El Padre General de la Compañía de Jesús,Peter-Hans Kolvenbach, S.J., escribe sobre la tentación del poder y sobre el sentido de la autoridad…
Peter-Hans Kolvenbach, S.J.
Fuente: Alfa y Omega Nº 317/25-VII-2002
Todo lo que toca de cerca o de lejos a la autoridad, su ejercicio y sus abusos gira en torno a una paradoja. El mismo Jesús la ha resumido en esta declaración: «Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor; os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros». Si por una parte se afirma su autoridad, por otra, en el ejercicio de esta autoridad, el Maestro se da y no domina, siendo el primero en ponerse a los pies de los últimos de sus discípulos.
Pedro deduce las consecuencias cuando exige una autoridad «no por sórdida ganancia, sino con generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño».
Así, a ejemplo del Maestro y Señor, la autoridad en la Iglesia está llamada a hacer oír su voz magisterial, pero al servicio del que, resucitado, no puede ya utilizar públicamente la suya; e igualmente a dar su propio cuerpo para repetir las palabras y los gestos que, aunque de la Iglesia, están al servicio de la memoria viviente de Aquel de quien ninguno en la Iglesia podría prescindir y detrás del cual la Iglesia debe desaparecer aun cuando lo represente hasta que vuelva.
Existe una paradoja común a cualquier tipo de autoridad. Lo revela el origen de la misma palabra. La autoridad se despliega para hacer al otro autor de sí mismo, para aumentar en el otro su capacidad de ser y hacerse persona humana. Entonces la autoridad debe empobrecerse para enriquecer al otro hasta el punto de que alcanza su finalidad cuando el otro es capaz de tomar el peso y asumir a su vez el servicio que toda autoridad está llamada a prestar a la sociedad humana.
Dar lo recibido
Los niños no se hacen hombres sin la autoridad de los padres; si esta autoridad se reduce al mero ejercicio de poder y dominio, no se dará una verdadera educación, la cual consiste en sacar a la luz los talentos y posibilidades que se ocultan en el interior del niño. Sin excluir el eventual empleo de la fuerza, la autoridad se mueve por el don de sí al otro y mira paradójicamente a su perfección, y ésta se realiza cuando ya no es necesaria porque el niño ha adquirido el grado de libertad que le hace capaz de regirse a sí mismo. La misma paradoja condiciona la relación entre maestro y discípulo.
Así la paradoja se concreta. La autoridad existe y subsiste en la medida en que da y entrega lo que ha recibido. Si, al contrario, guarda para sí el don recibido y se encierra en una suficiencia prepotente utilizando su capacidad para sus propios fines, se hace autoritaria y abusa el poder. Junto a la negativa a dar, existe también el caso de una autoridad que no tiene ya nada que compartir y se aferra a la letra de la ley o a la sola fuerza militar o dictatorial. El Señor, que conoce lo que hay en el corazón humano, no se hacía muchas ilusiones sobre la dificultad de vivir una exigencia paradójica fundada en la disponibilidad para morir a sí mismos para que el otro tenga más vida.
No obstante, Jesús no niega su autoridad religiosa: estos jefes ocupan la cátedra de Moisés: por tanto, «haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen». Y el Señor repite la regla de oro de su autoridad: «El primero entre vosotros será vuestro servidor».
Pero no faltan los intentos de hacerse con el poder dentro del grupo de los apóstoles. Durante la cena pascual surgió de nuevo entre ellos la discusión sobre cuál de ellos era el primero. Esta vez Jesús define claramente lo que es la autoridad en el concepto de Dios su Padre, y lo que es la autoridad dejada a la tendencia humana de independencia y suficiencia: «Los reyes de los gentiles los dominan y los que ejercen autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierna, como el que sirve».
El Maestro traza así una línea clara y definida ente la actitud pagana, que en fin de cuentas revela ser inhumana, y el modo cristiano de ejercer la autoridad que, aunque suponga la muerte a sí mismo, conduce a una autoridad verdaderamente fructuosa para el hombre y a una verdadera libertad. Jesús denuncia con realismo una enfermedad congénita en todos los que asumen autoridad y responsabilidad: la tentación a encerrarse en un egoísmo larvado que latentemente o a la luz del sol aspira a la propia independencia y a la dependencia ajena. Para transformar esta enfermedad congénita en sano ejercicio de la autoridad plenamente responsable, hace falta convertirse de continuo, descentrar el pensamiento y la acción de lo que parece espontáneo y del todo natural –el amor propio–, para compartir lo que se es y se ha recibido para servicio ajeno.
Así no hay que extrañarse mucho si el abuso de la autoridad asoma incesantemente por todas partes y en todos los tiempos, y si el ejercicio de la autoridad está constantemente sometido a corrección y conversión, contestación y reconciliación. En la convicción de Pablo de Tarso, de que toda autoridad proviene de Dios, se puede leer la ayuda de Dios que la autoridad necesita en todo instante para vivirla en el espíritu del Maestro y Señor, presente en medio de nosotros como el que sirve.
En la Iglesia de los apóstoles no faltan los abusos del poder. Si la autoridad del templo impone silencio a los discípulos del Resucitado, Pedro y Juan la interpelan sobre su derecho a cerrarles la boca: «¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a Él? Juzgadlo vosotros». La autoridad va más allá de sus derechos: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres».
La autoridad y sus tentaciones
Al inicio de este tercer milenio, Juan Pablo II no ha vacilado en pedir perdón por los abusos de autoridad en la Iglesia y por parte de la Iglesia. Si han sido tantos los hombres y mujeres que han sufrido por la Iglesia del Señor, no faltan los que han sufrido por los hechos y actos de las autoridades de la Iglesia, imperturbablemente inmovilizadas a veces en costumbres antiguas, o prisioneras de un poder que sólo el conformismo o el conservadurismo han construido. Con los ojos abiertos a la Historia, la Iglesia puede confesar con el Evangelio que los que detentan la autoridad sufrirán siempre la tentación de abusar de una tal misión, humanamente imposible, igual que Cristo aceptó ser tentado en el corazón de su ejercicio de autoridad, para arrancar a sus servidores de esta aberración; pero puede asimismo declarar que los que detentan la autoridad han resistido a menudo esta tentación de abusar de la autoridad, gracias al Espíritu que ha hecho divinamente posible lo que era humanamente imposible. «Esta confianza con Dios –escribe san Pablo– la tenemos por Cristo. No es que por nosotros mismos estemos capacitados para apuntarnos algo como realización nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser servidores de una alianza nueva, no basada en pura letra, sino en el Espíritu, porque la pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da la vida».
El Reino no se realiza sino con medios conformes al Reino. Y no es que, por seguir al que, siendo Maestro y Señor, lava los pies a sus discípulos, la autoridad se libre de sus enfermedades congénitas, para hacer a todo hombre hijo del Padre, hermano de Jesús y autor en el Espíritu.