La náusea

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Las bombas inteligentes, que tan burras parecen, son las que más saben.

El país que más armas y más mentiras fabrica en el mundo desprecia el dolor de los demás. “Nosotros no contamos a los muertos”, contestó el general Franks, cuando alguien le preguntó sobre los daños colaterales, como se llaman los civiles que vuelan en pedazos sin comerla ni beberla.

Babilonia, la ramera del Antiguo Testamento, merece este castigo. Por sus muchos pecados y por su mucho petróleo.

Los invasores buscan las armas de destrucción masiva que ellos habían vendido, cuando el enemigo era amigo, al dictador de Irak, y que han sido el principal pretexto de la invasión. Hasta ahora, que se sepa, no han encontrado más que armas de museo, en muy desigual combate.

Pero, ¿son armas de construcción masiva los misiles gigantes que ellos disparan? Los invasores tienen a la vista las armas tóxicas y las armas prohibidas: las están usando. El uranio empobrecido envenena la tierra y el aire y los racimos de acero de las bombas de fragmentación matan o mutilan en un área que va mucho más allá de sus blancos.

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En 1983, cuando los marines se apoderaron de la isla de Granada, la asamblea de las Naciones Unidas condenó, por abrumadora mayoría, la invasión. El presidente Reagan, respetuoso, comentó: “Esto no ha perturbado para nada mi desayuno”.

Seis años después, fue el turno de Panamá. Los libertadores bombardearon los barrios más pobres, fulminaron a miles de civiles, reducidos a 560 en la cifra oficial, y eligieron al nuevo presidente del país en la base militar de Fort Clayton. El Consejo de Seguridad, casi por unanimidad, se pronunció en contra. Los Estados Unidos vetaron la resolución, y se pusieron a trabajar en sus invasiones siguientes.

Las Naciones Unidas aplaudieron esas invasiones siguientes, o silbaron y miraron para otro lado. Y fueron las Naciones Unidas las que decretaron el embargo internacional contra Irak, que asesinó mucha más gente que la guerra de Bush Padre: más de medio millón de niños muertos, a confesión de parte, por falta de medicinas y de alimentos.

Pero ahora, oh sorpresa, las Naciones Unidas se han negado a acompañar la nueva carnicería de Bush Hijo. Para evitar que en las próximas guerras se repita este episodio de mala conducta, me temo, no habrá más remedio que contar los votos del Consejo de Seguridad en el estado de Florida.

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No habían aparecido los primeros misiles en los cielos de Irak, cuando ya se había cocinado el gobierno de ocupación, democrático gobierno íntegramente formado por militares de Estados Unidos, y ya se estaba haciendo el reparto de los despojos del vencido. Todavía se sigue disputando el botín, que no es moco de pavo: los fabulosos yacimientos de oro negro, el gran negocio de la reconstrucción de lo que la invasión destruye…

Las empresas agraciadas celebran sus conquistas en las pizarras de la Bolsa de Nueva York. Allí está el mejor noticiero de la guerra. Los índices bailan al son de la carnicería humana.
En 1935, el general Smedley Butler había resumido así sus tres décadas de trabajo como oficial de marines: “Yo fui un pistolero del capitalismo”. Y había dicho que él podía dar algunos consejos a Al Capone, porque los marines operaban en tres continentes y Capone actuaba
nada más que en tres distritos de una sola ciudad.

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Y a mí qué tajada me va a tocar, se preguntan algunos miembros de la coalición. Pero, ¿qué coalición? Los cómplices de esta misión libertadora, que son cuarenta, como en el cuento de Alí Babá, integran un coro donde abundan los violadores de los derechos humanos y las
dictaduras lisas y llanas. ¿Y desde dónde se ha lanzado la cruzada? ¿Dónde están ubicadas lasbases militares de Estados Unidos? Basta con echar una ojeada al mapa: esas monarquías petroleras, inventadas por las potencias coloniales, se parecen tanto a la democracia como Bush se parece a Gandhi.

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Es una alianza de dos. Uno que crece, el imperio de hoy, y otro que encoge, el imperio de ayer. Los demás sirven el café y esperan la propina.

Esta alianza de dos por la libertad del petróleo, que Irak nacionalizó, no tiene nada de nuevo.

En 1953, cuando Irán anunció la nacionalización del petróleo, Washington y Londres respondieron organizando, juntos, un golpe de Estado. El mundo libre amenazado hizo correr la sangre y el sha Pahlevi, estrella de las revistas del corazón, se convirtió en el carcelero de Irán durante un cuarto de siglo.

En 1965, cuando Indonesia anunció la nacionalización del petróleo, Washington y Londres también respondieron organizando, juntos, un golpe de Estado. El mundo libre amenazado instaló la dictadura del general Suharto sobre una montaña de muertos. Medio millón, según los cálculos que más cortos se quedan. De cada árbol colgaba un ahorcado. Todos
comunistas, aclaraba Suharto.

El siguió matando. Le quedó el tic. En 1975, pocas horas después de una visita del presidente Gerald Ford, invadió Timor Oriental y asesinó a la tercera parte de la población. En 1991 mató, allí, a unos cuantos miles más. Diez resoluciones de las Naciones Unidas obligaban a Suharto a retirarse de Timor Oriental “sin demora”. El, siempre sordo. A nadie se le ocurrió bombardearlo por eso, ni las Naciones Unidas le decretaron ningún embargo universal.

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En 1994, John Pilger visitó Timor Oriental. Mirara donde mirara, campos, montañas, caminos, veía cruces. La isla, toda llena de cruces, era un gran cementerio. De esas matanzas, nadie se había enterado.

El año pasado, Ana Luisa Valdés estuvo en Yenín, uno de los campos de refugiados palestinos bombardeados por Israel. Ella vio un inmenso agujero, lleno de muertos bajo los escombros. El agujero de Yenín tenía el mismo tamaño que el de las Torres Gemelas de Nueva York. Pero, ¿cuántos lo veían, además de los sobrevivientes que revolvían los escombros buscando a los suyos? Las tragedias conmueven al mundo en proporción directa a la publicidad que tienen.

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Hay periodistas honestos, que cuentan la guerra de Irak tal como la ven. Algunos, lo han pagado con la vida. Pero hay periodistas disfrazados de soldados, que más bien parecen soldados disfrazados de periodistas, que ofrecen versiones adaptadas al paladar de las grandes cadenas de la desinformación globalizada.

¿Matanzas en los mercados llenos de gente? Fueron bombas iraquíes. ¿Civiles muertos? Escudos humanos que usa el dictador. ¿Ciudades sitiadas, sin agua ni comida? La invasión es una misión humanitaria. ¿Resistieron algunas ciudades mucho más de lo previsto? En la tele, se han rendido todos los días.

Los invasores son héroes. Los invadidos que les hacen frente son instrumentos de la tiranía: los acusan de defenderse.

La mayoría de los estadounidenses está convencida de que Saddam Hussein derribó las torres de Nueva York. También cree, esa mayoría, que su presidente hace lo que hace por el bien de la humanidad y por inspiración divina. Los medios masivos venden certezas, y las certezas no necesitan pruebas. Pero el mundo está harto de que una vez más lo obliguen a tragarse, cada día, los sapos de ese menú.

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El país dedicado a bombardear a los demás países, que desde hace añares viene infligiendo al planeta una incontable cantidad de once de setiembres, ha proclamado la tercera guerra mundial infinita.

El presidente, que no fue a Vietnam gracias a papá y que sólo conoce las guerras de Hollywood, manda matar y manda morir. No en nuestro nombre, claman los familiares de las víctimas de las torres.

No en nuestro nombre, clama la humanidad. No en mi nombre, clama Dios.