El ´hombre de Encuesta´ no acepta nunca como válida una solución de rutina, y no tiene más remedio que replantear el problema para estar seguro de una solución racional. La verdadera personalidad del hombre se forja a medida que se va resolviendo (bien resueltos) sus propios problemas y los problemas de la sociedad de que forma parte. El ´Método de Encuesta´ arma al hombre para incrementar su personalidad humana.La rutina es el gran enemigo, que si el hombre se abandona a ella, se envilece a un nivel inferior al de las bestiasRUTINA.
(Boletín de la HOAC, 21 Febrero de 1953)
Guillermo Rovirosa
Si nos pidieran una definición de «rutina» diríamos que es el arte de resolver problemas sin plantearlos.
La rutina de los hombres es una degradación del instinto de los animales. Estos no dudan nunca ni se plantean problemas, pues el Creador se los dejó todos resueltos de una vez para siempre.
La grandeza del hombre estriba precisamente en la facultad (y en la necesidad) de plantear y resolver sus propios problemas.
Claro está que el problema fundamental de «conocer a Dios» el hombre está incapacitado para resolverlo con sus propios medios, y por eso todas las tentativas han terminado en idolatrías, paganismos y falsas religiones. Unicamente Dios podía informarnos de «cómo es Dios»; y esto no por medio de profetas ni de mensajeros, sino que quiso ser Dios quien de manera indudable diera testimonio de Sí Mismo.
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Se habla muy a menudo de resolver problemas de todo orden: económico, social, político, filosófico y religioso, pero antes de intentar resolver ningún problema interesa plantearlo bien. Los matemáticos repiten un aforismo que dice que: «problema bien planteado ya está medio resuelto».
Tanto los problemas matemáticos como los técnicos y todos los que se refieren a la vida, nunca se presentan aislados, sino que son como el eslabón de una cadena continua, que se apoya en numerosos problemas anteriormente resueltos.
Y aquí está el peligro. Ordinariamente la rutina interviene como elemento componente e integrante de las premisas que manejamos en el planteamiento de los problemas que intentamos resolver.
Repetidamente el Papa nos exhorta (con la palabra y el ejemplo) a replantear problemas que la rutina daba como resueltos, por ejemplo: los que se refieren al «régimen de propiedad» (no al «derecho» de propiedad). Y también las mentiras organizadas en en relación con los Reyes Magos y los juguetes.
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Este será seguramente uno de los excelentes resultados del «Método de Encuesta».
El «hombre de Encuesta» no acepta nunca como válida una solución de rutina, y no tiene más remedio que replantear el problema para estar seguro de una solución racional.
La verdadera personalidad del hombre se forja a medida que se va resolviendo (bien resueltos) sus propios problemas y los problemas de la sociedad de que forma parte. El «Método de Encuesta» arma al hombre para incrementar su personalidad humana.
La rutina es el gran enemigo, que si el hombre se abandona a ella, se envilece a un nivel inferior al de las bestias.
JESÚS DORMÍA
Guillermo Rovirosa
(Boletín HOAC, hacia 1950)
Jesús como verdadero hombre, se hallaba sujeto a las necesidades propias de la naturaleza humana: comer, beber, dormir; sentía la fatiga y le era necesario el descanso. Las narracciones evangélicas se refieren a estos aspectos de una manera naturalísima, particularmente en el comer, que quedaba sublimado con la maravilla de las maravillas: la última Cena. En cuanto al dormir, se nos dice que en diversas ocasiones durante la noche se retiraab solo a orar.
Pero hay un momento en el cual los tres sinópticos coinciden con la máxima precisión deseable, para afirmarnos que Jesús dormía. Y no durante la noche, como habría sido lo normal, sino en pleno día. El hecho es que Jesús dormía mientras todos los que estaban con Él permanecían despiertos. Por ser sobradamente conocida, no es necesario reproducir la relación evangélica de la tempestad apaciguada en el lago de Genesareth.
En contraste con este hecho conocemos otro en el que ocurre al revés: la noche de la angustia en el huerto de Gethsemaní, cuando Jesús permanecía despierto, mientras «los suyos» dormían, a pesar de su ruego de que velaran con Él.
La comparación de estos dos pasajes antagónicos de la vida histórica de Jesús quizá puedan servirme para comprender un poco mejor algunos hechos análogos, que se repiten constantemente en la vida de su Cuerpo místico a lo largo de los siglos.
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El caso es que aquellas barquitas de pescadores lacustres no tenían ningún parecido con los barcos modernos, en los que uno puede retirarse a su litera y aislarse de los demás. Nada de esto. Allí no había ni literas ni «espacio vital» para dormir. Además, sabemos por el contexto que la barquita estaba atestada de gente. Pero Jesús encontró un lugar en la popa y un almohadón, como precisa San Marcos. Y sobrevino una tempestad tan fuerte, que la barca se llenaba de agua. Y Jesús seguía durmiendo… Se necesita un sueño muy recio para permanecer dormido en momentos así. Se comprende que el respeto que le profesaban haría que tuvieran con Él ciertos miramientos; así y todo, las sacudidas y las mojaduras no debieron de poder evitarlas. El hecho es que Jesús dormía profundamente en las circunstancias menos propicias para ello.
Y los que estaban con Él, ¿con qué ojos debían mirar esto? Su ánimo debía estar conturbado por un mar de confusiones, más tempestuosas todavía que el lago que atravesaban. Días antes había obrado numerosos prodigios, que rubricaban su poder extraordinario, y antes de embarcarse les había contado las más bellas parábolas del Reino de Dios. Sin duda alguna, por aquellos contornos había una expectación trepidante.
Este y no otro, debía ser el libertador de Israel, esperado con ansia por el pueblo escogido. Cuando, de repente, aparece la tempestad. A lo que parece, las tempestades en aquel lugar se producen casi de súbito, bastando un ligero cambio en la dirección del viento para que el agua se alborote. Hay que suponer, sin embargo, que nada de esto era nuevo para ellos, y como hombres conocedores de su oficio, debieron de empezar haciendo todo lo que les habían enseñado para esquivar la tempestad, que les embestía furiosamente.
Pero en vez de dominar ellos a la tempestad, veían, consternados, que la tempestad les iba dominando a ellos. Por cada litro de agua que achicaban las olas metína cinco. ¡Adios sueños de grandeza! Todo aquel imperio de Israel, que ellos identificaban con el Reino de Dios de que les hablaba Jesús, se hundía por momentos. Pero lo más grave era que se veían al borde de perder la realidad máxima con que contaban, que era su propia existencia. Y Jesús dormía…
Como por otra parte son testigos de que Jesús es dueño de un poder únicamente comparable al de los antiguos profetas, cuando ya no ven salida humana a su terrible situación, acuden a Él y le despiertan. Cuando se duerme tan a gusto como debía de dormir Jesús, el despertar no suele ser instantáneo. Aquellos breves momentos que precedieron a la toma de conciencia todavía debieron de excitarles más en sus prisas.
-¿No ves que nos hundimos? ¡Sálvanos que perecemos! Y no se necesita mucha imaginación para «contemplar» esta escena y darse cuenta de que cada uno de los presentes debía de dirigirle palabras que, aunque todas diferentes, todas querían expresar lo mismo: ¡Sálvanos la vida!
El desenlace es conocido. Pero no dejan de llamarme la atención las palabras que les dirigió el Señor después que el lago hubo recobrado la serenidad:
-¿Por qué habéis temido, hombres de poca fe?
Que uno siente miedo cuando se ve en peligro inminente de ahogarse, no parece que sea cosa de avergonzarse. Pero es que además de llamarles «timoratos» les dice que tienen poca fe. Esto es sorprendente, después de que le han pedido que los salve, cuando humanamente todo se veía perdido. Aquí debe haber algo más profundo, que ellos no pudieron captar por la excitación en que se encontraban, pero que, a veinte siglos de distancia, ya es más fácil entrever. Porque podemos suponerlo todo, menos que las palabras de Jesús eran incorrectas, o que carecían de sentido.
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Voy a fijarme ahora en la otra escena, en el huerto de los Olivos, la noche de la Pasión.
Por momentos, durante aquella semana, y después de la resurrección de Lázaro y de la entrada triunfal en Jerusalén, los Apóstoles iban arraigándose en la convicción de que «ahora iba de veras». Machaconamente les había repetido Jesús que iba a Jerusalén a padecer y a morir, pero ellos ni le entendían ni podían entenderlo. Ellos sabían que la tarea principal del Mesías era la de liberar a Israel de sus enemigos, la cual constituiría el pedestal de su gloria, y sabían también que Jesús disponía de poder suficiente para dejar muy atrás las hazañas de Josué en los tiempos antiguos. La misma solemnidad en los gestos y palabras de Jesús durante la Santa Cena les daba la seguridad de que las horas del triunfo de Jesús eran inminentes. Y así era. Pero se equivocaban de medio a medio en su estimación de cómo se realizaría el triunfo de Jesús.
Ellos únicamente podían imaginarlo como un dominio sobre sus enemigos; todavía no podían creer que las victorias cristianas consisten en entregarse, sin intentar defenderse, a los que nos persiguen y maltratan.
Pedro y todos los demás estaban eufóricos, y la promesa de no abandonar a Jesús, aunque fuera para ir a la muerte, seguramente que la hubieran cumplido si la cosa hubiera ido por la tremenda. ¿No es impresionante ver a Pedro, el inofensivo pescador, manejando la espada y enfrentándose con una muchedumbre de soldados y gente armada?
Jesús ya les había dicho y predicho todo repetidamente, con palabras claras, sencillas y precisas. Pero ellos empezaron con una exégesis de las palabras de Jesús, que ya dejaría de tener continuadores hasta el fin de los siglos, y que consiste en dejar de lado lo que dice Jesús para fijarse en lo que quiere decir, según la propia interpretación. Esto fue causa de la deserción de los Apóstoles en los momentos supremos, y esto continúa y continuará siendo la causa de las pequeñas y las grandes deserciones de los cristianos, tanto en el orden individual como en el orden colectivo.
Por una parte, pues, veo a Jesús despierto, preso de una angustia suprema, y por otra parte, «los suyos», pensando muy contentos que al día siguiente empezaría la gran apoteosis por la que venían suspirando. Y se quedaron dormidos, echados en el suelo. Jesús les había dicho: Velad y orad, para no caer en la tentación.
Y se retiró de ellos unos treinta o cuarenta pasos. Pasada una hora, se acerca a ellos y los encuentra dormidos. Los despierta y les dice: ¿No habéis podido velar una hora conmigo, que tengo el alma triste hasta la muerte? El espíritu es fuerte, pero la carne es débil, y lo débil es lo más fuerte.
Supongo que quedarían avergonzados. Pero el caso es que después de otra hora la escena se repitió exactamente. Y una hora más tarde se repitió de nuevo, sin ninguna variante. Mejor dicho, con una variante. La diferencia fue que así como antes Jesús les había pedido que velasen, ahora les dice: Dormid y descansad, que ya está cerca la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en las manos de los pecadores.
Antes, cuando les pedía que velasen, ellos se dormían; ahora que les dice que duerman, estoy seguro de que desapareció el sueño como por encanto. Y su estupefacción debió llegar al colmo cuando oyeron: Lavantaos, que ya se acercan los que vienen a prenderme.
Sabemos con toda precisión que Jesús ya no cerró los ojos hasta el momento de su muerte en la cruz. De Pedro también sabemos que ya no durmió más aquella noche, ni de madrugada. Ni tampoco Juan. De Santiago y de los demás nada sabemos. Pero hubo otro Apóstol que hasta el momento de ahorcarse tampoco debió de dormir más. Pero esto no me interesa en esta meditación, y lo dejo de lado.
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Me encuentro, por tanto, ante dos situaciones graves, en las que intervienen los mismos personajes, y en las cuales el comportamiento de Jesús y de los Apóstoles difieren como la noche al día. Esto significa (estoy segurísimo) que ambos acontecimientos eran completamente distintos, por no decir opuestos, en su raíz más profunda. Voy a intentar aclarar esta diversificación:
1º.- En el lago, la tragedia inmediata se veía, se palpaba; en el Huerto, no.
2º.- En el lago, cada Apóstol veía en peligro su vida; en el Huerto, no.
3º.- En el lago, no había escapatoria posible; en el Huerto, no.
4º.- En el lago no era lugar ni hora de dormir; en el Huerto, sí (en aquel tiempo y en aquel país).
Quizá en esto haya bastante para explicar la distinta actuación de los Apóstoles, y hasta casi para justificarla, si me atengo a criterios sobrenaturales, que siempre nos sorprenden. Por eso le pido como el ciego: ¡Jesús, que te vea!
En primer lugar, no puedo creer que Jesús, como señor del Universo, dispuso toda la mise en scène y fingió dormir para darnos una lección. Y no lo creo porque esto no me parece propio de Dios en su papel de Maestro, cuya lección permanente durante toda su existencia fue la de sujetarse a la naturaleza como medio de dominarla. Toda su enseñanza la dió aprovechando los hechos que la marcha normal de los acontecimientos le ponía delante. Con un respeto inconcebible a la libertad humana y a las leyes que Él mismo había impuesto a la Naturaleza.
Jesús dormía. Toda ficción la rechazo como inaceptable en quien es la Verdad personificada. Después vino el prodigio: una orden al viento y al agua desatados, que se serenan en el acto. Jesús iba haciendo, uno tras otro, pequeños prodigios para que llegasen a descubrir el gran prodigio que no podían ver: Aquel Hombre, Jesús, era Dios. Pero esto, ni tan siquiera habían empezado a sospecharlo. ¡Claro está que alguna fe tenían en Él!, pero era una fe de vía estrecha.
Hay que tener en cuenta que en aquella barca, que seguramente era la de Pedro, estaba toda la Iglesia… menos María. ¡Qué diferencia entre la fe de María y la de los Apóstoles! Ahí están los hechos. Cuando María se encontró en una situación extrema, en la que peligraba no su vida, sino lo que vale más todavía, que el honor, unos meses después de la Encarnación; cuando José sufría inmensamente y ella corría el riesgo de verse infamada y deshonrada, María puso toda su confianza en Dios, que la había conducido a aquella situación. Se sentía instrumento dócil y libre en las manos de Dios para que hiciera con ella su voluntad.
Los Apóstoles estaban todavía muy lejos de una fe así. Se creían en peligro en la barca de Pedro, y si no hubiera sido más que la barca de Pedro hubieran tenido mucha razón de espantarse. Pero… era la barca de Cristo, aunque durmiera. Esto los Apóstoles no lo sabían antes de Pentecostés, pero ahora ya podemos saberlo. Y veo que mis reacciones se parecen mucho a las de los Apóstoles cuando tenían poca fe en Jesús, y se parecen poco a las de los Apóstoles cuando creyeron en Jesús del todo.
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La vela de Jesús y el sueño de los Apóstoles en el huerto de los Olivos. Empezaba la máxima injusticia que se haya cometido en la historia del mundo. Y digo empezaba, porque desde aquellos momentos ya no terminará hasta el fin de los siglos.
Antes de Jesucristo, cada injusticia que los hombres se hacían los unos a los otros no tenía demasiada trascendencia, porque todo empezaba y terminaba en los hombres. Después de la Redención, para los cristianos, toda injusticia que padece un hombre (sea grande o pequeña) empieza en el hombre, pero acaba en Cristo.
Los Apóstoles no sabían nada de lo que pasaría aquella noche y al día siguiente. Esta ignorancia, y la pesadez del sueño, pueden explicar, si no justificar, el poco caso que hicieron de las palabras de Jesús cuando les pidió que velasen con Él. Por una parte, no veían nada de la maquinación que se estaba tramando contra Jesús, ni podían preveerla. Por otra parte, tampoco creían en el sentido literal de las palabras de Jesús porque hacía demasiado choque con todos los prejuicios que una tradición milenaria había acumulado referente al Mesías. Ya estaban acostumbrados a no entender las palabras de Jesús y a no preocuparse por ello, por estar convencidos de que eran palabras de vida eterna. Ellos iban al grano; y de todo lo que oían, únicamente retenían la idea de que de un momento a otro se implantaría el reino. Y ya tenían bastante. Los prodigios de que eran testigos les garantizaban que el gran prodigio no se haría esperar demasiado.
Lo único que les habría podido hacer compartir la vela con Jesús hubiera sido el compartir su angustia. Pero ¿qué angustia podían sentir, si no veían nada especial, ni creían en las palabras de Jesús? No es que no creyesen en el sentido de negarlo, no. ¡Dios me libre de semejante pensamiento! Es que lo interpretaban al revés, lo que en fin de cuentas equivale a no creer. Dicho de otra manera: creían más en ellos mismos que en Jesús, ya que en lugar de adaptar sus creencias a las palabras de Jesús, lo que hacían era tratar de adaptar las palabras de Jesús a sus creencias. Este fenómeno, que podríamos llamar desplazamiento del centro de atención me parece que fue permanente en los Apóstoles durante la vida mortal de Jesús, y creo que desde entonces nunca ha dejado de existir.
No me parece temerario afirmar que durante la vida pública de Jesús, la atracción que los Apóstoles sentían hacia Él se polarizaba mucho más en su persona que en sus palabras. Por esto tenían poca fe.
Veían un hombre extraordinario que los atraía irresistiblemente; y cómo no puede pasar por la cabeza de nadie que un hombre se haga Dios… Las palabras de Jesús, en cambio, presentaban la cuestión en términos precisos: no era un hombre que quería hacerse Dios, sino Dios que había querido hacerse hombre. Pero para calar ésto era menester fijarse mucho más en las palabras que en el hombre; y los Apóstoles (por lo que cuentan los Evangelios) lo hacían al revés.
En cierta ocasión el Señor les dió -y nos da a todos- la fórmula eterna de la libertad: Si permanecéis en mi palabra, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.
Su existencia mortal duraría poco, pero su palabra permanece eternamente. Y esto puede explicar la cobardía de los Apóstoles cuando no disponían de otra fuerza que la atracción que sentían por la humanidad de Jesús; y explica su fortaleza después de Pentecostés, hasta el martirio, cuando ya no contaban con la humanidad de Jesús, pero permanecían en su palabra.
Dos etapas, pues, bien destacadas y definidas en la vida de los Apóstoles:
1ª.- La etapa mesiánica «humana», que se hundió en el Calvario y estuvo encerrada hasta el tercer día.
2ª.- La etapa mesiánica «divina», que empezó con la Resurrección y culminó en Pentescostés, y duró hasta que murieron.
En la primera etapa, que fue la de la convivencia de los Apóstoles con Jesús, el Mesías no pasaba de ser un descendiente de David que libertaría a Israel de sus enemigos y los haría dueños del mundo. Materialismo puro, ya que la trascendencia la referían casi exclusivamente a Yahvé. Los valores trascendentes del hombre no entraban practicamente en cuenta en el «pueblo escogido». El triunfo del Mesías se esperaba antropomórfico y nada más. Cuando Moisés vió la gloría de Yahvé -de espaldas- en una especie de cataclismo de fuego y humo, de rayos y truenos,quedó tan sobrecogido que dejó un testimonio tan grandioso y terrible, que cuando sus sucesores se encontraron -cara a cara- con el mismo Dios que se presentó con los atributos del amor infinito, centrados en la humildad y mansedumbre, no lo pudieron reconocer. No podían ver en Jesús el resplandor de Yahvé, ni tampoco el Mesías esperado, descendiente de David y libertador de Israel. La humanidad de Jesús los desconcertaba totalmente.
Ahora sabemos que la misión principal de Jesús era precisamente la de morir de mala muerte, para que «los suyos» pudieran recibir el Espíritu y vivir vida abundante. Pero los Apóstoles no sabían nada de esto; y no porque el Señor no se lo hubiera dicho, sino porque no podían comprenderlo, sencillamente.
Por eso dormían cuando hubieran debido velar, y por esto estaban tan desazonados cuando Jesús dormía.
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Sabemos que mientras Jesús vivió con los Apóstoles, estos tenían poca fe.
De lo que no sabemos nada es de lo que fue de esta fe raquítica durante las horas que mediaron entre el Calvario y la mañana de la Resurrección. Yo creo que debió morir del todo. Todo lo que pensaban y todo lo que esperaban -que era lo que no les dejaba penetrar el sentido de las palabras de Jesús- debió quedar aniquilado. Con la «carne» de Jesús murió también la carnalidad de los Apóstoles.
El hecho de la Resurrección los cogió totalmente de sorpresa, a pesar de la insistencia de Jesús en predecirla. Entonces, y únicamente entonces pudieron empezar a creer en el mesianismo «divino» de Jesús, cuando ya no quedaba nada del mesianismo «humano» en el corazón de los Apóstoles. Y recibieron el Espíritu en Pentecostés, y recordaron la palabra, y comprendieron que no habían comprendido nada. Y pudieron recibir el Espíritu porque su carnalidad ya había fracasado del todo y no encontraba ni el más leve asidero donde agarrarse.
El misterio de Jesús es que es verdadero Hombre y verdadero Dios. Afirmar esto y convertirlo en el centro vital de la propia existencia constituye la plenitud de la Fe. Que no es natural ni puede serlo; sino sobrenatural, y puro don de Dios.
La trayectoria de la Fe, sin embargo, es la de los Apóstoles:
Primer paso. Conocer y amar la maravillosa humanidad de Jesús, conversando familiarizarse con Él y convirtiéndole en el compañero de las propias idas y venidas. Esta es la etapa de la «poca fe».
Segundo paso. Jesús muerto y enterrado. Todas las ilusiones y carnalidades, todos los sueños de grandezas, de éxitos, de triunfos, de dominios, de satisfacciones… murieron con Él. Etapa del Bautismo.
Tercer paso. La maravilla de la Fe. La palabra de Cristo que permanece en el «fiel» y le hace conocer la verdad y entrar en la etapa de la libertad de los hijos de Dios.
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Terminada la meditación en voz alta, ahora puedo empezar a meditar en silencio.
GUILLERMO. EL CAMPANERO
Por Guillermo Rovirosa
En todos los cursillos de la HOAC se destaca la figura del que -desde los primeros momentos- queda encargado de sonar la campana para que los cursillistas se levanten, si es el primer toque matutino, o se reúnan para los diferentes actos del cursillo, si se trata de los toques posteriores.
Siempre se destaca, porque nos despierta cuando mejor dormíamos, o porque nos interrumpe la conversación más interesante del cursillo…
A esta manera de destacarse la podemos llamar «normal», y considerarla como consecuencia natural de un «oficio» que, ¡evidentemente!, no puede pasar desapercibido.
Pero este verano hemos conocido al campanero perfecto. Al intentar describirlo ya nos damos cuenta de que vamos a fracasar, porque fué algo tan insólito, que solamente los que fueron testigos pudieron percibir la diferencia que va de campanero a campanero.
Realmente, es muy difícil explicar en qué se diferenciaba Guillermo de los otros campaneros de los otros cursillos. Puntual, cierto; pero los otros, en general, también son puntuales. ¿Manera -más o menos «flamenca»- de tocar la campana? No; de ninguna manera. Tocaba de una manera tan primitiva como cualquiera..
¿Entonces…?
Entonces… ¡había que verlo! Era el hombre transfigurado. Nunca hemos visto una cantidad tan enorme de «conciencia profesional» depositada en un menester tan humilde y accidental.
La cosa no podía proceder de concomitancias con su profesión, ya que el ser mecánico de una draga no tiene relación alguna directa con el ser el campanero perfecto en un cursillo de la HOAC.
¡Cuanto nos ha hecho meditar! Fué seguramente la impresión máxima de todo un verano lleno -bien lo sabe Dios- de impresiones nada ordinarias…
Guillermo era responsable de la campana, y vivió pendiente de esta responsabilidad metiendo la campana «por las narices» a los sordos, y no descansando hasta que todos estaban recogidos en la capilla o en la clase.
Los dos primeros días, los «listos» querían tomarle el pelo, y hasta le arrancaron el badajo a la campana; pero Guillermo, sin inmutarse, siguió su menester, y en los últimos días, no solamente era el cursillista popular, sino también el más considerado.
Ciertamente, Guillermo hizo lo más dificil de este mundo, que es entregarse TODO, del TODO, a un menester pequeñísimo y humildísimo… por el Amor de Dios. ¡Cuantas veces lo habremos repetido, que no hay ocupación pequeña, si se pone al servicio de Dios! Pero nunca lo habíamos visto con nuestros ojos hasta este verano. Guillermo nos dió una lección de cristianismo de las más intensas que hemos recibido en nuestra vida. Después de lo cual uno no tiene más remedio que exclamar:
¡Qué equivocados estamos!
Ahora creemos estar seguros de comprender de alguna manera -sin haberle conocido- la santidad del Hermano Gárate. Pero ¡qué duro nos es, Señor, aceptar estas cosas tan sencillas!