Desde que llegaron los socialistas al Gobierno han empezado a soplar los vientos del laicismo. Ya durante la campaña electoral, Rodríguez Zapatero expresó su deseo de formar un gobierno laico para una sociedad laica. Y concretó este proyecto en tres puntos: aborto libre y gratuito durante las 12 primeras semanas de embarazo; equiparación entre el matrimonio heterosexual y el homosexual, y más gimnasia y menos religión…
Rafael Sanus Abad
Obispo auxiliar emérito de Valencia.
Revista Id Y Evangelizad nº 43
Desde que llegaron los socialistas al Gobierno han empezado a soplar los vientos del laicismo. Ya durante la campaña electoral, Rodríguez Zapatero expresó su deseo de formar un gobierno laico para una sociedad laica. Y concretó este proyecto en tres puntos: aborto libre y gratuito durante las 12 primeras semanas de embarazo; equiparación entre el matrimonio heterosexual y el homosexual, y más gimnasia y menos religión. He de confesar que me dolió escuchar este demagógico y desafortunado eslogan. Pero ¿es la sociedad española tan laica como parecen pensar Rodríguez Zapatero y otros dirigentes de grupos de izquierdas?
Para contestar esta pregunta tenemos que contar con la católica terquedad de las encuestas. Me impresiona el que, desde hace más de veinte años, todas las encuestas que se han hecho sobre la religiosidad de los españoles, arrojen el mismo resultado: el 90% se confiesan católicos. Es verdad que contrasta esta cantidad con el escaso 30% de católicos practicantes. Pero el dato está ahí. Ni la secularización, ni la indiferencia religiosa, ni la programática sociedad del consumo y del bienestar han podido borrar este sentimiento fundamental. Nietzsche proclamó hace más de un siglo la muerte de Dios, pero Dios sigue presente en el corazón de los españoles.
¿A qué se debe la permanencia de esta fe elemental en la cosmovisión de los españoles? Sin duda, y en primer lugar, a la multisecular tradición católica de España, que ha dejado un poso en el alma de los españoles, hasta ahora permanente e inalterable. Pero también a que la Iglesia, a pesar de haber vivido de espaldas a la modernidad, siempre ha ofrecido, y sigue ofreciendo, un sentido pleno a la vida y una esperanza que rebasa los límites de la muerte. Y eso no ha sido sustituido por nada, ni por nadie. Al contrario, un hilo delgado y débil, pero muy resistente, mantiene religados a los españoles a Dios, como diría Zubiri.
Con motivo del último viaje del Papa a Madrid, el periódico católico italiano L’Avvenire titulaba así su crónica sobre este viaje: Se ha manifestado la memoria católica de España. Y creo que tiene razón. La memoria, es decir, el sustrato que une pasado, presente y futuro es, entre nosotros, cristiano.
Cuando Azaña, en 1932, en un discurso ante el Congreso de la República, afirmó que España había dejado de ser católica, se organizó un gran escándalo entre los católicos. Y, sin embargo, tenía razón en un sentido muy importante, en el sentido de que la religión ya no inspiraba ni la cultura, ni el arte, ni la política. En otras palabras: Azaña se limitó a señalar lo que ahora llamamos secularización. Pero se equivocó en el fondo. No tuvo en cuenta que la religión no pertenece al orden de las ideas sino al de las creencias, recurriendo a la terminología de Ortega. Y mil ideas no acaban con una creencia, como tampoco, dice Newman, mil dificultades no engendran una duda.
El Estado español es, gracias a Dios, aconfesional. Nada mejor podría ocurrirle tanto a la Iglesia como a los que se sienten miembros de ella. La aconfesionalidad del Estado es pura higiene social y religiosa. Pero el laicismo es otra cosa, es ideología y ya no pertenece al Estado sino a la sociedad, que es una realidad mucho más compleja y que se guía más por las creencias que por las ideas. A la vista de todos estos datos y consideraciones, creo que podemos concluir que la inmensa mayoría de los españoles profesa un catolicismo laico o un laicismo católico. Para comprobarlo basta observar la cantidad de bautizos, primeras comuniones, confirmaciones, bodas y funerales que se celebran constantemente.
Y ahora podemos preguntarnos: ¿Existe, en realidad, suficiente demanda social para ampliar la ley de despenalización del aborto? Todos sabemos que el aborto, por sus gravísimas implicaciones éticas, divide irremediablemente a los españoles. A muchísimos, entre ellos a mí, nos repugna, y a otros, cualquier limitación al aborto les parece un atentado contra su libertad. El grito de las abortistas el útero es mío y me lo administro yo ha resonado en todos los países de Europa durante las campañas a favor del aborto. Yo, antes que en España, lo he oído hasta la saciedad en Italia. Tanto, que le escribía a un amigo: Aquí en Roma, los hombres empezamos a sentir complejo de inferioridad porque no podemos abortar.
Además, las estadísticas señalan que la mayor parte de abortos se produce entre las adolescentes de 16 a 20 años. Son, desgraciadamente, miles de abortos cada año. Pero, a esa edad, el embarazo no deseado se convierte en verdadero drama: por la familia, por el entorno social y, sobre todo, porque el embarazo aparece como un obstáculo, a primera vista insalvable, para el proyecto de futuro que están elaborando y construyendo. Todo lo que se haga para prevenir estas dramáticas situaciones será bueno. Si se prescinde del número de abortos en las adolescentes, que a mí me parece aterrador, el número desciende considerablemente, entre otras razones porque, en una mujer adulta, el aborto suele producir un desasosiego interior que puede durar toda la vida. Es muy difícil que una mujer no tenga sentimientos de culpabilidad después de haber matado a su propio hijo antes de nacer.
En cuanto a equiparar el matrimonio homosexual con el heterosexual me parece un despropósito. Los obispos han dicho que les parece razonable que se les otorgue a las uniones entre homosexuales y lesbianas un reconocimiento civil, pero que no se les llame matrimonio. Y tienen toda la razón. Las palabras son muy importantes porque designan la realidad y si se hace mal uso de ellas pueden producir error, confusión, desconcierto y hasta resentimiento. El significado milenario de la palabra matrimonio es el de la unión del hombre y la mujer para amarse y tener hijos. Aplicar la misma palabra a la unión entre homosexuales iría contra una tendencia fundamental de la sociedad que tiene el derecho y el deber de propagarse y perpetuarse. ¿No serán capaces los políticos, con su proverbial habilidad, de encontrar una expresión que aclare y no confunda, por ejemplo unión homosexual estable?
Y ¿qué decir del más gimnasia y menos religión que, afortunadamente para el mismo Zapatero constituye un exceso de retórica electoral? Hace unos meses, en una larga entrevista que concedió a la COPE, y en la que estuvo magnífico, dijo que él llevaba a sus hijas a la clase de religión católica, en un colegio público. He aquí un ilustre ejemplo de lo que yo he llamado antes laicismo católico. Lo que ocurre es que el tema de la enseñanza de la religión en la escuela pública se ha embrollado mucho últimamente. La Iglesia siempre ha dicho que esta enseñanza se fundamenta en el derecho de los padres a que sus hijos reciban una formación religiosa y moral católica. No creo que ningún laicista, por empedernido que sea, torpedee este argumento. No vale objetar que la clase de religión la pagamos todos los españoles y no sólo los católicos, porque en esa situación se encuentran todas las asignaturas optativas y nadie negará que cuantas más optativas existan mejor se atenderá la formación personal y libre de los alumnos.
Por supuesto que la enseñanza de la religión en la escuela no debe ser ni catequesis ni adoctrinamiento, sino cultura. La otra función corresponde a la familia y a la parroquia. En la escuela, se trata de una exposición objetiva y razonada de la fe. Por eso los obispos deben procurar, con todas sus fuerzas, la calidad de la enseñanza, tanto en su contenido como en quienes la imparten. Y para lo primero -el contenido- hay que atenerse rigurosamente al principio de la jerarquía de las verdades reveladas, que señala el Concilio Vaticano II. El hecho fundante y fundamental de la fe cristiana es el misterio de Cristo con su poderosa fuerza de atracción. Hay otras verdades reveladas que son importantes, pero todas, excepto el entrañable dogma de la Trinidad, que es el fundamento de todo, son secundarias con relación a la magnitud y fuerza del hecho de Cristo, que es fuente de todas ellas.
En cuanto al problema que los sindicatos han planteado respecto al estatuto de los profesores de religión, hay que tener en cuenta que, hasta hace unos años, la enseñanza de la religión, especialmente en primaria, era un servicio pastoral que prestaban sacerdotes y seglares de forma casi gratuita. Pero ahora aquel servicio se ha convertido en un puesto de trabajo, dignamente remunerado por el Estado, y del que depende el sustento de una persona o de una familia. Y si esto es así, la Iglesia debe someterse a las leyes laborales de nuestro país, que nos obligan a todos. Creo sinceramente que el estatuto de los profesores no puede continuar sometido a la precariedad actual, pendiente cada año de la voluntad del obispo. Diría que se trata de un abuso de poder. Sin renunciar los obispos a su deber de vigilar la enseñanza de la fe católica que, creo puede cumplirse de otra manera y, contando con la buena voluntad de las dos partes, no será difícil llegar a una solución razonable.
La rosa y la cruz, el título de este artículo, es también el título de un libro que publicó Abel Hernández en la década de los ochenta, poco después de la aplastante victoria electoral de los socialistas en el año 1982. Allí decía que la cúpula del Partido Socialista era agnóstica o atea, pero que, en la base, más del 60% de los militantes se confesaban católicos. Y afirmaban también que habían votado al PSOE muchísimos católicos: seglares, curas, frailes, monjas, e incluso cuatro obispos. Me da la impresión de que en las últimas elecciones ha ocurrido tres cuartos de lo mismo. Esta continuada experiencia ¿nos hará asumir, por fin, el complejo tejido religioso de nuestra sociedad? La respuesta no se hará esperar mucho.