La ley que enfrentó a la Iglesia con la Segunda República

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Es natural que con tanta crisis económica, huelgas y cierres patronales, congresos de partidos, y, para colmo, el inicio de la Liga y la exposición de Zaragoza, casi nadie haya mencionado el 75º aniversario de una de las leyes más importantes, y más nefastas a la vez, de la Segunda República.
El Mundo, 2 / 9 / 2008. TRIBUNA LIBRE

Tampoco voy a reprochar el silencio a ciertos cultivadores de la memoria histórica (como si hubiera alguna memoria que histórica no fuese), empeñados como están en hacer de la Segunda República un modelo sin tacha y en hacer comenzar los desastres de la guerra sólo desde julio de 1936.


El caso es que el día 2 de junio de 1933 el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, en el último día válido para hacerlo y como a regañadientes, pero sin haber tenido nunca intención de vetarla, ratificó por fin la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, aprobada el 17 de mayo anterior por las Cortes constituyentes. Era una ley constitucional, exigida por el artículo 26 de la Carta Magna de 1931, y que se presentaba como la culminación del ideario republicano en relación con la religión y con la Iglesia.


Pero desde el abril triunfal de 1931 las cosas habían cambiado mucho. La quema de iglesias y conventos; la expulsión, por las bravas, de España de un obispo y un cardenal; los artículos sectarios de la Constitución; la disolución de la Compañía de Jesús; la supresión del presupuesto del clero; las leyes de la secularización de la enseñanza y los cementerios; las draconianas leyes de orden público; la frecuente suspensión y clausura de periódicos y centros políticos; las arbitrariedades de las fuerzas del orden, con muchos muertos y heridos; la charlatanería y la agresividad frecuente de las Cortes; la pequeña repercusión de la parcial reforma agraria; la frecuencia de los levantamientos anarquistas, motines, huelgas generales políticas…, habían enrarecido notablemente el clima social, y el Gobierno de Azaña, después de la matanza de Casas Viejas (Cádiz) sufría el hostigo del tiempo político adverso.


El Gobierno Azaña había extremado, en sentido laicista, el anteproyecto equilibrado de la Comisión Jurídica Asesora, creada dos años antes por el ministro de Justicia, Fernando de los Ríos. La comisión parlamentaria lo extremó todavía más.


El 9 de febrero de 1933 comenzó el debate en el pleno, a una con el asunto Casas Viejas. El orador católico más famoso del momento, miembro de la minoría agraria y ya presidente del recién creado partido político CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), fijó los términos de la oposición a todos y cada uno de los artículos y defendió la desobediencia, individual y colectiva, a la ley dentro de la legalidad, afrontando todas las consecuencias, incluso la renuncia al acta de diputado. Tras él hablarán otros agrarios y vasconavarros, como Aguirre, Pildain o Aizpún; catalanistas como Abadal o Carrasco; galleguistas como Otero Pedrayo; independientes como García Valdecasas; republicanos como Maura, García-Bravo Ferrer o Ayats. Para todos ellos el dictamen es injusto, antiliberal, antidemocrático, violento, rencoroso, inoportuno.


Los pocos miembros de la comisión que lo defienden, el radical-socialista Gomáriz, los socialistas Bugedo y Sapiña o el azañista Fernández Clérigo insisten en su constitucionalidad. Alguien va mucho más allá: Fernando Valera, diputado radical-socialista, masón, humanista, hombre religioso no católico, ve en la nueva ley, con excesivo optimismo, el principio de una nueva convivencia entre creyentes y no creyentes, entre fanáticos anticlericales y clericales, que traiga por fin la paz a España. El debate dura hasta el 17 de mayo. La votación final arroja 278 votos a favor y 50 en contra; a éstos últimos se añadirán después nueve diputados ausentes.


Si a los miembros y entidades que integraban las confesiones se les reconocía personalidad y competencia propias en su régimen interno, a sus cargos responsables se les exigía la nacionalidad española. El Estado se reservaba, además, el derecho de no reconocer a dichos cargos en su función por razón de peligro para el orden o la seguridad del Estado. Y si las confesiones podían ordenar libremente su régimen interior, todo se subordinaba de manera implacable a las leyes y soberanía estatales.


En cuanto al régimen de bienes, se declaraban propiedad pública los templos, casas rectorales con sus huertos, palacios episcopales, seminarios, monasterios y demás edificios del culto católico, aunque siguieran destinados al mismo fin religioso, salvo necesidad pública y previa ley especial, que era una verdadera espada de Damocles. Las confesiones sólo podrían adquirir y conservar bienes inmuebles y derechos reales únicamente en la cuantía necesaria para el servicio religioso; los que excedieran esa cuantía serían enajenados, igual que los bienes muebles que fueran origen de interés, renta o participación en beneficios. Excepto los templos, los demás edificios eran sometidos a tributación. Las Iglesias podrían fundar y dirigir establecimientos, inspeccionados por el Estado, para la enseñanza y formación sólo de sus ministros (de sus miembros, decía, en cambio, el anteproyecto).


La obsesión decimonónica de un firme control de las órdenes y congregaciones religiosas resume el amplio tercer apartado de la ley. De ahí un sinfín de certificaciones, relaciones, cuentas, inscripciones, inventarios, rendición de cuentas, libros de contabilidad… Y no sólo no podrían dedicarse a la enseñanza, sino que desde la comisión parlamentaria se les añadió la prohibición de crear o sostener colegios de enseñanza privada, ni directa ni indirectamente. Esa misma comisión quería que órdenes y congregaciones cesasen en sus actividades docentes a la promulgación de la ley. El pleno de la Cámara alargó el plazo hasta el 1 de octubre, y para la enseñanza primaria hasta el 31 de diciembre.


Todo el mundo católico, incluida la revista católica progresista Cruz y Raya, dirigida por José Bergamín, vio en la ley una clara violación de la justicia y de la libertad y un golpe fatal a la serenidad espiritual de España.


Los arzobispos españoles (metropolitanos) publicaron, con fecha 25 de mayo, una extensa Declaración, redactada mayormente por el equipo del cardenal Francisco Vidal y Barraquer, arzobispo de Tarragona, cabeza del episcopado español: un celoso y paciente hombre al servicio del Evangelio, de la Iglesia y de la Patria (española, por supuesto), amigo de todos, firme en la defensa de los principios y buscador infatigable de la concordia. El documento más sólido de cuantos se escribieron en el sexenio, es la reprobación, condena y rechazo de una «ley de agresiva excepción» contra la Iglesia, muestra de «odiosa tiranía», «sacrílega expoliación del patrimonio histórico y artístico eclesiástico». Anima a los católicos a que, «por todos los medios justos y honestos», procuren que sus efectos perjudiquen lo menos posible a los intereses de la Iglesia y de las almas.


El mismo día 3 de junio en que el texto de la ley aparecía en La Gaceta de Madrid, el papa Pío XI firmaba una breve y excepcional encíclica, Dilectissima nobis (Hispania), dolorida y solemne, contra toda la legislación antieclesial y antirreligiosa del nuevo régimen, con el que la Iglesia había sido tan benevolente, exhortando a los fieles a valerse de «todos los medios legítimos» para inducir a los legisladores a reformar «disposiciones tan hostiles a la Iglesia».


A fines de ese año solicitaron la inscripción en el registro abierto en el Ministerio de Justicia 4.707 casas: 3.927 de religiosas (60.683) y 780 de religiosos (14.236). Pero la sustitución de los colegios, de primera y segunda enseñanza, regidos por los religiosos fue retrasándose sine díe: una tercera parte de la enseñanza primaria oficial (351.937 alumnos, según el ministro, en versión insuficiente) y la equivalente a la enseñanza secundaria del Estado (25.000, según la misma fuente). Todos los ministros fracasaron en el empeño: De los Ríos, los Barnés, Pareja, Madariaga, Villalobos…


La ley acabó por apartar la voluntad de la inmensa mayoría de los católicos españoles y de todo el mundo de toda afección al régimen. Unió más aún a la oposición, ya muy crecida. Dividió todavía más al bloque republicano que trajo la República, ya a pique de desguace: parte del PSOE iniciaba su bolchevización y la Unión Republicana, de Martínez Barrio, preparaba su desgaje del Partido Radical. Fue un motivo más para que, poco más tarde, Alcalá Zamora se desprendiera de Azaña, que nunca se lo perdonó, y encargara el Gobierno a Lerroux. Y un motivo decisivo, en buena parte de España, para que la izquierda intolerante perdiera las elecciones en noviembre de ese año.


Y, por cierto, apenas si se cumplió del todo un solo artículo de la ley.


Víctor Manuel Arbeloa es escritor,
ex presidente del Parlamento de Navarra y ex senador.