LA REVOLUCIÓN DE CRISTO

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¿Cómo era posible que la Religión, elemento primario de la sociedad humana, no fuese invocada en estos tiempos con invocación revolucionaria?

Antes, en las mentes timoratas, la palabra «revolución» equivalía a desorden. Era como un salto hacia adelante en un terreno desconocido: lo que llamamos «un salto en las tinieblas». Ahora, la palabra «revolución» está emplea­da en todos los sentidos y direcciones. Las teorías más viejas se presentan remozadas con pintarrajos de comadre vetusta, que quisiera pasar por jovenzuela revolucionaria, aunque para ello tenga que andar a codazos insolentes con la verdadera juventud y la verdadera revolución. (…)


Pero, en fin de cuentas, el uso y abuso de la palabra «revolución» implica su crédito bien ganado, como medio de acción de saneamiento político. Los grandes mixtifi­cadores españoles no podían dejar sin hollar el vocablo que amparó en la Historia todos los movimientos liberta­dores de la sociedad. Y así como escarnecen el «nacio­nalismo» hispano, poniéndole de alfombra de las naciones más extrañas a su ser nacional, del mismo modo escar­necen la palabra «revolución» escribiéndola al frente de la Tiranía.


Sin duda, por ello, la verdadera Iglesia de Cristo ha tenido que dejar oír su voz, a su vez verdaderamente re­volucionaria, como lo fue siempre su doctrina, amparadora de los humildes.


Ha sido monseñor Verdier[1], Arzobispo de París, quien ha intentado echar las bases de una revolución evangé­lica, que salga al paso de las falsas revoluciones, y que tenga el estilo de Aquel que dejó al mundo esta sentencia como supremo testamento: «Mi paz os dejo. Amaos los unos a los otros, como yo os he amado». Bien es verdad que, para tal empresa, monseñor Verdier hubo de trasla­darse nada menos que al África, Ello sucedió en la ciu­dad de Argel, y hace pocas semanas…


Allí se ha celebrado una especie de Concilio, en el que se definieron verdades religiosas, de tal envergadura, que son de derecho la base sobre la que bien pudiera descan­sar una civilización futura, si llegásemos a alcanzarla. Fue una especie de «Declaración de Principios Divinos», más interesante aún que la propia «Declaración de los Derechos del Hombre». Porque esta Declaración, base de la Demo­cracia, se refería a los derechos del hombre en este bajo mundo solamente, mientras que la «Declaración de Argel» se refiere, no sólo a esos derechos en la tierra, sino a la razón de ellos, que es la igualdad de los hombres dentro de las varias religiones y a su filiación única como «hijos de un mismo Dios».


Verdier, Arzobispo de París, se juntó en Argel nada menos que con el Gran Muphti Hamoud; con el Imán de la Gran Mezquita, Hadj Moussa; con el Imán de la Mez­quita de Pecherie, Baba Amar, y con el Imán de la Mezqui­ta de Saphir, Messedjkji.


Y juntos todos estos Imanes, Rabinos y Arzobispos, con­vinieron en que, tanto ellos como los pastores protestantes, no tenían más que una misión que cumplir sobre la tierra: Predicar incansablemente el amor fraternal, el respeto a la libertad de individuos y na­ciones, el odio a la tiranía y la igualdad ante la justicia.


Esta Declaración solemne y documental, signada por Imanes, Rabinos y Arzobispos, no es más que el triunfo de los principios democráticos, que al rodar del tiempo han venido a ser como un evangelio ciudadano, al que se acogen las religiones mismas, perseguidas hoy día por un oscuro poder. Y cuando en ese documento firmado en Argel se leen las frases de los primados de las diversas Iglesias que invocan «el espíritu de la libertad ciudadana como base de los Estados», se percibe toda la tenebrosa fuerza de la Nueva Tiranía fascista, que amenaza anegar al mundo, arrasando civilizaciones y religiones de valor histórico.


El documento de Argel termina con este párrafo: «… y todos nosotros católicos, judíos y musulmanes, proclamamos nuestra fe política en un futuro de paz y honor en el género humano, basado en el respeto mutuo y en el re­conocimiento de un solo Dios Universal, padre de todos los hombres». Después de esto, ¿quién osará «profanar el Santo Nom­bre de Dios» con juramentos de necio exclusivismo parti­dista? ¿Quién jurará su santo nombre en vano, sobre textos de odio, de racismo, de opresión ciega y fanática? (…).


 


* Diputada socialista. Articulo aparecido en la revista Norte, número 1, París, julio de 1939.



[1] Arzobispo de Paris, mediante el cual comenzó la conversión de Guillermo Rovirosa, militante obrero y primer promotor de la HOAC.