Temprana consecuencia en el plano literario fue el alumbramiento del primer género propiamente mexicano: la novela de la revolución, inaugurada en 1916 con la publicación en Texas de Los de abajo, de M. Azuela, aunque quedó “olvidada” hasta 1925-26.
Por Nayra Pérez Hernández
Cruces de madera negra recién barnizada, cruces forjadas con dos leños, cruces de piedras en montón, cruces pintadas con cal en las paredes derruidas, humildísimas cruces trazadas con carbón sobre el canto de las peñas. El rastro de sangre de los primeros revolucionarios de 1910, asesinados por el gobierno…
Describe así Mariano Azuela el desolador paisaje del pueblo de Juchipila en Los de abajo. Pero más allá hubo más sangre, corriendo, hasta casi 1926, humedeciendo todo el polvo reseco de un país. La Revolución Mexicana, como una gran “cruz” hincada en el medio de una tierra empobrecida, navaja cruel que rajó la historia, que alteró no sólo el tiempo cronológico, abriendo otro siglo XX para México. Se hace imposible desde entonces seguir ignorando la realidad destapada, toda la vida (con todos los sentidos que en ella caben) queda marcada, cambios que se graban en la cultura.
Temprana consecuencia en el plano literario fue el alumbramiento del primer género propiamente mexicano: la novela de la revolución, inaugurada en 1916 con la publicación en Texas de Los de abajo, de M. Azuela, aunque quedó “olvidada” hasta 1925-26. La revolución, que, en sentido amplio, acercó al mundo del arte gran cantidad de aspectos de la realidad (el problema de la tierra, el indio, el mundo rural…) se convierte en tema central de la novela mexicana hasta los años cincuenta, con Juan Rulfo como último y más alto exponente. Si bien la novela mexicana fue evolucionando formalmente, renovándose enriquecida por la incorporación de las técnicas narrativas de la nueva novela europea y norteamericana. Se salva de esta manera la vieja dicotomía en que siempre había oscilado la literatura hispanoamericana: apertura al exterior para hablar de lo propio.
Pero no sólo se ve su influjo en el campo literario, ya que la revolución recorre y domina todos las artes y géneros de al menos la primera mitad del siglo, desde la pintura, con los muralistas de la Escuela Indigenista, a la música, con los corridos de la revolución.
El sacudimiento profundo que significó la revolución se vio reforzado por el nacimiento de un nuevo pensamiento, que empieza a nacer en toda América; la violencia, junto al dolor, había destapado rincones ocultos, sacado a la luz el existir de gentes desconocidas e ignoradas, de regiones escondidas del país.
Una nueva descarga, y otros ventiún hombres rodaron de roca en roca, con el cráneo abierto.
-¡Salgan bandidos!… ¡Muertos de hambre!
– ¡Mueran los ladrones nixtameleros!
-¡Mueran los comevacas!
También México se convierte en esta época en refugio-casa para el exilio de no pocos intelectuales españoles que habían huido de la Guerra Civil española. Nos interesa recordar la figura de José Gaos y la labor cultural que emprende. Este filósofo, alumno de Ortega, siguió los pasos de su maestro dando a conocer en Iberoamérica la reflexión sobre el “ser” y sus “circunstancias”. Los intelectuales iberoamericanos, y por supuesto los mexicanos Leopoldo Zea, Alfonso Reyes… más tarde Octavio Paz…, comienzan a interrogarse por la identidad: qué nos pasó, qué somos, qué significa ser americano, y luego, mexicano, hacia dónde caminamos…
Quizá la preocupación que aquí nos reúne, este afán por saber lo que somos, por saber el tipo de ser que hemos elegido, sin ocultamientos pero también sin curiosidad malsana, sea el signo de que se está formando una nueva imagen del mexicano, un nuevo ser del cual hemos de sentirnos plenamente responsables.
(L. Zea Dos ensayos sobre México y lo mexicano)
De la conciencia a la pregunta, interrogante que salta desde el pensamiento a la cultura, a las distintas manifestaciones artísticas. Si existe un ser mexicano, existirá también una cultura que debe serle propia, su verdadera expresión. Hay que descubrirse y descubrir el mundo hasta entonces ocultado (la opresión, lo indígena, la concepción de la muerte, una religiosidad distinta…) por una imagen europea impuesta, ajena. También es hora de comenzar a dar respuesta a los problemas propios, verdaderos, del mexicano. La labor cultural, la expresión del artista puede contribuir a ello.
La Revolución rige la cultura mexicana contemporánea en sus múltiples expresiones: pintura, literatura, filosofía… realidad con sus esperanzas, y desesperanzas, y con sus contradicciones. El arte para comprender, entender, criticar, asimilar… no perder la memoria que hace la conciencia del hombre, del pueblo. Revolución que brotó de la violenta rebeldía, para unos muerta, y para otros rigiendo aún las preocupaciones de estos días, más allá de lo literario y artístico, de lo cultural.
En esta nueva novela empiezan a aparecer -desde temprano, como decíamos, con Los de abajo en 1916- esas preocupaciones que de repente rebela y muestra la Revolución: salta a escena ese otro México (el campo, los pobres, el indígena, la mujer…), desconocidos en un arte que fue hasta “casi” estos días -la independencia se alcanzó en 1821- “mimesis” del español, arte que se miraba en el de la metrópoli, un “México-hijo” que buscaba la aceptación de “mamá-España”…, y después, un arte antiespañolista, como reacción y afirmación a la independencia, pero que también ignoró la realidad mexicana, creando ya no como España, sino repitiendo de nuevo discursos ajenos… de los garantes de la civilización y productores de cultura (Francia, Inglaterra…).
Aunque con violencia, de la que siempre los pequeños son las principales víctimas, la Revolución destapa esos otros mundos mexicanos, saca a la luz, a las manifestaciones artísticas, a esas otras personas ignoradas también por el propio México, por la burguesía mexicana, verdadera ganadora de la independencia que dirigía los destinos.
-¡Qué hermosa es la Revolución, aun en su misma barbarie!- pronunció Solís conmovido. Luego, en voz baja y con vaga melancolía:
– Lástima que lo que falta no sea igual. Hay que esperar un poco. A que no haya combatientes, a que no se oigan más disparos que los de las turbas entregadas a las delicias del saqueo; a que resplandezca la diáfana, como una gota de agua, la psicología de nuestra raza, condensada en dos palabras: ¡robar, matar…! ¡Qué chasco, amigo mío, si los que venimos a ofrecer todo nuestro entusiasmo, nuestra misma vida por derribar a un miserable asesino, donde pudieran levantarse cien o doscientos mil monstruos de la misma especie!… ¡Pueblo sin ideales, pueblo de tiranos!… ¡Lástima de sangre!
Las mismas preocupaciones se hacen expresas tanto en los narradores que fueron testigos, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán…, como entre los que han contemplado la Revolución en la distancia, décadas después, y ya críticamente, desde Carlos Fuentes a Elena Poniatowska.
Leopoldo Zea señala que, frente a otras revoluciones, como la francesa o la rusa, que fueron antecedidas por ideas, ideales y filosofías, lo que facilitaba señalar sus desviaciones, traiciones, crisis o interrupciones, en el caso mexicano, la filosofía no antecedió a la revolución; el pensamiento sólo posteriormente ha tratado de comprenderla. “Los que fueran testigos y actores de la Revolución nos hablan ya de una revolución invertebrada, múltiple, diversa, encontrada entre sí; tan múltiple y diversa como lo fueron los hombres que la hicieron”, explica el pensador mexicano Leopoldo Zea. La Revolución fue para los novelistas, testigos y actores de la misma, lo que para uno de los personajes de Azuela, la “Bola”: el mexicano se lanzó a ella sin una meta concreta, sino para superar su propia situación, concreta, esa necesidad individual; cada mexicano, con su conjunto de necesidades por satisfacer, con su conjunto de intereses, que resolverán si les va bien en la “bola”, en una revolución que todo lo mezcla y altera, sin tener, por ello, metas amplias y precisas.
– Yo soy de Limón, allí muy cerca de Moyahua, del puro cañón de Juchipila. Tenía mi casa, mis vacas y un pedazo de tierra para sembrar: es decir, que nada me faltaba. Pues señor, nosotros los rancheros tenemos la costumbre de bajar al lugar cada ocho días. (…)
– No quiero otra cosa, si no que me dejen en paz para volver a mi casa.
– Allá voy… No he terminado: “ustedes, que me levantaron hasta la Presidencia de la República, arriesgando su vida, con peligro inminente de dejar viudas y huérfanos en al miseria, ahora que he conseguido mi objeto, váyanse a coger el azadón y la pala, a medio vivir, siempre con hambre y sin vestir, como estaban antes, mientras que nosotros, los de arriba, hacemos unos cuantos millones de pesos.”
– Como decía, prosiguió Luis Cervantes, se acaba la revolución, y se acabó todo. ¡Lástima de tanta vida segada, de tantas viudas y huérfanos, de tanta sangre vertida! Todo, ¿para qué? Para que unos cuantos bribones se enriquezcan y todo quede igual o peor que antes. Usted es desprendido y dice: “Yo no ambiciono más que volver a mi tierra”. Pero, ¿es de justicia privar a su mujer y a sus hijos de la fortuna que la Divina Providencia le pone ahora en sus manos? ¿Será justo abandonar a la patria en estos momentos solemnes en que va a necesitar de toda la abnegación de sus hijos los humildes para que la salven, para que no la dejen caer de nuevo en manos de sus eternos detentadores y verdugos, los caciques?…¡No hay que olvidarse de lo más sagrado que existe en el mundo para el hombre: la familia y la patria!…
A conclusiones parecidas llega Marta Portal, estudiosa de la novela de este período, cuando señala: “La Revolución Mexicana adoptó programas concretos e inmediatos a las circunstancias acuciantes; no presentó o propuso esquemas de redención del hombre universal. Se refirió siempre, en los planes revolucionarios, al mexicano necesitado: de pan, de tierra mexicana, de justicia concreta, de participación en los destinos nacionales”. Por todo esto, las decisiones que se adoptaron durante ella fueron también concretas, y por concretas, contingentes; decisiones que no importaba si podrían o no satisfacer, más no podía saberse si contentaban a todos los que en ella participaban. Ante múltiples demandas a las que dar respuesta, cómo criticar sus resultados, cómo establecer su conclusión. Para unos mexicanos, los que lograron sus metas, ven la revolución como acción continuada, viva, presente, mitologizada; mientras que los otros, los que no alcanzaron satisfacción, la ven con desengaño, como demagogia… traición a todo aquello que les llevó a participar en ella.
Puede afirmarse que esta novela, tanto en su primera etapa, la de los narradores- testigo, que cuentan los hechos, como en la posterior, ya crítica de sus frutos, define la revolución, en síntesis, como una “noria”: los escritores manifiestan que las injusticias por las que la revolución se hizo se vuelven a presentar después, pero cometidas ahora en nombre de la revolución. Lo ha explicado, entre otros, Leopoldo Zea: “Ayer, como ahora, se habla de la vuelta al Porfiriato, de la vuelta al orden contra el cual se hizo la revolución. En el Neoporfirismo, sustituyendo al Porfirismo al término de la Revolución armada, los explotados se transforman en explotadores. Un grupo de poder substituye, simplemente, a otro grupo de poder. Y el pagano es, una y otra vez, el pueblo”.
Y así, señalando esta idea, termina Los de abajo:
Demetrio derrama lágrimas de rabia y dolor cuando Anastaio resbala lentamente de su caballo, sin exhalar una queja, y se queda tendido, inmóvil. Venancio cae a su lado, con el pecho horriblemente abierto por la ametralladora, y el Meco se debarranca y rueda al fondo del abismo. De repente Demetrio se encuentra solo. Las balas zumban en sus oídos como una granizada. Desmonta, arrástrase por las rocas hasta encontrar un parapeto, coloca una piedra que le defiende la cabeza y, pecho a tierra, comienza a disparar.(…)
Y al pie de una resquebrajadura enorme y suntuosa como pórtico de vieja catedral, Demetrio Macías, con los ojos fijos para siempre, sigue apuntando con el cañón de su fusil…”.
¿Hasta cuándo los de abajo estarán abajo? ¿Hasta cuándo sirviendo de pretexto para revoluciones que escondían intereses particulares de los poderosos?
Nayra Pérez Hernández
Los de abajo, Mariano Azuela,
nº 306, ediciones “Voz de los sin voz”.
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