En junio de 2010, el Gobierno de Rodríguez Zapatero aprobaba una nueva reforma laboral que fue precedida de una inmensa campaña que hizo creer al 99% de los españoles que era lo más necesario que podía hacerse.
Una reforma ruidosa.
El fragor del debate, sin embargo, oculta que desde que se promulgó en 1980, el Estatuto de los Trabajadores ha sido modificado en medio centenar de ocasiones. Los resultados están a la vista: en España se ha creado empleo muy precario y temporal en las etapas de crecimiento económico y se ha destruido de forma masiva en las épocas de crisis. Hemos vivido el desastre social de superar el 20% de paro tres veces en dos décadas lo que nos dice bien a las claras para lo que han servido estas reformas.
Las reformas más intensas fueron en los años 1992, 1994, 1997, 2002 y 2006. La de 2010 sigue su senda y puede calificarse de intensa. En síntesis, sus medidas más destacadas son las siguientes:
1- Se reduce el coste del despido mediante dos fórmulas: la generalización del uso del contrato de fomento del empleo -con 33 días de indemnización por año trabajado en lugar de 45 en caso de improcedencia- y el pago por el Fogasa de ocho días de esa indemnización en los contratos indefinidos.
2- Se amplía aún más el uso del contrato del despido barato al colectivo de trabajadores fijos de entre 31 y 44 años que hayan sido despedidos.
3- Amplía el ámbito de aplicación del despido objetivo por causas económicas que será viable «cuando se desprenda una situación económica negativa» y así poder extinguir el contrato con una indemnización de veinte días. La redacción es ambigua con la esperanza de que sean los jueces quienes hagan una aplicación flexible de la norma y agilicen este tipo de despidos.
4- Los contratos temporales más utilizados, los de obra o servicios determinado, tendrán una duración máxima de tres años, más otro año ampliable si se acuerda vía negociación colectiva y prevé implantar la medida del incremento de la indemnización por la finalización de los contratos temporales de hasta doce días por años por año trabajado.
5- Se levanta el veto a las empresas de trabajo temporal para que puedan operar en el sector público y se elimina igualmente la prohibición a las ETT para operar en el sector de la construcción, tradicional prohibición que trataba de neutralizar los peligrosos efectos de unir trabajo peligroso con contratos temporales.
6.- Se abre la puerta a las agencias privadas de colocación.
7.- Se regula la reducción de jornada como ajuste temporal.
8.- Se amplían los colectivos a los que poder contratar para la formación y en prácticas.
9.- Se debilita la negociación colectiva, permitiendo la inaplicación de los convenios en las empresas en materias como la regulación colectiva, como los salarios, el tiempo de trabajo y su distribución, horario laboral u organización del trabajo.
A la vista de la regulación que se hace de los contratos, el despido, los servicios de empleo, los incentivos a las contrataciones y el control y organización del trabajo, es evidente que el empresariado ha visto satisfecho sus demandas más significadas: se rebajan los costes del contrato, se reducen las indemnizaciones por despido, se facilita la entrada de las ETTs en sectores que hasta ahora tenían restringidos, se flexibilizan las condiciones de trabajo (horarios, jornada, funcionalidad, sistemas de turnos y sistemas de retribución), se hace mas flexible la contratación de jóvenes y se socava el valor de los convenios colectivos. Independientemente de las valoraciones que se lancen al público, la postura patronal ha quedado ampliamente fortalecida.
Las reformas silenciosas.
La reforma laboral de 2010, al igual que otras anteriores, ha provocado la convocatoria de una huelga general por los sindicatos. Es lógico protestar contra la eliminación de derechos, pero hay algo que llama poderosamente la atención: el silencio producido cuando las limitaciones de derechos las han sufrido los trabajadores más vulnerables de nuestro país que son los inmigrantes.
El fenómeno de la explotación de los inmigrantes ha sido, cuantitativa y cualitativamente, el más destacado de las relaciones laborales de nuestro país en los últimos años. Su aportación al crecimiento económico español ha sido decisivo y, con el advenimiento de la crisis, se han dictado dos normas limitativas de sus derechos que han pasado inadvertidas al debate público.
Y es que los trabajadores inmigrantes en nuestro país, además del Estatuto de los Trabajadores, están bajo la espada de Damocles de la Ley de Extranjería. Y esta norma sufrió una reforma en diciembre de 2009 que atenta a los derechos humanos básicos y degrada de forma notable el estatus de los extranjeros –en su mayoría trabajadores- en nuestro país. Los inmigrantes han visto limitados derechos fundamentales como el de la educación, la presunción de inocencia, la vida familiar y la vivienda. Se endurece el derecho sancionador, se sanciona la hospitalidad, se amplían los plazos de internamiento, se persigue a los menores, se intensifica la dependencia del empresario, se facilitan las repatriaciones y se dificulta el acceso a los permisos aumentando las posibilidades de incurrir en la irregularidad sobrevenida.
No obstante, los trabajadores inmigrantes son una necesidad estructural para el mantenimiento de los llamados “nichos laborales”, abandonados progresivamente (aunque no completamente) por los trabajadores nacionales a causa de la flexibilidad, precariedad y desregulación que caracteriza el empleo en estas actividades. Los extranjeros trabajan principalmente en los servicios personales, agricultura, hostelería y construcción. Estas actividades, en las que se concentra una parte importante de la economía sumergida, demandan una escasa cualificación y una gran flexibilidad.
La utilización de mano de obra irregular absolutamente flexible ocasiona, además, menores costes a los empresarios (ausencia de cotizaciones a la Seguridad Social; inexistencia de reclamaciones por despido y las correspondientes indemnizaciones; imposibilidad de demostrar la existencia de la relación laboral en muchos casos).
El paro golpea de forma especial a los inmigrantes. La mitad de los desempleados extranjeros no accede a ningún tipo de prestación, y aquellos que lo hacen cobran euros menos que los nacionales. Son parados por partida doble. Aprovechando esta circunstancia, el Gobierno aprobó el Real Decreto Ley 4/2008, de 19 de septiembre que aprueba el abono acumulado y de forma anticipada de la prestación contributiva por desempleo a trabajadores extranjeros no comunitarios que retornen voluntariamente a sus países de origen.
Los inmigrantes que se vean obligados a acogerse a esta medida verán limitadas sus prestaciones de Seguridad Social. No se cotiza en el plano contributivo, se extingue la autorización de residencia y no podrán concederse otras en 3 años. Si el inmigrante tiene familiares reagrupados sin autorización de residencia, independiente también la perderá. La medida también supone una renuncia al subsidio por desempleo y sus prestaciones complementarias.
Las cuentas nos dicen que la prestación por desempleo a capitalizar por un inmigrante con una carrera laboral media en España supone una prestación insuficiente para afrontar el regreso a su país de origen en el que, seguramente, la crisis golpea con mayor virulencia.
En definitiva, se trata de una norma de muy dudosa constitucionalidad. Exige, nada menos, el compromiso de renunciar a la autorización de residencia y trabajo durante tres años además de la renuncia al subsidio por desempleo. A esto la ley lo llama ampliación de derechos.
Pero estas medidas, que seguramente un día serán declaradas inconstitucionales, no han sido calificadas como reforma laboral, ni han sido debatidas en la mesa de la concertación social. Los inmigrantes son trabajadores, pero no tienen sindicatos que salgan en su defensa. Cuando en 2002 Aznar impuso su famoso decretazo que limitó las prestaciones por desempleo de los españoles, la huelga general que se convocó logró anular los aspectos más duros. En esta ocasión, como los afectados tenían la piel de otro color, hemos mirado para otro lado.
¿Para qué la reforma?: crear empleo destruyéndolo.
En la anterior reforma laboral de Zapatero, un dirigente patronal recomendó a los empresarios que no hicieran pública su alegría no fuera la ciudadanía a hacer cuentas y darse cuenta del engaño. En junio de 2010, un conocido lobbista de la patronal ha dado la bienvenida a esta reforma laboral por la rebaja del coste del despido, la flexibilización de los procedimientos y el avance en el camino de la desjudicialización del conflicto laboral. Y acabó reconociendo que no resolverá el tema de la temporalidad.
La reforma laboral que comentamos es presentada por el gobierno como el camino para crear empleo y eliminar las diferencias entre trabajadores fijos y temporales. Las anteriores también decían tener ese fin y tampoco lo lograron. Estos objetivos necesitan otras reformas que nadie, ni los sindicatos, se atreven a poner sobre la mesa. Hoy se han implantado en el seno de nuestras relaciones laborales una serie de mecanismos que permiten la intensa y estructural precarización de las relaciones de trabajo así como de una minoración significativa de sus condiciones de trabajo. La temporalidad del empleo tiene mucho que ver con la desvinculación del contrato de trabajo, sus retribuciones y demás beneficios, con la actividad por parte de la empresa principal, en cuyo ciclo productivo se encuentran en última instancia integrados, para pasar a depender de las del contratista.
Con la masiva transferencia de riesgos al exterior y la conversión de los costes fijos de la empresa principal en variables que normalmente se encuentran en la base del recurso a la externalización y subcontratación de actividades, la temporalidad se ha convertido en la regla básica de la contratación laboral. El contrato de trabajo pasa a ser temporal, pero no la actividad a la que se halla vinculado, que perdura en el tiempo. Es este el fundamento de la masiva celebración de contratos de trabajo de duración determinada vinculados la contrata entre empresa principal y contratista y lo que provoca que la limitación temporal que la reforma ha introducido en los contratos de obra o servicio determinado pueda ser fácilmente neutralizada mientas se siga permitiendo la vinculación de estos contratos a la duración de la contrata. Basta con rescindir la contrata antes del plazo previsto para evitar la conversión en indefinido del contrato de trabajo.
La intención de equiparar trabajadores temporales y fijos y de luchar contra el desempleo es loable. Ocurre que las medidas que se adoptan para lograrla responden a otros objetivos y, además, parten de premisas falsas. Se repite con insistencia que es el empleo estable el culpable del desempleo. ¿Por qué?: porque es caro despedir. La solución pasa, entonces, por crear empleo a costa de que cueste menos destruirlo.
La primera estrategia de destrucción del empleo fijo fue liderada por Felipe González. En 1984 se produjo la primera gran reforma laboral del Estatuto de los Trabajadores que extendió el uso de los contratos temporales sin causa con la excusa de incentivar la contratación de mujeres y jóvenes. Ello ha generado que, tanto las empresas como la Administración superen el 30% de tasa de temporalidad. Ninguna de las posteriores reformas ha logrado atajar este mal. El Partido Popular creó el contrato de fomento del empleo indefinido para determinados colectivos y que ahora ha generalizado Zapatero con la excusa de ello iba a rebajar el porcentaje de contratos eventuales. No lo logró y lo único que rebajó fue el dinero a pagar por el despido.
En 2001, el PP volvió a la carga con el tema de la temporalidad y estableció una pequeña compensación a la finalización de contrato, que Zapatero ha subrayado, y no acabó con la temporalidad. El último cambio del Estatuto de los Trabajadores que intentó el PP en 2002 acabó en huelga general. Zapatero se puso detrás de la pancarta muy enfadado por la introducción del llamado despido exprés, una vía que permite a las empresas tramitar la rescisión del contrato en 48 horas admitiendo la improcedencia del despido y poniendo a disposición del trabajador la indemnización correspondiente, eliminando los salarios de tramitación y evitando el control judicial del despido. Sin embargo, esta es otra de las vías reforzada en esta reforma.
Otra forma de taponar la brecha de la temporalidad ha sido la de las subvenciones a la contratación indefinida, pero también ha fracasado. La temporalidad es un hecho estructural contra el que ningún gobierno se ha propuesto luchar.
La actual tendencia camina hacia el abaratamiento del despido. La institución del despido ha sido absorbida por los mecanismos del mercado que ha logrado eliminar su verdadera configuración. Hoy ya es posible el despido sin causa. Tenemos el despido libre indemnizado y caminamos hacia su menor coste y a inmunizarlo del control judicial.
A las relaciones laborales la ley las define en términos mercantiles con la infame expresión de mercado de trabajo. Fruto de ello es que el despido se ha monetizado y, por ende, debe reducirse su costo, aunque ello suponga incentivar la práctica de conductas injustas e ilegales. ¿Cuáles serán las consecuencias?. Apuntamos varias:
Preeminencia de la conveniencia frente a la verdadera situación económica de las empresas. El llamado despido bursátil, aquel que provoca el aplauso de accionistas e inversores, que se produce incluso en situaciones de bonanza económica aparece en el horizonte con más claridad. Los artificios contables y los movimientos intra grupo pueden propiciar escenarios coyunturales de pérdidas que legitimen fraudulentamente los despidos
Desde círculos europeos se ha lanzado la idea de que el trabajador prefiere una mejor protección social antes que una buena indemnización por despido. Con ello se apunta a un escenario de rotación entre trabajo y paro en el que se externalicen los costes a los sistemas públicos de protección social.
Desvanecer las garantías del despido erosiona el estado de derecho. En el ordenamiento jurídico constitucional español y en el Convenio 158 de la OIT no es concebible un sistema de libre desistimiento del empresario que haga abstracción de la causa y de la reacción judicial frente a la decisión unilateral del empresario pues forman parte del contenido esencial del derecho al trabajo. La reforma de Aznar de 2002 y la de Zapatero de 2010 coinciden en eliminar trabar económicas y jurídicas al despido. Se achican las causas de nulidad y de control judicial del despido. Se eliminan requisitos formales, pues éstos no pueden impedir un buen despido mientras que la acción judicial de defensa del trabajador queda sometida a estrictos requisitos plazos y de causas tasadas lesionando su derecho a la tutela judicial efectiva.
Se multiplican las variedades de despido y abanico de indemnizaciones posibles con lo que se segmenta más aún los diferentes colectivos de trabajadores según se encajen en una u otra modalidad de contrato de trabajo y se abre el abanico para poder elegir estratégicamente la modalidad de despido que convenga en cada momento. Se acepta la lógica fraudulenta y se atribuyen efectos extintivos a actos antijurídicos.
Se da primacía al valor de la libertad de empresa sobre el derecho al trabajo. Ya hemos llegado al convencimiento de que despedir es un acto banal y que solo debemos abordarlo desde su cuantificación económica. Más no es así. Tener o no tener trabajo es decisivo en la vida de una persona. Expulsar del trabajo es eliminar el protagonismo de la persona y romper muchos de sus vínculos sociales que le proporcionan seguridad e integración. Hemos llegado a una depreciación del valor trabajo hasta límites insospechados. El discurso economicista hace apología del poder empresarial y el despido deja de ser la última ratio y una decisión excepcional pasando a ser un mero acto de gestión mercantil, aunque suponga dejar en la cuneta a una familia.
Banalizar el despido conlleva otro grave peligro ya que elimina una barrera de contención al abuso empresarial. En efecto, la indemnización por despido constituye un elemento disuasorio de imposiciones empresariales ilegales no aceptadas por el trabajador y con ello se garantiza, en lo posible, el ejercicio de los derechos fundamentales en el seno de la empresa. Con un despido libre, se incrementarán las horas extraordinarias forzadas, se eliminarán costes en seguridad y salud, etc.
Rodríguez Zapatero es un decidido impulsor del despido libre. Una de las medidas más llamativas de la reforma es que el despido se incentiva mediante la subvención de parte de su indemnización con cargo de un organismo público. Es, sin duda ninguna, una medida antisocial como pocas hemos visto en nuestra legislación y que puede tener efectos devastadores.
¿Qué hace falta?: ir en dirección contraria.
Esta reforma laboral se ha aprobado por la presión del aparato financiero y mediático que asfixia al mundo del trabajo. El suelo de esta reforma es, en nuestra opinión, la masiva difusión de mensajes mentirosos.
El primero, es el del alto coste salarial. Nuestro tejido productivo está dominado por microempresas sin negociación colectiva en gran parte de la población asalariada lo que refuerza la tendencia a los bajos salarios.
El segundo es el de que despedir es caro es España. Con la alta temporalidad existente, las indemnizaciones por despido son muy baratas pues su cálculo se hace en función de la antigüedad y ésta, en grado creciente, es muy escasa.
Otra mentira es que el paro ha sido provocado por las garantías y derechos de los trabajadores. Las causas del colapso financiero y de los problemas de liquidez y financiación de las empresas están en otros sitios como todos muy conocemos. En el año 2009, en plena recesión, se hicieron más de 13 millones de contratos temporales, y los empresarios no tuvieron especiales problemas para reducir sus plantillas, lo que llevó al desempleo a más de cuatro millones de personas. ¿Dónde está la rigidez que tanto preocupa a nuestra banca y a la prensa financiera?. La mayoría del paro actual en nuestro país es causa de la no renovación de contratos temporales con indemnizaciones ridículas.
El despido ya es un asunto que solo cabe abordar desde su coste económico y no desde su condición de garantía del derecho al trabajo reconocido constitucionalmente que enlaza con el valor del trabajo como forma de existencia de la mayoría de la población. Y más grave aún que su abaratamiento el la irreversibilidad de una decisión empresarial antijurídica, puesto que el posterior control judicial no podrá alterar la determinación unilateral de la extinción del contrato.
El socialismo de este gobierno sueña con lograr la recuperación económica debilitando los derechos de los trabajadores y vigorizando los del capital. Creer que es posible un nuevo modelo productivo depreciando el valor del trabajo es un engaño. Este camino nos lleva, en cambio, al modelo de competir con bajos costes laborales emulando a los países del Este de Europa o China.
Llama la atención la diferencia de trato entre las dos partes del contrato de trabajo. La erosión de la tutela del trabajador es patente mientras que se refuerza la postura empresarial de forma expresa y literal. Por ejemplo, en la nueva redacción del despido objetivo por causas económicas, se alivia de forma notable la carga probatoria de la empresa en el proceso de despido o en el ERE pues únicamente se le pide acreditar una prueba “mínimamente razonable”. Ello supone una invitación del legislador a una aplicación judicial de la norma que facilite las extinciones de contratos a la primera crisis coyuntural.
Es evidente que la reforma debería haber sido otra. Ésta será ineficaz como las anteriores. Es injusta pues carga sobre quienes no han provocado la crisis y sigue los postulados de quienes la provocaron. Y es inmoral porque lleva la firma de quien se puso tras una pancarta prometiendo combatirla.