Las rebeliones en Túnez y Egipto, así como las que despuntan en otros países de la región, perfilan un cambio sistémico en la relaciones internacionales que se puede resumir en la desarticulación del papel de los Estados Unidos, y sus aliados, en Medio Oriente.
En junio de 2008
el boletín mensual del Laboratorio Europeo de Anticipación Política (LEAP),
advirtió que los regímenes árabes pro-occidentales se encontraban a la deriva y
que había «60% de riesgos de explosión político-social en el eje
Egipto-Marruecos». El análisis hacía hincapié en las consecuencias de la «crisis
sistémica global» por la cual regímenes afrontarían serias dificultades ante
inminentes motines de hambre y verificaba la «incapacidad de Washington y sus
aliados europeos para tener un discurso que no sea el de la seguridad».
Cuando se enfoca
en Egipto, el Laboratorio registra un crecimiento de la inestabilidad «a causa
del estancamiento político en que lo coloca el final del reinado de Mubarak,
mientras que el régimen es incapaz de satisfacer las esperanzas económicas y
sociales radicalizadas de una proporción creciente de la población». La
conclusión del Centro Europeo de Análisis Estratégicos es llamativa a la luz de
los hechos actuales: «Para nuestros investigadores, Egipto será políticamente
arrastrado por las consecuencias de la entrada en el núcleo de la crisis
sistémica global. La inestabilidad
social prevalecerá sobre la naturaleza de seguridad pública del régimen».
Estrategia vs.
adivinanza.
La forma como se
llega a este tipo de conclusiones anticipatorias no tiene nada de azaroso. En
rigor, no se trata ni de adivinanzas ni de pronósticos, porque el futuro no es
previsible. La cuestión es más compleja. Se trata de comprender las líneas de
fuerza, las relaciones de poder, los puntos fuertes y débiles de las relaciones
internacionales entendidas como un sistema. Algo así como detectar qué ladrillos
del muro son los que sostienen la estructura, de modo que si son retirados o se
ven afectados puede venirse abajo toda la construcción, por más sólida que sea
en apariencia.
Para eso
se requieren análisis de largo y de
corto plazo, múltiples enfoques (políticos, económicos, sociales y culturales) o
sea un conjunto completo y complejo de lecturas que permitan una compresión de
conjunto, tanto cuantitativa como cualitativa. Un análisis sistémico que
suele ser realizado en equipo con vocación de comprender la totalidad. Los
conceptos de «crisis sistémica» y de «desarticulación geopolítica», que utiliza
habitualmente el LEAP, pertenecen a este tipo de análisis.
Sin embargo,
cuando se insiste en que estamos atravesando una crisis sistémica no debe
entenderse, como suele suceder muchas veces, de que es el sistema capitalista el
que está en crisis terminal. Lo que se pretende enfatizar es que el sistema
internacional tal y como venía funcionando desde su última gran
reestructuración, punto que podemos fijar en 1945 al finalizar la Segunda Guerra
Mundial, no seguirá existiendo durante mucho tiempo. Los análisis sistémicos no
suelen precisar fechas exactas para que los cambios sucedan, sino apenas indicar
que se ha ingresado en una etapa signada por algunas tendencias de fondo. Por
ejemplo: la crisis de la hegemonía estadounidense. Eso quiere decir que Estados
Unidos por sí solo ya no puede delinear el mapa del mundo a su antojo como lo
hizo durante cinco o seis décadas. Pero no quiere decir que vaya a desaparecer
sino que seguirá siendo una potencia, seguramente la más importante, pero sin el
poder de antaño en un mundo multipolar.
Del mismo modo,
cuando se asegura que fue el año 2008 cuando se produjo ese viraje, que en
realidad sucedió bajo el mandato de George W. Bush, se trata de fechas
aproximadas, simbólicas, que indican sólo puntos de inflexión.
Egipto como punto
de inflexión.
Durante los dos
últimos años BRECHA ha venido registrado algunos de estos cambios sistémicos.
Además del declive del poder de los Estados Unidos, se ha enfatizado el
crecimiento del BRIC (Brasil, Rusia, India y China, a la que ahora se suma
Sudáfrica). También se ha detectado el viraje de Turquía, país que viene
abandonando la esfera de influencia de Washington. Sin embargo, la revuelta
árabe es un giro de tuerca pronunciado.
En el caso de
Egipto, como apunta el periodista Hossam el-Hamalawy, lo extraño es que la
explosión no haya sucedido antes. «Durante los últimos años la revuelta estaba
en el aire», señala en una entrevista difundida por Al Jazeera el 27 de enero.
Como ninguna rebelión cae del cielo, explica que en 2008 hubo dos «mini
intifadas» en Túnez y que en Egipto se registran fuertes movimientos
huelguísticos desde diciembre de 2006, con epicentro en la industria textil de
la ciudad de Mahalla en el Delta del Nilo. Como consecuencia de esta oleada de
huelgas se han formado dos sindicatos independientes del régimen, los cobradores
de impuestos con 40.000 afiliados y el de técnicos de salud con 30.000.
El primer cambio de larga duración a
tener en cuenta es «el grado de valentía de la gente», que ha perdido el miedo,
se ha convertido en protagonista y no será sencillo volver a encerrarla en sus
casas. Si no hubo levantamientos antes fue porque el régimen acertó en
colocar en el centro el combate al terrorismo para inhibir cualquier disenso.
El segundo cambio
es que Estados Unidos está perdiendo de forma acelerada a sus más importantes
aliados en la región. Ya perdió a Turquía, luego a Túnez y ahora a Egipto, el
país que más ayuda recibe luego de Israel. Si coincidimos con Immanuel
Wallerstein en que vivimos la segunda rebelión árabe (la primera fue en 1916
para independizarse del Imperio Otomano), Washington es el gran perdedor. Por el
contrario, el gran ganador es Irán. Por curioso que parezca, al derribar a
Saddam Hussein los Estados Unidos le sirvieron en bandeja de plata un papel
destacado a Teherán en Medio Oriente, porque el líder iraquí había sido «el
enemigo más feroz y más eficaz de Irán».
La Casa Blanca no
ha podido ocultar su falta de política alternativa a los regímenes
dictatoriales, más allá del célebre discurso de Barack Obama en El Cairo el 4 de
junio de 2009 que, ironías de la historia, se tituló «Un nuevo comienzo».
Hillary Clinton se limitó a hacer llamados genéricos a la democracia y la paz, a
pedir una transición ordenada sin vacío de poder, y poco más. Sin apoyarse en
Egipto, un verdadero régimen cliente, creado y sostenido por la ayuda militar y
política, el peso de Estados Unidos en Oriente Medio retrocederá varios
escalones.
Pero no
sólo Washington pierde en esta región. Todo Occidente, y muy en particular la
Unión Europea, que recibe el petróleo a través del Canal de Suez, verá cómo su
influencia se desvanece en las calles y las plazas árabes.
Finalmente, todas
las miradas apuntan a Turquía. Alejada de Washington y de Tel Aviv, sin llegar a
alinearse con Irán, se va erigiendo tanto en bisagra como en ejemplo a seguir.
Los futuros gobernantes de El Cairo tendrán en Ankara una fuente de inspiración
casi ineludible, toda vez que los ejes del nuevo, y precario, equilibro en la
región se encuentran cada vez más alejados de aquellos países que fueron hasta
ahora fieles aliados de la ex superpotencia.
* Raúl Zibechi,
periodista uruguayo, es docente e investigador en la Multiversidad Franciscana
de América Latina, y asesor de varios colectivos sociales.