La búsqueda desesperada de oportunidades sacó la malaria de las remotas minas de la selva donde sobrevivía en silencio, y volvió a diseminarla por el país a niveles que no se veían desde hacía 75 años
Cuando Reinaldo Balocha volvió a enfermarse de malaria por duodécima vez, no descansó para nada. Aún con la fiebre sacudiendo su cuerpo, se echó el pico al hombro y regresó a trabajar en la mina ilegal de oro donde pica piedras.
Balocha, un técnico en computación, no encajaba en el trabajo de las minas; sus manos suaves solían golpear el teclado, no la tierra. Sin embargo, la economía de Venezuela colapsó a tal grado que la inflación anuló su salario, y con él sus esperanzas de conservar una vida de clase media.
Es por eso que Balocha —al igual que decenas de miles de personas de todo el país— viajó hasta estas pantanosas minas a cielo abierto en busca de un futuro.
Aquí se encuentran meseros, oficinistas, taxistas, profesores universitarios y hasta funcionarios públicos que están de vacaciones y salen a cribar oro para el mercado negro, bajo la supervisión de un grupo armado que les impone tarifas y los amenaza con amarrarlos a los postes si desobedecen.
Esta es una sociedad en crisis, un lugar donde la gente educada abandona los cómodos trabajos que tienen en la ciudad por duros y peligrosos trabajos en canteras lodosas, desesperados por lograr que el dinero les alcance. El costo es elevado: la malaria, durante mucho tiempo contenida en la periferia del país, ha regresado para vengarse.
Venezuela fue el primer país del mundo en acabar con esta enfermedad en sus zonas más pobladas; lo hizo en 1961, mucho antes que Estados Unidos y otros países desarrollados, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Fue un gran logro para una pequeña nación, una acción que allanó el camino para el desarrollo de Venezuela como potencia petrolera y alimentó las esperanzas de que fuese un modelo que ayudaría a erradicar la malaria en todo el mundo.
Desde entonces, el mundo ha dedicado enormes cantidades de dinero y de tiempo para erradicar esta enfermedad. En los últimos años, se ha logrado reducir un 60 por ciento las muertes en los lugares donde la población sufre de malaria, según la OMS.
Pero en Venezuela, el reloj marcha hacia atrás.
El colapso económico del país ha traído de regreso esta enfermedad; la sacó de las remotas minas de la selva donde sobrevivía en silencio, y volvió a diseminarla por todo el país a niveles que no se veían desde hacía 75 años, según los expertos.
Todo comienza en las minas. Por la crisis económica, al menos 70.000 personas de todos los estratos sociales han visitado esta región minera desde el año pasado, asegura Jorge Moreno, un médico venezolano experto en mosquitos que actualmente trabaja cerca de las minas. Miles de personas se están infectando a medida que aumenta la explotación de oro en pozos llenos de agua, que son el caldo de cultivo perfecto para los mosquitos que transmiten malaria.
Luego, cuando ya tienen el parásito en la sangre, las personas regresan a sus casas en distintas ciudades de Venezuela. Por la crisis económica a menudo no hay medicinas y la fumigación es escasa, entonces la malaria enferma a decenas de miles de personas y causa la desesperación en ciudades enteras.
“El oro hizo que este lugar se volviera atractivo; provocó una gran migración y, en consecuencia, la diseminación de la malaria”, explicó Moreno. “Con la crisis llega esta enfermedad que se agudiza con las malas condiciones”.
Una vez que sale de las minas, la malaria se propaga rápidamente. A cinco horas de distancia, en Ciudad Guayana, un antiguo enclave industrial donde hay muchos desempleados que se han dedicado al trabajo en las minas, un grupo de 300 personas llenaba la sala de espera de una clínica en mayo. Todos tenían los síntomas de la malaria: fiebre, escalofríos y temblores incontrolables.
No había luz porque el gobierno había racionado la energía para ahorrar electricidad. No había medicinas porque el Ministerio de Salud no las había entregado. Los médicos hacían pruebas de sangre con las manos desprotegidas porque ya no tenían guantes.
Maribel Supero abrazaba a su hijo de 23 años que temblaba sin poder hablar. José Castro sostenía a su hija de 18 años que gritaba. La doctora Griselda Bello movía sus manos con un gesto de impotencia y le decía a otro paciente que esperara un poco más. Las pastillas se habían acabado y no había nada que pudiera hacer.
“Regrese mañana a las 10 de la mañana”, le sugirió al enfermo.
“Ay, Dios”, respondió el paciente. “Uno se podría morir de aquí para allá”.
“Sí, efectivamente”, confirmó la especialista.
En la población vecina de Pozo Verde, los habitantes dijeron que la malaria había llegado después de que los mineros comenzaran a regresar enfermos a sus casas, y los fumigadores del gobierno desaparecieron hace dos años. Hoy, el colegio secundario público se ha convertido en una incubadora: desde noviembre de 2015, la cuarta parte de sus 400 estudiantes se contagiaron de malaria.
“Se podría pensar que íbamos a hacer algo: acordonar la escuela o declarar la cuarentena”, dijo Arebalo Enríquez, el director de la escuela, quien contrajo malaria junto con su esposa, su madre y siete miembros más de su familia.
Oficialmente, la propagación de la malaria en Venezuela se ha convertido en un secreto de Estado. El gobierno no ha publicado informes epidemiológicos sobre la enfermedad durante el último año y afirma que no hay crisis.
Sin embargo, el informe más reciente que The New York Times obtuvo de médicos venezolanos confirma que se está produciendo un repunte de la enfermedad. Según ese documento, el año pasado los enfermos de malaria se incrementaron en un 56 por ciento, alcanzando una cifra de 136.000 casos.
Autor: Mina Albino
Fuente: NYTimes