Cuando la marea del virus se contraiga, en el continente quedarán al descubierto los restos de un sistema maltrecho.
Alberto Ortiz |
A finales de mayo, las autoridades sanitarias detectaron un brote de 50 casos de coronavirus en Villa Azul, un barrio muy humilde de la periferia de Buenos Aires, donde viven más de 3.000 personas. El paisaje se parece al de muchas otras zonas del conurbano bonaerense: paredes de chapa, carreteras sin asfaltar, ausencia de cloacas. El Gobierno provincial tomó una decisión drástica: decretó una cuarentena estricta en el barrio y lo aisló completamente. La Policía sitió las entradas con vallas metálicas y las calles quedaron vacías durante dos semanas, circuladas únicamente por personal sanitario con rociadores de alcohol. En total, se contagiaron unas 300 personas y murieron 2 a causa del virus.
En los primeros meses de la pandemia en Argentina se produjeron situaciones parecidas. Un estudio del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires reveló que más del 50% de los más de 30.000 habitantes de la Villa 31 de la ciudad se había contagiado por el virus. Un brote en la 1-11-14, otra villa miseria, puso en mayo en alerta a las autoridades y obligó a las autoridades a rastrear masivamente. Tampoco son imágenes únicas de Argentina: el Gobierno de Perú tuvo que cerrar el Mercado de Lima después de comprobar que el 86% de sus trabajadores se había infectado y las favelas de las ciudades brasileñas de Río de Janeiro o São Paulo han sido desde que comenzó la expansión del virus un foco constante de casos.
La pandemia ha expuesto algunos de los grandes problemas estructurales que afrontan en mayor o menor medida todos los países de Latinoamérica: elevadas tasas de informalidad, condiciones de hacinamiento e insalubridad en los hogares, especialmente en las periferias de las grandes ciudades, y un sistema salud público precario y desfinanciado.
Latinoamérica agrava su pobreza estructural
En 2019, el continente contabilizaba 185 millones de personas bajo la línea de la pobreza, casi un 31% de su población total, y 68 millones en la pobreza extrema. Según las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la inversión en salud pública de cada país debería superar el 6% de su Producto Interior Bruto (PIB). Los datos de la Organización Panamericana de Salud (OPS) muestran que la región invierte de media un 4,2%, pero hay países muy por debajo de esas cifras, como Brasil (3,8%), Perú (3,5%) o México (3,1%). Sin embargo, otros como Argentina, con mejores datos en este sentido y a pesar de haber implementado un confinamiento temprano y estricto, han sido incapaces de controlar la expansión del virus y han visto cómo su sistema sanitario se saturaba o rozaba el colapso.
Latinoamérica vivió en la primera década del siglo una expansión de sus principales economías inédita a raíz del conocido boom de los commodities. Esta coyuntura económica positiva coincidió con gobiernos de izquierda o progresistas en la mayoría de los países, que implementaron políticas de redistribución del ingreso especialmente a base de subsidios a las poblaciones más vulnerables, transferencias directas, universalización de algunos servicios públicos y aumento de los salarios mínimos.
Sin embargo, salvo algunas excepciones, los programas económicos redistributivos no vinieron acompañados de políticas de inversión en salud o educación pública o mejora de las infraestructuras. Como sostiene el sociólogo argentino Pablo Stefanoni en un artículo publicado en la edición de junio de Le Monde Diplomatique, estas medidas no solo coincidieron con una extraordinaria bonanza económica sino que además no mejoraron las capacidades estatales de los sistemas de protección social: “En casi todos los casos, el ciclo progresista alentó en mayor medida un modelo de acceso más democrático al consumo que la construcción de sistemas sólidos de protección social y bienes públicos de calidad”. Los casos de Brasil o Bolivia son paradigmáticos en este sentido.
La cuarentena es hambre cuando el trabajo es informal y en negro
Otra de las asignaturas pendientes de este ciclo que ha asomado con fuerza durante la pandemia es la lucha contra la informalidad laboral. En Perú, por ejemplo, hasta un 70% de los trabajadores están en negro. Esta informalidad es la que ha impedido que las cuarentenas se hayan cumplido estrictamente.
“En España declaran cuarentena y cada quien se va a su departamento propio a hacer teletrabajo y sigue ganando su sueldo. Aquí, la persona se va con el resto de su familia a esa habitación que ha alquilado en una casa que comparte con otras familias, y cada día que no sale a trabajar es un día que no tienen qué comer”, explicaba en una entrevista al diario El País César Cárcamo, uno de los infectólogos que asesora al Ministerio de Salud peruano.
La informalidad no sólo se traduce en la imposibilidad de trabajar desde casa. En Argentina son habituales las filas en establecimientos de pago para abonar las facturas. La imposibilidad de acceder a medios técnicos para domiciliar los recibos de los servicios, para cobrar la nómina o la jubilación a través de internet también es una barrera que divide a quienes pueden o no evitar la exposición al contagio.
El padre Juan Isasmendi es lo que en Argentina se conoce como “cura villero”, sacerdotes que viven en las villas miseria del país y cuya labor se extiende más allá de lo estrictamente religioso: desde su parroquia coordina seis comedores comunitarios donde sirven raciones para 5.000 familias. Asegura que la pandemia ha puesto de manifiesto realidades que afectan a las villas desde hace años: “Creo que hay problemas que vienen de décadas. La pandemia fue como una radiografía, todo el mundo vio lo que estaba pasando. Los que compartimos la vida con la gente sabemos que estos problemas están: problemas estructurales de luz, urbanización, de agua, de cloacas”. Aún hoy en día, las ambulancias todavía no ingresan regularmente a las villas.
El padre Juan habla de las consecuencias del confinamiento en un contexto en el que todo es informalidad. “En muchas familias, la mamá trabaja de empleada doméstica, eso se cortó. El albañil se cortó. El plomero (fontanero) se cortó. El trabajo informal comenzó a desaparecer y desapareció el tejido laboral más preciado para la vida de la gente sencilla”, dice. Y agrega: “El miedo a la enfermedad saturó el corazón de muchos, pero después vino el miedo al hambre porque no había cómo ganarse el peso. A mí me ha impresionado mucho ver miradas de hambre, nunca pensé que las iba a ver”.
Los parches no arreglan los problemas
Los Estados de la región impusieron medidas para contener el impacto económico de las cuarentenas. A pesar de las diferencias ideológicas que separan a los presidentes latinoamericanos, las estrategias se parecen. En Brasil, el Congreso aprobó un pago de 100 dólares mensuales para más de 54 millones de trabajadores informales en el país. Argentina impuso medidas para evitar despidos y lanzó un paquete de transferencias directas para familias vulnerables. La expresidenta boliviana, Jeanine Añez, anunció una estrategia de bonos de hasta 60 dólares por persona al mes y Perú movió hasta el 12% de su PIB en estímulos fiscales y transferencias de hasta 100 dólares al mes para hogares pobres y trabajadores independientes. Chile desembolsó hasta 12.000 millones de dólares en diferentes ayudas directas a familias, trabajadores y empresas.
Estas estrategias han funcionado como parches para evitar consecuencias trágicas, pero la gran incógnita es cómo dar respuesta a un incremento notable de la pobreza y de la pobreza extrema, con un tejido empresarial formal e informal devastado después de los diferentes confinamientos y, por tanto, con altas tasas de desempleo.
La inseguridad, la falta de expectativas tras una década de crecimiento sostenido y un posterior estancamiento y la demanda de una mayor transparencia a raíz de los casos de corrupción que ensombrecieron a algunos de los líderes políticos del llamado “socialismo del siglo XXI” fueron los vasos comunicantes entre las victorias de Mauricio Macri en Argentina, Jair Bolsonaro en Brasil o la derrota en el referéndum constitucional con el que Evo Morales intentó presentarse a unas nuevas elecciones (aunque luego el Tribunal Constitucional, de dudosa legitimidad por sus sospechas de parcialidad, habilitó su candidatura). Hoy, no hay una unidad política continental, más bien un mapa de hiperliderazgos, algunos de corte autoritario, y de gobiernos muy inestables, como el de Sebastián Piñera en Chile.
Chile y Bolivia, dos escenarios paradigmáticos.
Al Gobierno del neoliberal Sebastián Piñera le explotó una revuelta en la cara después del anuncio de algunas medidas de ajuste económico que esperaba no tuviesen demasiado impacto. La que hizo saltar todo por los aires fue la subida de 30 céntimos de dólar en el precio del metro en octubre. Sirvió como un catalizador del hartazgo de una sociedad castigada por más de 40 años de proceso económico neoliberal, con importantes niveles de desigualdad y endeudamiento. Las marchas se multiplicaron alrededor del país y Piñera reaccionó con la declaración de un toque de queda en las principales ciudades y el despliegue de fuerzas militares en las calles. Este proceso de levantamiento social desembocó en un pacto político para la elaboración de una nueva Constitución que sustituyese a la actual, redactada durante la dictadura de Augusto Pinochet. El pasado 25 de octubre los chilenos votaron masivamente a favor de redactar una nueva Carta Magna: el “Apruebo” obtuvo casi el 80% de los votos. No obstante, no está claro que este proceso, que se extenderá hasta mediados de 2022, pueda contener las protestas y la violencia en las calles mientras tanto.
Una situación parecida vive su vecino del norte. Bolivia cerró el 2019 en medio de una crisis política total. Evo Morales ganó las elecciones entre acusaciones de fraude de la oposición que desataron una ola de protestas por todo el país, con un saldo de más de 30 muertos. 20 días más tarde la cúpula militar forzó la dimisión de Morales, que huyó a México y luego a Argentina. El Gobierno quedó en manos de la hasta entonces titular del Senado, Jeanine Añez, que se autoproclamó presidenta y prometió una transición hasta una nueva convocatoria de elecciones, aunque este extremo se postergó hasta el pasado 18 de octubre. El candidato del MAS, Luis Arce, que fue el arquitecto económico de la Bolivia de Morales, se impuso con el 55% de los votos en una elección con masiva participación a pesar de las restricciones y el miedo por la pandemia. Con el país arrasado por los efectos del virus y aún sin control de la pandemia, Arce tiene un reto enorme: reconstruir el país económica y sanitariamente y tratar de cerrar la brecha política que ha polarizado a la sociedad en los últimos años.
Jair Bolsonaro es, seguramente, el caso más extraño en este contexto incierto. Tiene niveles de popularidad récord a pesar de dirigir el país con más muertes por coronavirus después de Estados Unidos y el tercero en número de contagios. Minimizó desde el principio la importancia del virus y se enfrentó a varios gobernadores después de que decretaron confinamientos en sus respectivos estados. Se contagió de coronavirus pero siguió calificando a la covid-19 de “gripezinha” y continuó yendo a mítines y actos multitudinarios.
El coronavirus ha puesto en jaque a una región que atravesaba momentos políticos turbulentos. Con salidas del poder abruptas, discursos polarizados y con líderes de derecha que abanderan una agenda renovada de consignas: a saber, la mano dura contra la inseguridad, la negación de los derechos de las minorías, como las poblaciones indígenas, y una agenda económica neoliberal. Más moderado, el experimento del macrismo en Argentina fracasó en su ambición de sacar al país del estancamiento económico y lo sumió en una crisis aún más profunda. Hoy, el Gobierno del peronista Alberto Fernández trata de gestionar una difícil situación sanitaria, a pesar de haber sostenido una de las cuarentenas más largas del mundo, y de levantar al mismo tiempo una economía en estado crítico. El virus remitirá antes o después, pero cuando lo haga habrá desnudado, aún más si cabe, los enormes desafíos que amenazan a América Latina.