La nueva genética y los derechos humanos

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Cuando mi mujer y yo nos casamos, tardamos más de seis años en tener hijos. Tanto fue así que, en un momento dado, nos decidimos a iniciar los trámites de adopción en vista de que no teníamos familia. Cuando rellenamos las solicitudes correspondientes y enviamos la información requerida, concertamos una entrevista con uno de los responsables de la administración, para ver nuestra casa y conocer de primera mano nuestra situación familiar

La responsable de esta entrevista fue una mujer extremadamente educada, muy observadora y profesional en su trabajo. Tuvimos una charla con ella considerando los distintos aspectos de la adopción y preguntándonos nuestra opinión en diversos temas. De esta entrevista recuerdo especialmente una observación que nos hizo y en la cual yo no había caído en la cuenta hasta ese momento. Venía a decirnos que la adopción no cubre el derecho de una pareja a tener hijos, sino que intenta garantizar el derecho de todo niño a tener unos padres, en el caso de que no puedan estar, por diversas razones, sus padres biológicos. Después nos explicaba que, en ocasiones, los candidatos a ser padres se acercaban al sistema de adopción demandando hijos, pero con unas características concretas (que sean bebés, que estén sanos, que no tengan hermanos que adoptar juntos…) La cuestión era, al contrario, las condiciones que debían reunir los candidatos a ser padres.

Toda esta introducción me servirá para considerar los aspectos a los que me voy a referir. Ya que, en muchas ocasiones, podemos perder el norte a la hora de considerar los derechos a los que aspiramos y podemos negar los mismos a los que realmente son sujetos de ellos. ¿Y cómo podemos perder ese norte en nuestra legítima aspiración a que se cumplan de forma coherente esos derechos humanos que tanta sangre, sudor y lágrimas han costado en nuestra historia?

Todo esto nos abre la puerta a grandes y esperanzadores logros. Pero nos vuelve a recordar dónde quedan los derechos humanos y quién es sujeto de ellos en estos casos

Vivimos en una sociedad que ha hecho de la transformación una rutina, hasta límites inimaginables hace pocas décadas. En esta sociedad científico técnica actual, se han vuelto posibles cosas que nunca antes se habían podido hacer. Y eso nos pone en un dilema ético permanente, ya que lo imposible de realizar no plantea ningún dilema moral. Pero cuando la técnica hace posible lo que antes no lo era, las consideraciones morales tradicionales pueden saltar por los aires y, lo que es peor, nos podemos quedar huérfanos de una referencia ética que oriente nuestra vida. Hay que acostumbrarse: nuevas posibilidades, nuevas realidades, nuevos desafíos. Y de forma permanente.

Y entramos en la llaga para poner el dedo. Hoy podemos modificar la vida en lo más profundo de sus características. Podemos modificar los embriones, podemos transformar células somáticas en embriones, podemos cortar y pegar genes de unas células para sustituirlos por otros utilizando la técnica CRISPR/Cas9 (un complejo acrónimo que se refiere a unas proteínas capaces de identificar secuencias génicas por donde cortar fragmentos génicos y sustituirlos por otros), según vemos en las informaciones que salen cada día en los círculos científicos. Podemos conseguir que las anomalías en los genomas de embriones humanos puedan ser resueltas con las nuevas tecnologías de edición de genes. Como en el artículo presentado recientemente en la revista Nature (24 agosto 2017) para resolver una variante genética que provoca un anormal desarrollo de los tejidos del corazón y es causa de muchos casos de muerte súbita en atletas jóvenes.

¿Quién puede oponerse a combatir enfermedades genéticas que, hasta ahora eran mortales e incurables?

Así se nos presentó también la posibilidad de seleccionar gametos en la fecundación “in vitro” para eliminar la posibilidad de transmitir la enfermedad de Huntington, una mutación que provoca una degeneración del sistema nervioso que ocasiona la muerte de forma inevitable y sólo se manifiesta en la edad adulta. O la forma de evitar una enfermedad genética de las mitocondrias, que se transmite a través de los óvulos maternos, haciendo una transferencia nuclear de óvulos fecundados enfermos al citoplasma de otros óvulos sanos.

Todo esto nos abre la puerta a grandes y esperanzadores logros. Pero nos vuelve a recordar dónde quedan los derechos humanos y quién es sujeto de ellos en estos casos.

En los ensayos clínicos, las personas voluntarias se someten a diversos tratamientos experimentales, de forma que asumen unos riesgos para encontrar soluciones a diversas enfermedades, con su consentimiento y pudiendo abandonar el ensayo en el momento que lo deseen. Corren un riesgo y, en ocasiones, logran éxitos importantes como curar o tratar enfermedades que no tenían tratamiento. Es un riesgo asumido de forma voluntaria y consciente. Es un riesgo que en cualquier momento se puede abandonar. Es un riesgo que respeta los derechos humanos. Que tiene en cuenta a las personas y respeta la vida, incluso cuando esa vida acepta ponerse en riesgo para salvar a otros.

¿Quién es el sujeto de derechos en la manipulación de embriones?

Si, como es evidente para toda la comunidad científica, los embriones son nuevos seres vivos.

¿Son sujetos de derechos? ¿Son vidas humanas?

La cuestión no es nada accesoria. Porque igual que nadie que conozca el ciclo vital de una mariposa, duda que la oruga es esa misma mariposa, en una etapa embrionaria de su vida, y no otro individuo, por el hecho de tener un aspecto absolutamente distinto; nadie debería dudar de que una vida humana embrionaria es eso precisamente: una vida humana. Y la vida humana siempre es sujeto de los derechos humanos. Y, por supuesto que podemos actuar sobre ella para corregir y curar enfermedades, pero no para actuar indiscriminadamente sobre su desarrollo.

La manipulación de embriones no puede quedar sometida a todo lo que se pueda hacer y manipular sobre ellos, incluido el mismo instante inicial de su concepción, cuando no es más que una célula, pero, eso sí, totipotente. Eso quiere decir que es un nuevo organismo en su estadio embrionario primordial.

Todo esto nos exige adaptar también las leyes y los derechos a los nuevos tiempos, para que no se haga aquello que no respete los derechos humanos. Igual que ocurre en un ensayo clínico, no se puede hacer todo lo que se quiere hacer, sino que hay un detallado protocolo de los límites que entran en el campo del delito si se sobrepasan.

El desafío está claro. Defender la vida humana. Pero igual que no se defiende esa vida en los colectivos más desfavorecidos (inmigrantes, refugiados, excluidos, niños esclavos, hambrientos…) aunque está claro que son seres humanos, existe el riesgo de que la vida humana en su comienzo, en su estado de mayor debilidad e indefensión, no tenga derechos, incluso no se reconozca su propia humanidad. En realidad esto no es una suposición, es un hecho.

Desde los foros políticos ya hemos oído más de una vez que los embriones son vidas humanas, pero no son sujetos de derechos. Lo que no sabemos es en base a que principios morales se establece esa conclusión. Que, por otro lado, no es nada nueva en la historia. Cuando la esclavitud era legal, los esclavos no tenían derechos. El mismo Hitler eliminó los derechos humanos de todos los que no fuesen arios y experimentó con ellos hasta límites que hoy nos causan un justificado horror. Especialmente con los judíos se cometieron atrocidades que hoy nos causan un terrible dolor al recordarlas. Actualmente viven en esa misma indefensión, fuera de todos los derechos, los colectivos más indefensos.

Con una diferencia esencial: la ausencia de esos derechos es calificada por nuestra sociedad como un crimen, una lacra de la que debemos avergonzarnos y que habría que superar cuanto antes. Pero esas pequeñas vidas incipientes, embrionarias, están inmersas en un mar de ignorancia y abandono que hace que sus derechos estén muy lejos de ser reconocidos por un entorno social que desconoce y se despreocupa sin ningún pudor de su situación. Y una comunidad científica que contribuye activamente a este abandono, oscureciendo la evidencia de la vida y mezclando principios ideológicos con evidencias científicas, de modo que la conciencia quede lo más adormecida e insensible a estas nuevas realidades.

Como dice el principio de Justicia: “El desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento”. Así podemos decir que el silenciamiento de la conciencia no evita ni su existencia, ni sus consecuencias. La historia nos juzgará.

Autor: Juan Antonio Tapia