Durante 16 días en 1823, sor Ana Catalina Emmerich tuvo visiones detalladas sobre los últimos días de Jesús en las que se basó Mel Gibson para el rodaje de su película. La Razón ofrece extractos de «La amarga Pasión de Cristo», de Emmerich, editado por Booket.
Aviso: los extractos que publicamos del libro «La amarga Pasión de Cristo» (Booket), que son parte de las visiones de la venerable Ana Catalina Emmerich (1774-1824) y base de la película dirigida por Mel Gibson, pueden herir ciertas sensibilidades y no son recomendables para los niños sin vigilancia paterna.
«Los verdugos llegaron con látigos y cuerdas que depositaron al pie de la columna. Eran seis hombres de piel oscura y más bajos que Jesús […] Malhechores de la frontera de Egipto […] y los más perversos de ellos ejercían de verdugos en el pretorio. Estos hombres habían ya atado a esa misma columna y azotado hasta la muerte a algunos pobres condenados. Parecían bestias o demonios y estaban medio borrachos. Golpearon a Nuestro Señor con sus puños y lo arrastraron con las cuerdas a pesar de que Él se dejaba conducir sin resistencia: una vez en la columna, lo ataron brutalmente a ella […] No se puede describir la crueldad con que esos perros furiosos se comportaron. Le arrancaron los vestidos […] Jesús temblaba y se estremecía delante de la columna. Se acabó de quitar Él mismo las vestiduras con sus manos hinchadas y ensangrentadas […] volvió un instante la cabeza hacia su Madre, que estaba rota de dolor en una esquina cercana a la plaza […] Fue sujetado con violencia a la columna […] y comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza a los pies. Los látigos o varas que usaron primero parecían de madera blanca y flexible […] El Dios verdadero hecho hombre temblaba y se retorcía como un gusano bajo los golpes. Sus gemidos suaves y claros se oían como una oración en medio del ruido de los golpes. De vez en cuando los gritos del pueblo y de los fariseos llegaban como una ruidosa tempestad y cubrían sus quejidos […] una trompeta sonaba en medio del tumulto para pedir silencio.
El balido de los corderos
Entonces, se oía de nuevo el ruido de los azotes, los quejidos de Jesús, las imprecaciones de los verdugos, y el balido de los corderos pascuales que eran lavados en la piscina de las ovejas. Ese balido era un sonido conmovedor; en esos momentos eran las únicas voces que se unían a los quejidos de Jesús. […] Yo vi jóvenes infames que preparaban varas frescas cerca del cuerpo de guardia; otros iban a buscar varas de espinas. Algunos agentes del Sumo Sacerdote y el Consejo daban dinero a los verdugos […] Pasado un cuarto de hora, los dos verdugos que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros. El cuerpo del Salvador estaba cubierto de manchas negras, azules y coloradas y su sangre corría por el suelo. […] La segunda pareja de verdugos empezó a azotar a Jesús con redoblada violencia. Usaban otro tipo de vara. Eran de espino, con nudos y puntas. Sus golpes rasgaron toda la piel de Jesús, su sangre salpicó a cierta distancia y ellos se mancharon los brazos con ella. Jesús gemía y se estremecía […]
Dos nuevos verdugos sustituyeron a los últimos. Éstos pegaron a Jesús con correas que tenían en las puntas unos garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a cada golpe […] Sin embargo, su rabia aún no estaba satisfecha; desataron a Jesús y lo ataron de nuevo a la columna, esta vez con la espalda vuelta hacia ella […] y le ataron las manos por detrás. Su mucha sangre y la piel destrozada cubrían su desnudez. Entonces se echaron sobre Él como perros furiosos. Uno de ellos le pegaba en la cara con una vara nueva. El cuerpo del Salvador era una sola llaga. Miraba a sus verdugos con los ojos arrasados de sangre y parecía que les suplicara misericordia, pero la rabia de ellos se redoblaba y los gemidos eran cada vez más débiles.
La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora sin interrupción, cuando un extranjero […] cortó rápidamente las cuerdas y se escondió en la multitud. Jesús cayó sin conocimiento al pie de la columna, sobre el suelo empapado en sangre. […] Mientras estaba tendido vi a un ángel ofrecerle de beber de una vasija un brebaje luminoso que le dio fuerzas. Los soldados volvieron y le pegaron patadas y palos, obligándolo a levantarse. […]
Vi a la Santísima Virgen en trance continuo durante la flagelación de nuestro divino Redentor. Ella vio y sufrió con un amor y dolor indecibles todo lo que sufría su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos y sus ojos estaban anegados en lágrimas […] Eran las nueve de la mañana cuando acabó la flagelación.
La coronación de espinas se llevó a cabo en el patio interior del cuerpo de guardia. Había allí cincuenta miserables, esbirros y esclavos, y otros de la misma calaña. […] En medio del patio había un fragmento de pilar; pusieron sobre él un banquillo muy bajo, y lo llenaron de piedras puntiagudas. le quitaron a Jesús nuevamente la ropa y le colocaron una capa vieja, cololrada […] Lo arrastaron al asiento y lo sentaron brucamente en él; entonces le ciñeron la corona de espinas a la cabeza y se la ataron fuertemente por detrás. Estaba hecha de tres varas de espino bien trenzadas, y la mayor parte de las puntas vueltas a propósito hacia dentro […] Le pegaron con tanta violencia sobre la corona de espinas que sus ojos se llenaron de sangre. Se arrodillaron ante Él, le escupieron la cara y lo abofetearon […] Jesús sufría una sed horrible a causa de la fiebre provocada por sus heridas; temblaba. Su carne estaba abierta hasta los huesos, su lengua contraída, sólo la sangre sagrada que caía de su cabeza refrescaba sus labios entreabiertos. Esta espantosa escena duró media hora.
«Ecce homo»
[…] Fue conducido de nuevo a Pilatos. Resultaba irreconocible a causa de la sangre que le cubría los ojos, la boca y la barba. Su cuerpo era pura llaga; andaba encorvado y temblando. Cuando Nuestro Señor llegó ante Pilatos, este hombre débil y cruel se echó a temblar de horror y de compasión, mientras el populacho y los sacerdotes, en cambio, seguían insultándole y burlandose de Él. […] Era un espectáculo terrible y lastimoso y una exclamación de horror recorrió la multitud, seguida de un profundo silencio cuando Él levantó su herida cabeza coronada de espinas […] Señalándolo con el dedo, Pilatos exclamó: «Ecce homo!» […] Pilatos vio que sus esfuerzos eran inútiles […] Mandó que le trajesen agua y él gritó desde lo alto de la terraza: «Soy inocente de la sangre de este justo, vosotros responderéis de ella.» Entonces se levantó un grito horrible y unánime de toda la gente reunida allí desde todos los pueblos de Palestina, que exclamaron: «Que su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos».
[…] Pilatos escribió la sentrencia, y los que estaban detrás la copiaron tres veces […] Parecía que el ángel de la cólera conducía su pluma. «Forzado por el Sumo Sacerdote, los miembros del Sanedrín y el pueblo a punto de sublevarse, que pedían la muerte de Jesús de Nazaret como culpable de haber agitado la paz pública, blasfemado y violado su ley, se lo he entregado para ser crucificado […]».
Los perversos que lo rodeaban le desataron las manos para poderlo vestir; arrancaron de su cuerpo, cubierto de llagas, la capa roja que le habían puesto por burla y al hacerlo le abrieron muchas de las heridas […] Como la corona de espinas era muy ancha e impedía que le cupiese la túnica oscura sin costura que le había hecho su Madre, se la arrancaron de la cabeza, y todas sus heridas sangraron de nuevo con indecibles dolores.
[…] Los soldados, con gran esfuerzo, colocaron la pesada carga de la cruz sobre el hombro derecho de Jesús. Vi a ángeles invisibles ayudarlo, pues si no, no hubiera podido con ella […] La trompeta de la caballería de Pilatos tocó y uno de los fariseos, a caballo, se acercó a Jesús, arrodillado bajo su carga, y le dijo: «Ahora se han acabado las bellas palabras. ¿Arriba!». Lo levantaron con violencia […] Mediante cuerdas atadas al pie de la cruz, dos soldados la sujetaban en el aire por detrás; otros cuatro sostenían las cuerdas atadas a su cintura […]
Asaetado por dolores infinitos
Finalmente, iba Nuestro Señor, con los pies desnudos y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la cruz, temblando, y lleno de llagas y heridas, sin haber comido, ni bebido, ni dormido desde la cena de la víspera, debilitado por la pérdida de sangre, devorado por la fiebre y la sed, y asaeteado por dolores infinitos; con la mano derecha sostenía la cruz sobre su hombro derecho; con la mano izquierda, exhausta, hacía de cuando en cuando el esfuerzo de levantarse su túnica, con la que tropezaban sus pies heridos […] Sus manos estaban heridas por las cuerdas, su cara estaba ensangrentada e hinchada, su barba y sus cabellos, manchados de sangre, el peso de la cruz y las cadenas apretaban contra su cuerpo el vestido de lana, que se pegaba a sus llagas y las abría. A su alrededor sólo había crueldades, pero su boca rezaba y sus ojos perdonaban.
[…] Cuando Jesús llegó a este sitio ya no podía andar. Pero, como los verdugos tiraban de él y lo empujaban sin misericorida, se cayó a lo largo contra esta piedra, y la cruz cayó a su lado. […] En vano Jesús tendió la mano para que lo ayudasen. «¿Ah! exclamó, pronto se acabará todo», y rogó por sus verdugos. […] A ambos lados del camino había mujeres llorando y niños asustados. Sostenido por un socorro sobrenatural, Jesús levantó la cabeza, y aquellos hombres atroces, en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron entonces la corona de espinas.
[…] La Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de esos hombres preguntó: «¿Quién es esta mujer que se lamenta?», y otro respondió: «Es la Madre del Galileo». Cuando los miserables oyeron tales palabras, llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, y uno de ellos cogió en sus manos los clavos con que debían clavar a Jeús en la cruz, y se los mostró a la Santísima Virgen, burlándose. […] (Jesús) echó una mirada de compasión sobre su Madre, tropezó y cayó por segunda vez sobre sus rodillas y manos.
[…] Tras recorrer un tramo más de calle […] al pasar sobre una piedra gruesa, tropezó y cayó: la cruz se deslizó de su hombro y quedó a su lado, y ya no se pudo levantar. Algunas personas […] exclamaban, compasivas: «¿Mira este pobre hombre, está agonizando!»; pero sus enemigos no tenían piedad de Él.
El trono del Rey de los judíos
[…] Eran las doce menos cuarto cuando Nuestro Señor, llevando su cruz, tuvo la última caída y llegó al preciso lugar donde iba a ser crucificado. Los bárbaros tiraron de Jesús para levantarlo, desataron los diferentes trozos de la cruz y los colocaron en el suelo […] Los esbirros lo tiraron al suelo para medirlo, y se burlaban de Él diciéndole: «Rey de los judíos, deja que construyamos tu trono» […] Después lo condujeron a unos setenta pasos al norte, a una especie de hoyo que parecía un silo. Lo empujaron dentro tan brutalmente que se hubiera roto las piernas contra la piedra si los ángeles no lo hubieran socorrido. Le oí gemir de dolor de un modo que partía el corazón.
[…] Cuatro esbirros fueron a buscar a Jesús al silo donde lo habían encerrado, lo trataron su habitual brutalidad, llenándolo de ultrajes en los últimos pasos que le quedaban por dar; luego lo arrastraron sobre el montículo […] Como no podían sacarle la túnica sin costuras que su Madre le había hecho, a causa de la corona de espinas, le arrancaron sin miramientos esta corona de la cabeza […] El Hijo del Hombre temblaba […] A continuación, tumbaron a Jesús sobre la cruz y extendiendo su brazo derecho sobre el madero derecho de la cruz, lo ataron fuertemente; uno de ellos puso la rodilla sobre el pecho sagrado, otro le abrió la mano, un tercero apoyó sobre la carne un clavo grueso y largo y lo clavó con un martillo de hierro. Un gemido suave y claro salió del pecho de Jesús, su sangre salpicó los brazos de sus verdugos. Los clavos eran muy largos, la cabeza chata y del ancho de una moneda; tenían tres caras, eran del grueso de un dedo pulgar; la punta sobresalía por detrás de la cruz […] los verdugos vieron que la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto. Entonces ataron una cuerda al brazo izquiero de Jesús y tiraron de él con toda la fuerza hasta lograra que la mano coincidiera con el agujero. Esta brutal dislocación de sus brazos lo atormentó horriblemente, su pecho se levantó y sus piernas se contrajeron. Los esbirros se arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo y hundieron otro clavo en la mano izquierda: los gemidos se oían en medio de los martillazos, pero no despertaron en los verdugos ninguna piedad. […] Le extendieron las piernas y se las ataron con cuerdas a la cruz, pero los pies no llegaban al pedazo de madera que habían colocado para sostenerlos. Entonces, llenos de furia, los unos querían hacer nuevos agujeros para los clavos de las manos, y así bajar el cuerpo, pues era difícil mover el pedazo de madera más arriba, mientras otros lanzaban imprecaciones. «No quiere estirarse, pero nosotros vamos a ayudarle». Entonces ataron una cuerda a su pie derecho y tiraron de él tan violentamente que lograron hacerlo llegar hasta el pedazo de madera. La dislocación fue tan espantosa que se oyó crujir el pecho de Jesús, y Él exclamó: «Dios mío, Dios mío». Habían atado su pecho y sus brazos al madero para que el peso del cuerpo no arrancara las manos de los clavos. El padecimiento era insoportable. Ataron después el pie izquierdo sobre el derecho y lo taladraron aparte porque no coincidía con el otro y no podían clavarlos juntos. Cogieron un clavo más largo que los de las manos y lo clavaron atravesando los pies y el pedazo de madera hasta el mástil de la cruz. Esta operación fue más dolorosa que todo lo demás a causa de la dislocación antinatural de todo el cuerpo. Conté hasta 36 martillazos.
Compasión y espanto
[…] En cuanto Nuestro Señor estuvo atado a los maderos, los esbirros ataron cuerdas a la parte superior de la cruz pasándolas por una anilla fijada en la parte posterior de la cruz, y con ellas unos alzaron la cruz, mientras otros la empujaban el pie hasta el hoyo, en donde se hundió con todo su peso y un estremecimiento espantoso. Jesús dio un grito de dolor a causa de la sacudida, sus heridas se abrieron, su sangre corrió abundantemente y sus huesos dislocados chocaban unos con otros.
[…] Yo miraba a Jesús con compasión y espanto […] Su cabeza, con la terrible corona y con la sangre que llenaba sus ojos, su boca entreabierta, y empapaba sus cabellos y su barba, estaba inclinada sobre el pecho; tenía la carne completamente desagrrada, sus hombros, sus codos, su muñecas estirados hasta ser dislocados, la sangre de sus manos corria por sus brazos, su pecho levantado formaba por debajo una cavidad profunda. Sus piernas, como sus brazos, sus miembros, sus músculos, su piel toda, habían sido estirados a tal extremo que se podían contar sus huesos; la sangre goteaba de sus pies sobre la tierra, todo su cuerpo estaba cubierto de heridas y de llagas, de manchas negras, azules y amarillas; sus heridas se habían abierto a causa de la tensión, y el preciado líquido de su sangre se estaba volviendo cada vez más claro de color y de la consistencia del agua; su cuerpo sagrado estaba cada vez más blanco […]
El silencio reinaba. Todo el mundo se había alejado. El Salvador había quedado sumido en un profundo abandono. Volviéndose a su Padre celestial le pedía con amor por sus enemigos. Ofrecía el caliz de su sacrificio por su redención. […]
«Todo se ha cumplido»
[…] La hora había llegado: la agonía había comenzado y un sudor frío curbió sus miembros. Juan estaba al pie de la cruz y limpiaba los pies de Jesús con un paño. Magdalena, rota de dolor, se apoyaba contra la cruz por la parte de atrás. La Virgen Santísima estaba de pie, entre Jesús y el buen ladrón, y, sostenida por Salomé y María de Cleofás, levantaba los ojos hacia su Hijo agonizante. Entonces, Jesús dijo: «Todo se ha cumplido». Después alzó la cabeza y gritó con voz potente: «Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu». […] Cuando la muerte tomó posesión de Él, su cuerpo sagrado se estremeció y se puso de un blanco lívido, y sus innumerables herdias, que habían sangrado profusamente, parecían manchas oscuras; sus mejillas se hundieron, su nariz se afiló, y sus ojos, anegados en sangre, se abrieron a medias. Levantó un instante la pesada cabeza coronada de espinas, por última vez, y la dejó caer de nuevo con dolores de agonía; mientras sus agrietados y lívidos labios entreabiertos mostraban su ensangrentada e hinchada lengua. Sus manos, que hasta el momento de la muerte habían estado contraídas por los clavos, se abrieron y volvieron a su postura natural, al igual que los brazos; todo Él se aflojó y todo el peso de su cuerpo cayó sobre los pies, sus rodillas se doblaron y lo mismo que sus pies, giraron un poco hacia un lado.
[…] Cuando murió, yo vi su alma semejante a una forma luminosa penetrar en la tierra al pie de la cruz […] Pronto llegaron esbirros con escalas, azadas, cuerdas y barras de hierro para romper las piernas a los crucificados. […] Habiendo visto, sin embargo, que el cuerpo estaba frío y tieso, lo dejaron y subieron a las cruces de los ladrones. Les rompieron los brazos por debajo y por encima de los codos con sus martillos; las piernas por encima y por debajo de las rodillas. Gesmas daba gritos tan horribles que le pegaron tres golpes más sobre el pecho para acabarlo de matar. Dimas dio un gemido y expiró. Fue el primero de los mortales que volvió a ver a su Redentor. […]