La mayor parte de la juventud desprecia a la clase política

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Mi querido presidente del Gobierno, mi querido presidente del Partido Popular… Seguro que ni por un momento os habéis preguntado por qué la juventud se muestra cada vez más lejos de la clase política…

Luis M. Ansón  (El Mundo 2/03/08)


Mi querido presidente del Gobierno, mi querido presidente del Partido Popular…


Seguro que ambos estaréis encantados de vuestro éxito, flotando entre las nubes de los mítines entusiastas, radiantes rediles de ovejas amaestradas, mientras os acosa la caravana de reporteros y cámaras pendientes de vuestros gestos y ademanes, para esponjarse después la nación entera en los debates de la televisión. Seguro que ni por un momento os habéis preguntado, en medio de la parafernalia que nubla vuestro entendimiento, por qué los partidos políticos ocupan el último lugar de credibilidad en la opinión pública, por qué la juventud se muestra cada vez más lejos de la clase política.


En 1976, señores presidentes del Gobierno y del Partido Popular, había en España, números redondos, 600.000 funcionarios entre las tres Administraciones. Hoy esa cifra se ha multiplicado por cinco. Se eleva a los 3.000.000. En treinta años, los partidos políticos habéis colocado en las Administraciones públicas a 2.400.000 enchufados, amiguetes, parientes y simpatizantes, aparte alguna gente seria, pagados todos ellos con los impuestos casi confiscatorios con que sangráis al ciudadano medio que trabaja y produce. Además de los sueldos, de la seguridad social, de las prestaciones y jubilaciones, pagamos también entre todos las oficinas donde laboran los paniaguados, la calefacción, el aire acondicionado, la luz, el teléfono, la limpieza, el mantenimiento, las dietas, los gastos generales… ¿Y todo ello para recibir un servicio público mejor? Por el contrario, los funcionarios innecesarios, con el fin de justificar sus puestos de trabajo, se inventan una burocracia que es cada vez más asfixiante y opresiva y que lo paraliza todo.


¿Seríais capaces, queridos José Luis y Mariano, de informar a la opinión pública lo que nos cuesta el despilfarro de esos 2.400.000 funcionarios innecesarios que habéis instalado durante los últimos treinta años en las Administraciones públicas? ¿Os atreveréis algún día a dar la cifra de metros cuadrados que en propiedad o alquiler ocupan esas Administraciones? En Madrid, un número abrumador de edificios singulares o de calidad son ya públicos. Hasta las sedes de algunos bancos han sido adquiridas con el dinero del presupuesto, mientras el Congreso de los Diputados se va extendiendo como una mancha de aceite a su entorno. Todos esos edificios y el lujo que en ocasiones en ellos se derrocha, está pagado con los impuestos del ciudadano, que apenas puede mantener su piso de unas decenas de metros cuadrados.


Recuerdo que en una visita a Brasil en los tiempos en que presidía yo la agencia Efe me invitó a almorzar el ministro titular de un ministerio creado para reducir la burocracia galopante. El exceso de funcionarios se comía materialmente al gran país iberoamericano. Y bien. El Gobierno, las Autonomías, los Ayuntamientos, le cuestan al ciudadano español un ojo de la cara y el iris del otro. Cada presidente autonómico se ha organizado un protocolo superior al del Rey, dispone de más secretarias, secretarios, asesores, consejeros, ayudantes, automóviles y gastos de representación que el Monarca; habita en ocasiones palacios más suntuosos que el chalé de la Zarzuela. Y gastan, gastan como fieras. Todo es poco para colocar a sobrinos y amiguetes, para viajes de Estado, para despachos suntuosos, para fiestas y recepciones, para emisoras de televisión abrumadoramente deficitarias, para servicios de escoltas y seguridad, para banquetes y regalos oficiales, para publicaciones innecesarias y exposiciones sin sentido. El despilfarro llega en ocasiones a cotas difíciles de calibrar. La deuda, además, excede en Cataluña los 10.000 millones de euros; en Andalucía, los 7.500; en Madrid, los 7.000; en Valencia, los 7.000; en Galicia, los 3.000…


Las burocracias central, autonómica y municipal no tienden a amortizar puestos de trabajo sino a duplicarlos o triplicarlos. Andalucía tiene ya, números redondos, 200.000 empleados públicos, más que la suma de las comunidades madrileña, catalana y vasca, cuando los andaluces que viven en esa región son poco más de siete millones y los habitantes de Madrid, Cataluña y País Vasco se acercan a los 14 millones.


Con los impuestos de los ciudadanos se paga en España a más de 2 millones de funcionarios innecesarios que, como decía antes, no mejoran las Administraciones sino que, por el contrario, las emperezan. Para justificar tanto puesto de trabajo inútil se inventan mil escollos burocráticos y un millón de pejigueras y engorros, que termina padeciendo el españolito medio, el cual, en definitiva, paga no para que le ayuden sino para que le fastidien y enlerden. El contribuyente, además de cornudo, apaleado y encima con airosas pintas.


Hay no pocos políticos en España que están bien preparados, que son capaces y admirables. Pero la inmensa mayoría es de una mediocridad enervante. En la vida común de competencia no tendrían dónde caerse muertos. Se dedican a la política porque no sirven para otra cosa, porque no serían capaces de ganar una oposición, de competir en un puesto de trabajo, de poner en marcha una empresa, de sacar a sus familias adelante. El ciudadano medio considera a la clase política española deleznable. Exagera porque, insisto, no son pocos los políticos que merecen respeto y admiración. Pero, ciertamente, la indocumentación, la idiocia, la simpleza, la estulticia, la falta de preparación o la torpeza de muchos dirigentes emanados de los partidos y encumbrados a veces en puestos de responsabilidad, producen escalofríos. Yo he tratado a algunos ministros y ministras a las que no hubiera aceptado ni como auxiliares de redacción en los periódicos o emisoras que he dirigido.


Dicen que la campaña electoral le costará a cada uno de vuestros partidos alrededor de los 20 millones de euros. ¿De dónde sale ese dinero? ¿De los afiliados del PSOE y el PP? No. Sale también del bolsillo del ciudadano medio al que asáis a impuestos. Vuestros partidos políticos viven sustancialmente pagados por el Estado. A la Iglesia Católica se le ha retirado la asignación que percibía, reduciéndola a lo que los ciudadanos señalen en la casilla correspondiente. ¿Por qué no hacéis lo mismo con los partidos y los sindicatos? Que sean los ciudadanos los que, como se hace con la Iglesia, marquen en su declaración de la renta el partido al que deseen se dedique un 0′7 por ciento. Y lo que tendría más lógica: ¿por qué los partidos políticos y los sindicatos no se limitan a gastar lo que perciben de las cuotas de sus afiliados?


Señor presidente del Gobierno, señor presidente del Partido Popular, si no detenéis el despilfarro del dinero público, la ciudadanía se sentirá cada vez más lejos de la clase política que la esquilma. ¿O es que esa vergonzosa subasta de promesas económicas a la que os habéis entregado durante la campaña electoral se va a pagar con los recursos propios de vuestros partidos o seremos otra vez todos los ciudadanos los que sufriremos nuevas subidas de impuestos para atender vuestros compromisos?


En 1976, en fin, el presupuesto general del Estado ascendió, números redondos, a 6.000 millones de euros, no llegó al billón de pesetas. En 2008, el presupuesto consolidado de gastos asciende a 350.000 millones de euros (349.215,24 para ser exactos), es decir casi 60 veces más que en 1976. Aunque en pesetas o euros constantes los porcentajes se reducirían, las cifras, señores presidentes del Gobierno y del Partido Popular, son, en todo caso, de escándalo.


Los grandes partidos nacionales, en fin, tienen la obligación de enfrentarse con la multiplicación del empleo y del gasto público y racionalizarlos, además de frenar la voracidad insaciable de Autonomías y Ayuntamientos, a los que es necesario poner coto y, en algunos aspectos, dar marcha atrás. Menos Estado y más sociedad, ahí reside una de las claves para la prosperidad nacional. Los españoles no pueden seguir trabajando para que, con sus impuestos, la clase política se dedique a la vida suntuosa y al despilfarro.