La peste, Albert Camus

3206

La vinculación metafórica entre una epidemia de peste que sobrecoge a la ciudad argelina de Orán y el exterminio brutal de la II Guerra Mundial es uno de los aspectos que el escritor José Manuel Caballero Bonald analiza en el prólogo que hace a La peste. La obra de Albert Camus, protagonizada por el médico Bernard Rieux, narra una tragedia colectiva, una situación límite en la que los personajes luchan por la supervivencia y se convierten en herederos de los infortunios que la guerra traspasó a la vida cotidiana.

«El desolado porvenir», José Manuel Caballero Bonald

Albert Camus escribió La peste a poco de finalizar la Segunda Guerra Mundial, casi al mismo tiempo que el Tribunal de Nuremberg juzgaba a los criminales de guerra nazis. El novelista tenía entonces 32 o 33 años y dirigía el periódico Combat, que fue también el nombre del grupo de la Resistencia al que perteneció durante la ocupación alemana.

Las heridas de la guerra aún no habían cicatrizado del todo y algunas incluso parecían haber cerrado en falso. Se trata pues de unos años claves en la historia social y cultural de Europa y de un tramo decisivo en la peripecia humana y literaria de Camus. Basta repasar las crónicas que escribió entre 1944 y 1948 –publicadas en 1951 con el título Actuelles– para comprender hasta qué punto afectaba a su autor la abrupta encrucijada histórica de aquellos años medioseculares.

Camus prefirió siempre el denuedo del jugador solitario a la estrategia de los ventajistas. De militante de la resistencia contra toda clase de esclavitudes, pasó a defenderse de los acosos de la irracionalidad en su propio reducto de francotirador. Sobrellevó con probidad impecable el riesgo de ocupar unas tribunas ideológicas de las que iba a ser consecutivamente desalojado. Sus intrépidas denuncias de las sevicias del nazismo o el franquismo pero también de las asechanzas dogmáticas del comunismo eran lo más parecido que había a una impugnación de doble filo.

Pero él no dudó en desenmascarar a quienes se negaban a esgrimir la inteligencia como único punto de partida del decoro de ser libre. Una honradez tan sin fisuras cumplía así en cierto sentido el enojoso papel de acentuar las culpas de los otros. Y eso tampoco se lo iban a perdonar.
La peste (1947) constituye, con El extranjero (1942), El mito de Sísifo (1943) y El hombre rebelde (1951), el corpus fundamental de la obra de Camus. Esas dos primeras novelas establecen una palmaria correlación de fuerzas con sus otros escritos políticos y filosóficos, es decir, con el íntegro programa de témoin de la liberté que movilizó siempre la vida y la literatura de Camus. Sus personajes de ficción vienen a ser como el trasunto de otros tantos seres humanos inmersos en las adversidades de nuestra historia social. Esa galería de héroes –o antihéroes- creados por el autor de La peste determinan efectivamente un inventario de herederos de los infortunios y desajustes morales que traspasó la guerra a la vida cotidiana.

La mayoría de los comentaristas de La peste le ha atribuido una directa intención alegórica. Se trata, sin duda, de una hipótesis que no por verosímil deja de ser contingente. En sentido estricto La peste es la historia minuciosa y terrible de una epidemia que se abate sobre Orán y deja a la ciudad argelinas angustiosamente aislada del mundo.

La vinculación metafórica entre el flagelo atroz de la peste y el exterminio brutal de la guerra parece bastante plausible. El bacilo de la enfermedad puede representar aquí el germen destructivo de una abyecta realidad histórica. Nada se opone a admitir esa parábola sobre una concreta devastación humana. La memoria se convierte así en una especie de antídoto para atajar el avance de un porvenir desolado. Pero lo que más netamente remite a un presunto alcance simbólico de La peste es la conducta de los personajes que comparecen en sus páginas y se enfrentan a una tragedia colectiva.

Camus describe la propaganda terrorífica de la epidemia valiéndose de un realismo implacable, situando a los habitantes de Orán frente a la crueldad de un destino que afecta sin distinción a culpables e inocentes.

Todos son prisioneros en una misma espantosa cárcel, todos cumplen una idéntica condena. La única solución es la lucha solidaria: combatir el mal supone toda una apelación a la solidaridad. La voluntad de seguir viviendo es ya como una dignificación humana frente al absurdo, un acto de rebeldía contra la injusticia de la muerte.

El censo de personajes de la novela responde a una muy profusa diversidad de caracteres. La población musulmana queda llamativamente al margen, o apenas destaca por omisión. En términos precisos, sólo un grupo de franceses protagoniza la historia infernal de la ciudad argelina asolada por la epidemia. Y entre ellos, constituyendo el eje de ese sector social oranés, Bernard Rieux, el médico que se dedica con abnegación modélica a luchar contra la peste y conduce ese monólogo dramático que vertebra toda la novela. Al final, Camus opta por confesar que Rieux es el verdadero autor de la crónica, un artificio algo enfático y no del todo imprescindible.

Aunque La peste sea, en efecto, una crónica, el texto va más allá de sus simples fronteras genéricas y ocupa otros espacios articulados a lo que podría ser la investigación moral de los distintos acontecimientos. Ese presunto sustrato alegórico de la trama argumental se enriquece así con otros muchos aportes filosóficos y sociológicos. El novelista cronista ha procurado en todo momento contrastar testimonios ajenos y dar sus propias respuestas a los comportamientos de unos personajes implicados de uno u otro modo en la tragedia.

A veces se tiene la impresión de que todos esos personajes son el propio Camus repartido en otros tantos intérpretes de los hechos. Es entonces cuando se hace más ostensible la idea de que Orán bajo la peste muy bien puede simbolizar a París durante la ocupación alemana. Enfrentarse a la epidemia equivale, por tanto, a luchar contra la iniquidad. Podría decirse que la elección básica de la novela consiste en un severo recordatorio de esa iniquidad. Tal vez por eso, finalice Camus su crónica –cuando ya ha sido erradicado el mal- alertando del carácter inextinguible de la peste y de la posibilidad de que un día «despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa».




«La ternura humana», Ramón Buenaventura

Repasando el Albert Camus de mi cabeza, para este artículo, descubro una verdad que me horroriza: un hombre nacido en 1913 y muerto en 1960 no es contemporáneo nuestro (quiero decir: de los vivos ahora, tengamos la edad que tengamos). La obra de Camus está escrita sin posible conocimiento, ni experiencia, de la parte del siglo XX que más sañudamente marca nuestra condición actual. Él conoció las dos guerras mundiales, el fascismo y el nazismo, el estalinismo, el holocausto, la bomba atómica, la Guerra de Corea, Indochina, los inicios del conflicto argelino y de la Revolución cubana, las crudelísimas crisis teóricas de la izquierda…

En general, él vivió una época en que todo el mundo que pintaba algo en el desarrollo de la Historia luchaba por el triunfo de alguna verdad, matando las ideas o personas que fuera necesario eliminar a tal propósito. Los años posteriores a la muerte de Albert Camus trajeron el último chaparrón de revoluciones e ideales –el sesentayochismo-, pero también, y sobre todo, la trituración de los dogmas, de las ilusiones, de las esperanzas, de la fe en el hombre y en su posibilidad de mejora.

Ahora mismo, los occidentales sabemos que todo es falso, que sólo cuentan el éxito, la fama, el dinero y su compadre el poder. Qué antiexitoso, infame, empobrecedor y débil ridículo haríamos hoy si, tras haber descubierto que «los hombres mueren y no son felices», nos entrara de sopetón la urgente necesidad de poseer la Luna, y así lo proclamáramos. Estoy citando, casi literalmente, una escena de Calígula, la obra teatral más famosa y más representada de Albert Camus: «CALÍGULA.- Sólo es la señal de una verdad que me hace necesaria la Luna. es una verdad muy simple y muy clara, un poco tonta, pero difícil de descubrir y pesada de llevar. HELICÓN.- Y ¿cuál es la verdad? CALÍGULA.- Los hombres mueren y no son felices».

Señoras y señores, con la mano en el resumido corazón: ¿a quién de nosotros le importa, a estas alturas, que los hombres mueran y no sean felices? Camus fue un hombre profundamente de izquierdas, de estos que no pueden encajar en ningún partido ni dogma, porque todos esquematizan y limitan. Ser de izquierdas es creer en el hombre, en su dignidad, en su nobleza, en sus méritos, en sus posibilidades de cambio para mejor, sin necesidad de ninguna otra referencia metafísica o religiosa, sin necesidad de ningún código de normas que demuestre nada. Ser de izquierdas es escribir El mito de Sísifo, ir trenzando impecablemente sus razonamientos («no hay castigo más terrible que el mundo inútil y sin esperanza») y terminar con una arrancada romántica que contradice toda la tragedia planteada: «Hay que imaginarse a Sísifo dichoso». En efecto, sí; ser de izquierdas es reconocer el derecho a la felicidad improbable e ilógica de los pobres, los feos, los bastos, los desprovistos de talento, los faltos de ambición, los empleaduchos, los que nunca gozarán de esos diez minutos de celebridad que un listísimo propagandista yanqui profetizó para todos los habitantes de nuestra cultura.

Ser de izquierdas es haber escrito el libro más noble jamás escrito, el único texto del siglo XX en que la ternura humana prevalece sobre cualquier otro sentimiento. No el ternurismo barato. La ternura. Hablo de La peste. Es un dramático descubrimiento éste, para mí: uno de mis padres electivos ha dejado de ser contemporáneo mío. Si, al menos, siguiéramos leyéndolo, hasta recibirlo otra vez.