Esta tragedia habría pasado desapercibida si no hubieran muerto un buen puñado de turistas. Nos estamos acostumbrando demasiado a las cifras alucinantes de muertos por sida y hambre en África, a la tragedia de las pateras, al infierno de Irak. Da lo mismo. Cuando ocurre algo como lo sucedido en el Índico, Occidente lava su conciencia enviando unos equipos médicos y unas mantitas. Los gobiernos se gastan miles de millones en comprar misiles y cohetes espaciales pero se olvidan de construir un sistema de alerta de terremotos en zonas que, por otro lado, no se cortan en esquilmar metódicamente
Por vicente álvarez
Publicado: Jueves, 20 de enero de 2005
Norte de Castilla
Una modelo catalana llega desencajada al aeropuerto. Días antes había partido en dirección a un paraíso natural para perderse por sus playas y bucear en sus aguas cristalinas. Sin embargo, el 26 de diciembre el paraíso se convirtió en un infierno. Cuenta la modelo que ella se salvó gracias a la ayuda de los nativos que, mientras enterraban a sus muertos, le ofrecieron lo poco que tenían. Otro turista recuerda algo parecido: un matrimonio que había perdido a sus tres hijos le dio cobijo, ropa, comida y, lo que es más importante, ánimos y sonrisas. Todos los extranjeros han regresado a sus casas emocionados ante la amabilidad de los habitantes de los países afectados por la tragedia: «Nos dieron sus camisetas, nos dieron sus zapatillas», comentan extrañados y conmovidos a la vez por la infinita generosidad de una gente masacrada. Por si todo ello fuera poco, Tailandia decidió, desde el primer momento, concentrar sus esfuerzos en ayudar a las víctimas occidentales del tsunami, dejando a un lado a los propios tailandeses (incluso los sitios «preferenciales» de las morgues tailandesas eran para los cadáveres con «apariencia occidental» con el fin de facilitar la labor de identificación). Al mismo tiempo (para que el cuadro dickensiano fuese más auténtico) algunos turistas descastados e indecentes decidieron continuar con su fiesta, tomando el sol en algunas playas y poniéndose sus mejores galas para celebrar la Nochevieja bailando al calor de un hotel de cinco estrellas (se supone que todo entraba en el paquete de la agencia de viajes y no era cuestión de perderlo). Y es que, desde el principio, lo más llamativo de toda esta inmensa tragedia ha sido la hipocresía de Occidente. Así, al día siguiente del maremoto, un soplagaitas de un telediario nacional soltaba la siguiente perla: «Por suerte no hay ningún español muerto». Y a continuación, hacía un rápido recorrido por los famosetes que tostaban sus carnes en las playas afectadas y por su «odisea»: un director de cine inglés, un esquiador sueco, una modelo checa y unos cuantos futbolistas italianos. Incluso a Helmut Khol le mandaron un helicóptero para sacarle de la zona…. Lo mismo que en «Titanic», donde solo había botes para salvar a los pasajeros de primera. En eso, en realidad, se ha convertido este mundo de «calvinklein» y «mcdonalds» que hemos creado. No importan para nada las decenas de miles de muertos si entre ellos no hay algún occidental…. De hecho, esta tragedia habría pasado desapercibida si no hubieran muerto un buen puñado de turistas. Nos estamos acostumbrando demasiado a las cifras alucinantes de muertos por sida y hambre en África, a la tragedia de las pateras, al infierno de Irak. Da lo mismo. Cuando ocurre algo como lo sucedido en el Índico, Occidente lava su conciencia enviando unos equipos médicos y unas mantitas. Los gobiernos se gastan miles de millones en comprar misiles y cohetes espaciales pero se olvidan de construir un sistema de alerta de terremotos en zonas que, por otro lado, no se cortan en esquilmar metódicamente. Y aunque sabemos que esos sistemas no van a evitar la llegada del tsunami, sí pueden alertar a la población para evacuar la costa y salvar miles de vidas. De todas formas, todavía nos queda la generosidad de Occidente: los bancos que cobran sus comisiones, las aseguradoras que no quieren saber nada de catástrofes naturales y los gobiernos que dan una miseria en forma de donación y una cantidad importante en forma de créditos que deben ser devueltos y están condicionados a la adquisición de productos occidentales. Y vuelta a empezar. Los países pobres, cada vez más pobres; y los ricos, cada vez más ricos. Es más que probable que los niños del tsunami, de las pateras, de Irak, de África (utilizado artísticamente por los occidentales para safaris, rallies o programas de televisión con Paula Vázquez enseñando bikini) algún día protagonicen la gran revolución del siglo. Y estarán en su perfecto derecho. Vamos, que no somos nada en esta bola. Y algunos mucho menos. En realidad, hace tiempo que nos estamos portando como animales, con el agravante de que somos más tontos que ellos (de hecho, los animales supieron salvarse de la tragedia). Y es que para los pobres siempre es de noche. La noche del tsunami.