La Iglesia y el sida: la solución y el problema

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».¿Por qué se empeñan las fallidas campañas pro condón en ocultarnos, al menos, una parte sustancial de la realidad? ¿Por qué no se educa de manera integral, con información completa, para formar personas más libres, más independientes y con más criterio?

 

 


EL 26,7% de los centros para el cuidado del sida en el mundo son católicos. Para la Iglesia, todos los días del año son los días del enfermo de sida, porque más allá de fechas y lazos rojos en el calendario, la Iglesia se ocupa a diario de las personas que sufren -especialmente de aquellas de las que nadie se ocupa- y su aportación a la sociedad no es flor de un día, tormenta de verano que como vino se va, sino llovizna constante que cala suave y profunda, de la mano de los numerosos proyectos y programas de formación, prevención, asistencia, cuidado y seguimiento pastoral a favor de los enfermos. La Jornada Mundial contra el Sida, que por iniciativa de la Organización de las Naciones Unidas inaugura cada año nuestros diciembres, se ha convertido en una preocupante cita que, en lugar de contribuir a la concienciación social y a la prevención efectiva de la pandemia, está siendo utilizada por la propaganda al servicio de la cultura dominante para difundir algunas mentiras y repetirlas, con la esperanza de que puedan ser tomadas por verdad. Las más significativas, a mi juicio, son tres: la consideración del sida como una estricta cuestión sanitaria, las monotemáticas campañas informativas que mantienen la tesis de que el preservativo es la solución y la presentación, ante la opinión pública, de la Iglesia como el problema. La primera estrategia se basa en la difusión de la idea de que la enfermedad no tiene relación alguna con el modo de vivir la sexualidad y de que, en consecuencia, todos estamos igualmente expuestos al contagio. Se hace creer a la sociedad que nos situamos ante un problema de índole exclusivamente sanitaria, sin querer reconocer que no habrá solución posible mientras no se aborde su dimensión ética. Afortunadamente, todos no estamos en la misma situación de riesgo; los contagios se ven favorecidos por una cultura pansexualista, que quita valor a la sexualidad y la reduce a un simple y mecánico intercambio de placeres físicos, sin darle un alcance más elevado. La segunda es la manida cuestión del condón. Las políticas gubernamentales, casi a nivel planetario, realizan grandes esfuerzos para difundir el uso del preservativo, con la confianza de que así se frenará la expansión del sida, pero la realidad se muestra tozuda: en 2005 se produjeron otros cinco millones de nuevas infecciones, el mayor incremento desde el inicio de la epidemia. El número de personas que viven con el VIH en todo el mundo son ya más de 40 millones. Menos mal que, según oímos por todas partes, el preservativo es la mejor solución; pues, mejor ni imaginar cómo será la peor. Es cierto que en el Informe ONUSIDA de este año por fin se puede leer que en muchos países el retraso en la primera experiencia sexual o la reducción del número de parejas han sido claves para hacer descender el número de afectados. Lamentablemente, con respecto a los preservativos, sigue sin reconocer que la masiva distribución de condones, mientras que en las personas adictas al sexo puede reducir el riesgo de infección, en otras muchas personas induce a conductas de riesgo, impidiéndose el logro de los comportamientos que eliminan la posibilidad de infección. Las políticas basadas en el mito del «sexo seguro» han fracasado y debemos exigir a nuestros gobernantes que lo reconozcan y que sean valientes para proponer otras soluciones. El primer preservativo ha de ser el preservativo moral, la educación integral de los jóvenes para inculcarles la dignidad y el respeto a la vida, su propia vida y la de los demás. Un problema complejo requiere soluciones complejas, no simplistas; no es serio, con las cifras en la mesa y el batacazo anual de las campañas pro condón, mantener que la solución pasa por hacer más accesibles los preservativos. ¿Por qué se nos dice, acertadamente, desde el Ministerio de Sanidad y Consumo que debemos abstenernos de fumar y de beber para prevenir determinadas enfermedades y no se atreven a proponer la abstinencia de ciertas prácticas sexuales para prevenir el sida? El problema requiere voluntad política y esfuerzos en investigación, educación sanitaria, educación sexual y transmisión de valores humanos que incidan en la responsabilidad personal ante el consumo de drogas y otras conductas de riesgo. La tercera, y ya cansina cantinela, es la de responsabilizar a la Iglesia de contribuir a la confusión y de situarse en posiciones retrógradas y acientíficas. De nuevo, la fuerza de la realidad: los escasos y atrevidos países que han incorporado a sus programas de prevención medidas coincidentes con la doctrina católica han obtenido unos resultados excelentes. Véanse los programas de Uganda y Kenia, por ejemplo. Tan dados a probarlo todo como somos hoy, podríamos probar, a ver qué tal nos iba. La Iglesia propone, no impone nada a nadie. ¿Acaso alguno de los obcecados con la Iglesia y alejados de ella, que tanto hacen notar sus voces, han dejado de usar el preservativo en sus relaciones por un ataque de conciencia moral y obediencia a la doctrina católica? El problema no es que se le haga caso a la Iglesia y que así la gente se enrede en la confusión y en la duda, el verdadero problema es que la gente no duda, ni tan siquiera razonablemente, y se cree que el discurso político es el único y verdadero discurso. Ante las críticas infundadas, la Iglesia responde con la Palabra y con su obra. La dimensión específicamente religiosa de la actitud de la Iglesia sobre el sida ayuda a comprender mejor y a valorar en toda su hondura la importancia de la caridad, es decir, del amor hacia las personas que sufren. El cristiano dispone, gracias a su fe, de un auxilio espiritual, que le ayuda a acercarse a los que padecen la enfermedad, cualquiera que haya sido su conducta, porque comprende que el error moral no hace a las personas menos merecedoras de atención, sino al contrario, como enseña la parábola del hijo pródigo, más necesitadas, si cabe, de ser amadas y ayudadas. Nadie, en conciencia y si quiere ser fiel a la verdad, puede seguir diciendo que la Iglesia propone abstinencia y fidelidad porque no está en el mundo y porque no conoce los problemas reales de la gente. Y si no, que se lo eche en cara también a Naciones Unidas, que, aunque de forma timorata, habla de «comportamiento sexual responsable, incluyendo la abstinencia y la fidelidad».¿Por qué se empeñan las fallidas campañas pro condón en ocultarnos, al menos, una parte sustancial de la realidad? ¿Por qué no se educa de manera integral, con información completa, para formar personas más libres, más independientes y con más criterio? ¿Es que se parte de la premisa de que nuestros jóvenes están incapacitados para comprender el significado de las palabras «abstinencia» y «fidelidad»? A lo mejor resulta que, si se les dice toda la verdad, comienzan a tomar sus propias decisiones y el preservativo deja de ser la solución y la Iglesia deja de ser el problema. Isidro Catela Marcos es director de la Oficina de Información de la Conferencia Episcopal.


 


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