de que los católicos (no sólo en Estados Unidos) reconozcamos que hemos hecho poco caso a las obligaciones que tenemos en virtud de nuestra herencia intelectual, de la que somos custodios para futuras generaciones. La pregunta de por qué hemos fallado en mantener esa tradición en los acontecimientos humanos y científicos de nuestros días –como hizo santo Tomás en su momento– es materia para otra ocasión. Baste decir ahora que, en el siglo XX, ese fue el proyecto de Bernard Lonergan y otros, pero que su trabajo ha tenido pocos adeptos. El diagnóstico de Andrew Greeley es duro: «El catolicismo estadounidense no intentó tener esperanza en el intelectualismo; más bien encontró el intelectualismo duro y decidió no intentarlo».

Quizá Greeley es demasiado severo, pero parece difícil no estar de acuerdo con el teólogo Frederick Lawrence cuando dice que «la actividad en la Iglesia en la esfera educativa no está dejando de manifiesto que la fuerza básica del cristianismo católico está en armonía con el intelectualismo más completo y, ni que decir tiene, que la vida intelectual es parte integral de la misión de la Iglesia». Lawrence va más allá cuando señala que «la Iglesia hoy necesita proclamar de manera clara y en voz alta que el entendimiento del orden natural del cosmos en las ciencias humanas y físicas, así como en filosofía y teología, es parte de apreciar el Verbo cósmico de Dios expresado en la Creación. Es parte intrínseca de la totalidad de la mente y el corazón católicos».

Los católicos estadounidenses necesitan volver a dedicarse al apostolado intelectual, no sólo para realizar la misión de la Iglesia, sino por un país al que, de manera peligrosa, parecen importarle poco los cimientos morales sobre los que dependen nuestras libertades. Tocqueville tenía razón cuando dijo que el catolicismo puede ser bueno para la democracia americana, pero que eso sólo puede ocurrir si el catolicismo es fiel a sí mismo.

¿Es posible que la actividad laical producida por los escándalos de 2002 sea el principio de una época de reforma auténtica y de renovación? Si uno tiene esperanza, se pueden divisar algunos signos positivos. Varias asociaciones laicales recientemente constituidas, por ejemplo, están formando grupos de estudio para leer documentos de la Iglesia, encíclicas y el Catecismo.

El signo más prometedor de que vienen tiempos mejores es la generación creciente de católicos jóvenes, que lo son sin mayores respetos humanos; y eso incluye a muchos sacerdotes, que han sido inspirados por la heroica vida y las enseñanzas de Juan Pablo II.

Entre tanto, el mundo tal y como lo conocemos, pasa. El panorama demográfico en Estados Unidos está siendo, una vez más, transformado por la inmigración, esta vez principalmente del Sur. La gran mayoría de estos recién llegados han sido formados en las culturas católicas de América Central, del Sur y del Caribe. Es verdad que muchos han olvidado su pasado pero, a pesar de ello, tienen una forma católica de ver la realidad, de mirar a la persona y a la sociedad. Con las tasas de natalidad actuales, Estados Unidos será el país con la tercera población católica más numerosa del mundo, después de Brasil y México.

En la primavera de 2002, mientras los miembros de The Voice of The Faithful debatían sobre la financiación de la Iglesia y su gobierno, los católicos latinos de Boston mantenían vigilias de oración para reafirmar la solidaridad de todos los miembros del cuerpo místico de Cristo –hombres y mujeres, ricos y pobres, clérigos y laicos y, sí, las víctimas y sus abusadores–.

Allá donde quiera que se encuentren los hijos e hijas de la diáspora católica estadounidense, un hecho es cierto: la «gente-llamada-a estar unida» busca el hilo conductor de su historia, aquello que les permita dar sentido a sus vidas. La mujer en el autobús que, ávidamente, lee en el periódico de la mañana su horóscopo, busca darle sentido a su vida; el profesor que idolatra esta u otra ideología, busca un credo, un porqué y para qué vivir.

Las encuestas de opinión que nos dicen que la mayoría de los americanos creemos que el país vive en un declive moral, no sienten que puedan «imponer» su moralidad a otros y justifican esta conclusión que aflige a la gente de buena voluntad en momentos en que «a los mejores les falta convicción, mientras que los peores están llenos de pasión».

¿Que pasaría si los fieles católicos de la diáspora recordaran y abrazaran la herencia que les pertenece? ¿Que pasaría si volviéramos a descubrir lo novedoso de nuestra fe y su poder para juzgar la cultura que nos rodea? ¡Menudo despertar tendría el «gigante dormido»! A Juan Pablo II le gusta repetir a los jóvenes: « sois lo que deberíais ser –es decir, si vivís vuestro cristianismo sin condiciones–, encenderíais el mundo!».

¿Es un sueño pensar que, a pesar de estar dispersos, la «gente-llamada-a estar unida» podría redescubrir la novedad dinámica de su fe? Los miembros de las grandes organizaciones laicas de la Iglesia piensan que no. Aunque la movilidad ha aguado la vitalidad de muchas parroquias, ha habido un gran crecimiento –principalmente, fuera de Estados Unidos por ahora– de asociaciones laicales, programas de formación y movimientos eclesiales. Estos grupos, tan variados en sus carismas, tan ricos en contadores de historias, están facilitando un camino para que los católicos estén en contacto unos con otros y con su tradición bajo condiciones de diáspora. Juan Pablo II ha reconocido los grandes éxitos de estos grupos en el área de formación y ha animado a sus hermanos en el episcopado y a los sacerdotes a que aprovechen en su totalidad el potencial que tienen para la renovación personal y eclesial.

Hasta hace poco, al igual que la mayoría de los católicos estadounidenses, mi conocimiento del número y de la variedad de estos movimientos era relativamente limitado. Fue a raíz de servir en el Consejo Pontificio de Laicos cuando he podido conocer grupos como Comunión y Liberación, la Comunidad de San Egidio, Foccolare, el Camino Neo-Catecumenal, Opus Dei y Regnum Christi, y conocer a muchos de sus dirigentes y de sus miembros. ¡Menudo contraste entre estos grupos que trabajan en armonía con la Iglesia y organizaciones que definen sus objetivos en términos de poder! No sorprende a nadie que cuanto más fieles y vibrantes son las grandes organizaciones laicales, más son atacadas por sus disidentes y aquellos que están en contra de los católicos. Pero los ataques no parecen importarles, ya que saben quiénes son y adónde van.

Finalmente, una de las grandes bendiciones de tener un Papado y un Magisterio es que nos aseguran que la historia de la «gente-llamada-a-estar-unida» se preservará, incluso en los momentos más difíciles.

En «El hablador» de Vargas Llosa, un extranjero visita a los machiguengas dispersos, un hombre que está tan enamorado de la «gente-que-anda» y de sus historias, que se convierte en su «hablador». Pasa mucho tiempo en la carretera, viajando de familia en familia, llevando noticias de un lugar a otro, «recordando a cada miembro de la tribu que los demás están vivos, que, a pesar de las grandes distancias que los separan, aún forman una comunidad, comparten una tradición y creencias, antepasados, tristezas y alegrías». Entre las muchas razones para alegrarse del largo pontificado de Juan Pablo II es que, al igual que los «habladores» más extraordinarios, ha sabido mantener la historia de su gente radiantemente viva, llevándola a todos los rincones de la tierra en uno de los momentos más oscuros de la humanidad.