La prisa de la vida, por Enrique Rojas

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Vivimos en la era de la inmediatez. La prisa es unos de los signos de nuestra época. El hombre moderno vive apresuradamente, corriendo de acá para allá, devorando el tiempo…

Enrique Rojas
ABC, 7-12-1994

Vivimos en la era de la inmediatez. La prisa es unos de los signos de nuestra época. El hombre moderno vive apresuradamente, corriendo de acá para allá, devorando el tiempo. Los que vivimos en una ciudad como Madrid sabemos lo que son las dificultades para movernos dentro de ellas. En las ciudades pequeñas el tiempo cunde más porque la vida humana adopta un ritmo menos trepidante.

Estamos en la sociedad del vértigo, del mando a distancia, de la velocidad institucionalizada, de la comida rápida. Todo se ve envuelto por una atmósfera urgente, apresurada, veloz. Hablar de la prisa de la vida es hablar del tiempo. Pero mientras hay personas que necesitan matar el tiempo, hay gente que no tiene tiempo para nada. Lo que es evidente es que todos contamos con 24 horas al día, pero el rendimiento que se da de ellas es muy distinto según el estilo personal de cada uno.

La psicología de la prisa descansa sobre el quehacer de cada día y sobre el punto de referencia. Se cuela por debajo de nosotros un cierto estar fascinado por la dispersión, como anuncia el mando a distancia.

El primer gran tema es el organizar nuestro día. La distribución del tiempo nos retrata. Una persona ordenada que sabe organizarse, tiene disciplina y consigue que el tiempo dé mucho más de sí. La que improvisa por falta de planificación llega a las metas porque se engancha en cualquier sugerencia nueva que aparece de pronto. Ese organigrama debe dejar algunos márgenes libres, para evitar la sensación de verse uno encorsetado en exceso. Esto conduce a un cierto desahogo, que es primordial. El que hombre que se levanta pronto y empieza a funcionar sabiendo lo que tiene que hacer tiene mucho terreno andado. Llegará a casi todo, al no querer abarcar demasiado, que es la causa de muchos estrés de nuestros días.

En mi libro «la ansiedad» subrayo que la persona estresada vive en un sobre-esfuerzo continuo, permanentemente desbordado, con un ritmo inminente y presuroso, que le sobrepasa. Se trata de un tipo de vida agobiante . En él no hay tiempo libre, no hay un minuto para la reflexión, el descanso o el relax. Se intenta atender simultáneamente a demasiadas exigencias inaplazables. La consecuencia, una hiperactividad incontenible, imparable que se desliza hacia el sentirse uno inundado de cosas por hacer, Esto desemboca en la siguiente experiencia psicológica, no se disfruta con lo que se está haciendo sino que se está pensando en lo siguiente sin saborear la tarea que se ti ene entre manos.

Cuando se está agobiado por mil cosas, se está desparramado. Desde aquí empieza a alimentarse la ansiedad. En muchos de estos casos, lo que se observa detrás de ese río de actividad es un amor desordenado a uno mismo. También el amor necesita medida. Es una pasión desmedida a lo que uno hace. Una forma especial de idolatría: al trabajo y a la propia estimación.

Una forma particular de la prisa es la velocidad. Se va corriendo a toda marcha, pero no se sabe ni adónde ni para qué. Lo importante es la aceleración. En el fenómeno de la velocidad hay mucha psicología. Llega a constituir una actitud, una forma de estar, un modo de conducta. Está vertebrada sobre un eje: una especie de ir quemando etapas, en donde todos es meteórico. En esas brumas se desorientan muchas vidas, al no saber distinguir lo accesorio de lo fundamental.

Es interesante distinguir varios tipos de tiempo. Podemos espigar cinco estirpes concretas:

1) Tiempo de trabajo: Es el núcleo básico de cualquier persona normal. Nos pasamos la vida trabajando. Lo importante no es trabajar mucho, ni de forma rápida, sino trabajar bien. El amor por el trabajo bien hecho es uno de los mejores indicadores de madurez personal. Y disfrutar con lo que se está haciendo, así se combate ese torbellino presuroso de la vida. Escalonar los quehaceres.

2) Tiempo de descanso: es el tiempo libre, tan importante para mantener un buen equilibrio psicológico. La vida es un arte entre trabajo y descanso. Son esos momentos suaves en los que uno se zambulle en el ocio, dando paso a las preferencias personales. Hay ocios pobres, vulgares, toscos, ramplones, que no ayudan a elevar el propio nivel. Pensemos en la adicción a la televisión. En el descanso hay que saber desconectar de los demás temas profesionales, mediante un aprendizaje esforzado de ponerlos entre paréntesis. Sumergirse en las aficiones. Reposo, distensión, tranquilidad que se remansa suavemente y nos invita a una paz esencial, para volver en su momento, de nuevo al trabajo, con bríos renovados, El que no sabe descansar está siempre en tensión.

3) Tiempos muertos: son aquella tierra de nadie, que transita de unos ratos a otros y que sólo algunas personas saben llenar, sin agobiarse. El que está acostumbrado a perder el tiempo no repara en ellos. Marañón se definía así mismo como trapero del tiempo. De retales de tiempos muertos puede uno hacer más de un traje.

4) Tiempo objetivo: es el que nos marca el reloj. Es fáctico, notarial. Su ritmo establece una pauta de actividad. Hay una hora para cada cosa. Es clave saber distribuirlo. Por eso, cuando hay orden, el tiempo se multiplica y se tiene la impresión de que las horas se dilatan. Saber organizarse es una técnica que se adquiere con oficio.

5) Tiempo histórico. Aquí se congregan los tres segmentos de la vida: pasado, presente y futuro. La vida es siempre una operación hacia delante, pero echando mano de todos los conocimientos y experiencias del pasado. Aprender esas lecciones proporciona un bagaje decisivo. Una persona madura es , en este terreno histórico, aquella que ha asumido el paso, está instalada en el presente y vive empapada de porvenir. La dimensión esencial de la vida es la del futuro. Es la más prometedora. Es la verdadera tierra prometida de cada uno.

Hoy vivimos en una especie de apoteosis de lo fugaza. Se une a una especie de fascinación por lo superficial que lleva a un vacío brillante, que deslumbra sin iluminar. Los medios de comunicación nos ponen delante, una y otra vez, noticia deshilvanada, sin continuidad, lo que a la larga nos va dejando fríos, casi indiferentes, ante la transmisión de tanto dato negativo.

De la misma manera, la vida acelerada anuncia que son las circunstancias las que mandan, no uno mismo. Esa es la alteración. Ver uno traído y llevado y tiranizado por lo otro, por de fuera, sin ser capaz de pilotar el propio rumbo. Por eso es menester saber renunciar ante todo lo que pide paso, para incorporarse al torrente de actividad que estamos llevando entre las manos.

Ahí entra la labor del psiquiatra. Palabra compuesta de psique, mente, y tría, orden. Nuestra labor consiste en poner orden en las personas que tratamos. Los mejores antídotos para no verse uno arrollado por esta prisa de la vida son:

1) No querer abarcar demasiado. Aprender a decir que no. Renunciar es elegir, adelantar, posponer.

2) Estar en lo que se está haciendo. No pensar en lo que se acaba de hacer ni en lo que está esperando a renglón seguido. Con orden y constancia, se recorre el camino personal con buen temple.

3) Planificar los objetivos. Saber escalonarlos. Esto produce, de entrada, mucha paz. Tener una jerarquía clara. Ser práctico.

4) Relativizar la importancia de las cosas que nos agobian. Cuando pasa el tiempo y las vemos en la lejanía, nos damos cuenta de su verdadero valor. Hay que aprender a mirar por sobreelevación.

5) No perder de vista el proyecto personal. En medio de todo, tener este punto de referencia. La felicidad como proyecto de vida, con objetivos atractivos e incitantes. Frenando al amor propio, que quiere más y más, como un eterno insaciable. Aquí sobra avaricia y falta ambición.