El Anillo del Gigante (Sabiduría y mito en la literatura antigua y moderna) . De todas las versiones, la última, y literariamente más elaborada está en El Señor de los Anillos, de John R. R. Tolkien (1892-1973), editada por primera vez entre 1954 y 1955. Esta novela es la obra maestra del s. XX que cambió el rumbo de las modas, demostrando que existe una perenne vinculación entre literatura, sabiduría y conciencia.
EL ANILLO del GIGANTE
Por Santiago Fernández Burillo
(I) La versión de Tolkien
El mito del Anillo del Poder
La crítica moderna sabe que tras los mitos y leyendas suele existir un trasfondo de hechos históricos. Antes del cantar de gesta, existió don Rodrigo Ruy Díaz, llamado el Cid; y antes de los poemas y mitos homéricos sobre Paris y la manzana de oro, el rapto de Helena esposa de Menelao, y la triste historia del rey Agamenón, y antes de Héctor, y del colérico Aquiles, que prefirió ser cantado que vivir, antes de Eneas y Ulises, parece ser que existió una verdadera guerra de Troya.
Por una vía semejante se elaboró el mito del Anillo del poder. Una diferencia llamativa lo separa de otros mitos; su versión arcaica es sobria y realista; mientras que las recientes son sapienciales y decididamente mágicas.
La versión arcaica del mito la narra Heródoto: es la historia de cómo Giges, el que vio sin ser visto, llegó a apoderarse del trono de Lidia. Más reciente es la versión de Platón, que en el diálogo República cuenta cómo este mismo Giges adquirió el poder de la invisibilidad en virtud del Anillo mágico. Cicerón recogió la versión platónica del mito, y la comenta con enorme finura en su tratado ético De Officiis .
En la Historia de Heródoto (Libro I) Giges está en los orígenes legendarios de una dinastía de reyes. Su relato da pie a una reflexión sobre la legitimidad del poder, pero allí no hay anillo mágico todavía; se limita a describir, con brevedad y realismo, una turbia intriga palaciega. El anillo mágico aparece por vez primera en el relato platónico, y a la vez se plantea explícitamente la relación entre el bien moral y el poder. Los sofistas Glaucón y Trasímaco sostienen la tesis de Nietzsche, a saber, que la diferencia entre el bien y el mal es invento de los débiles para refrenar a los fuertes. Allí ética y poder son confrontados claramente, mediante la fábula del anillo mágico.
El Señor de los Anillos
De todas las versiones, la última, y literariamente más elaborada está en El Señor de los Anillos, de John R. R. Tolkien (1892-1973), editada por primera vez entre 1954 y 1955. Esta novela es la obra maestra del s. XX que cambió el rumbo de las modas, demostrando que existe una perenne vinculación entre literatura, sabiduría y conciencia.
El moderno lector de la Guerra del Anillo, se introduce complacido en un mundo romántico de cualidades ocultas, donde las viejas espadas guardan rencores, las águilas hablan, los árboles son sabios y conservan memoria de los Primeros Días del mundo. Lejos de la Comarca, donde viven hobbits pacíficos y sedentarios, existen dragones, elfos, magos y, sobre todo, una enconada guerra entre el bien y el mal, que está lejos de haber quedado definitivamente encerrada en los libros de historia. El lector moderno goza del entralazamiento de vida real, leyendas y canciones antiquísimas en lenguas desconocidas, saborea una genial recreación tanto de la novela realista como del mito clásico; pero sabe, sobre todo, que ese mito le está hablando de los horrores del siglo XX y de la faz visible de algo que él mismo ha conocido: el nihilismo, la inhumanidad, la voluntad de poder organizada.
J. R. R. Tolkien construyó casi todo su universo literario alrededor del mito del Anillo. Su novela comienza evocando un canto procedente de la noche sobrevenida tras los Días Antiguos, cuando el señor del Mal trazó un plan para dominar el mundo:
Tres anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo.
Siete para los Señores Enanos en casas de piedra.
Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir.
Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro
en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,
un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas
en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
(J. R. R. Tolkien, El Señor de los Anillos, «Dedicatoria»)
El Hobbit
En su primera novela, El Hobbit (1937), Tolkien había narrado el casual encuentro del señor Bilbo Bolsón (Bilbo Baggins) con un anillo animado de voluntad propia y capaz de hacer invisible a quien se lo pone. Ese anillo posee al hombre y no a la inversa. Es el anillo quien elige a su portador y trata de introducirse en su dedo, para convencerle de imponer su dominio sobre todos. Durante muchos años perteneció a Gollum, criatura cuya personalidad ha quedado irremediablemente dañada: ama su propio poder de tal modo que no puede amar, y vive en la oscuridad y las aguas subterráneas. Bilbo, experto en adivinanzas y engaños, se llevó el anillo de Gollum, pero desde ese día vive en la mentira: ocultó su posesión a Gandalf, el mago que le había llamado por vez primera a una empresa heroica.
Han pasado muchos años. El Enemigo prosigue la búsqueda del Anillo y estrecha su cerco en torno a la Comarca, donde nunca pasa nada digno de mención. Tanto el Enemigo como Gandalf saben: Bilbo debe optar:
«—Tuve que fastidiarte —dijo Gandalf—. Quería conocer la verdad. Era importante. Los anillos mágicos son… bueno, mágicos; raros y curiosos. Estaba profesionalmente interesado en tu anillo, puedes decir, y todavía lo estoy. Me gustaría saber por dónde anda, si te marchas de nuevo. Y también pienso que lo has tenido bastante. Ya no lo necesitarás, Bilbo, a menos que yo me equivoque.
Bilbo enrojeció y un resplandor colérico le encendió la mirada. El rostro bondadoso se le endureció de pronto.
—¿Por qué no? —gritó—. ¿Y qué te importa saber lo que hago con mis propias cosas? Es mío. Yo lo encontré. Él vino a mí.
—Sí, sí —dijo Gandalf—; no hay por qué enojarse.
—Si me enojo es por tu culpa. Te vuelvo a repetir que es mío. Mío. Mi tesoro. Sí, mi tesoro.
La cara del mago seguía grave y atenta, y sólo una luz vacilante en los ojos profundos mostraba que estaba asombrado, y aun alarmado.
—Alguien lo llamó así —dijo—, y no fuiste tú.
—Pero yo lo llamo así ahora. ¿Por qué no? Aunque una vez Gollum dijera lo mismo. Ya no es de él ahora, sino mío, y repito que lo conservaré.
Gandalf se puso de pie. Habló con severidad.
—Serás un tonto si lo haces, Bilbo —dijo—. Cada palabra que dices lo muestra más claramente. Tiene demasiado poder sobre ti. ¡Déjalo! Entonces podrás irte, y serás libre» ( El Señor de los Anillos, I, p. 52-53).
Tras una terrible lucha interior, Bilbo cede: no duda de Gandalf y conoce el influjo malévolo que el anillo ejerce sobre él, desde hace años. Pero renunciar a su posesión significa renunciar para siempre a un poder grande. Está claro que nunca ha querido valerse de él para obrar el mal; pero también está claro que, mientras lo posee, es el poseedor de un poder sin límites:
«Bilbo se restregó los ojos.
—Lo lamento, pero me siento muy raro, y sin embargo sería un alivio, en cierto modo, no tener que preocuparme más. Me ha obsesionado en los últimos tiempos. A veces, me parecía un ojo que me miraba. Siempre tenía ganas de ponérmelo y desaparecer, ¿sabes?, y luego quería sacármelo, temiendo que fuera peligroso. Traté de guardarlo bajo llave, pero me di cuenta de que no podía descansar si no lo tenía en el bolsillo. No sé por qué. Y no me siento capaz de decidirme.
—Entonces confía en mí —dijo Gandalf—. Y está todo resuelto. Vete y déjalo. Renuncia a tenerlo y dáselo a Frodo, a quien yo cuidaré.
Bilbo se quedó un momento tenso e indeciso. Al fin suspiró y dijo con esfuerzo:
—Bien, lo haré. —Se encogió de hombros y sonrió tristemente— (…)
—Muy bien —dijo Bilbo—, se lo dejaré a Frodo con todo lo demás. —Tomó aliento—. Y ahora tengo que partir, o alguien me pescará. Ya he dicho adiós y no podría empezar otra vez.
Recogió la maleta y fue hacia la puerta.
—Todavía tienes el anillo —dijo el mago.
—¡Sí, lo tengo! —gritó Bilbo—. Y mi testamento, y todos los otros documentos también. Es mejor que los tomes tú y los entregues en mi nombre. Será lo más seguro.
—No, no me des el anillo —dijo Gandalf—. Ponlo sobre la repisa de la chimenea. Estará seguro allí hasta que llegue Frodo; yo lo esperaré.
Bilbo sacó el sobre, y justo en el momento en que lo colocaba junto al reloj, le tembló la mano, y el paquete cayó al suelo. Antes que pudiera levantarlo, el mago se agachó, lo recogió y lo puso en su lugar. Un espasmo de rabia cruzó fugazmente otra vez por la cara del hobbit, y casi en seguida se transformó en un gesto de alivio y en una risa.
—Bien, ya está —comentó—. Ahora sí, ¡me voy!»
( El Señor de los Anillos, I, p. 54-55).
Una gesta de «gente pequeña»
A partir de estas páginas, el lector se adentra en un relato épico que le interpela en serio, porque los protagonistas son gente corriente, incluso vulgar. Pero han recibido un encargo, a pesar suyo: el terrible encargo de apartar para siempre el Anillo del poder tanto de las manos del Enemigo como de las gentes sencillas que ignoran el fondo del asunto. La grandeza de los pequeños personajes, los hobbits que acompañan al sobrino de Bilbo, el joven Frodo, reside en su tenaz resistencia al miedo, albergado en sus propios corazones. Frodo y sus amigos se fían de Gandalf y derrotan al mal en el interior de sus conciencias, por lo menos al final.
El relato épico de Tolkien ha seducido a millones de lectores del siglo XX y no hace falta ser sagaz para prever que seguirá subyugando a los del siglo XXI. El novelista inglés revistió de magia y narraciones sabiamente encadenadas unos pocos hechos reales, el primero y principal de los cuales me parece ser este: que el reducto último del mal anida en el corazón de cada uno, y que su forma más sutil es, antes que una mala opción, antes que una mala voluntad habitual, la resistencia para cortar con la posibilidad de obrar mal. La fuerza sobrehumana del Anillo no está en sus poderes solamente, ni siquiera en su astucia, sino en la persuasión de que él mismo hace al portador libre . El «portador del Anillo» se convierte en su víctima, desde que sabe por experiencia que el Anillo lo puede hacer invisible. Ser invisible es poder, poder hacer lo que se quiera, y eludir el juicio de todos; el portador del Anillo no puede ser juzgado por nadie. Queda solo ante su propia conciencia: ¿se reservará —por si acaso— el poder de obrar impunemente el mal? Para Bilbo, como hemos visto, no se trataba de querer obrar mal, sino de reservarse una posibilidad . Esa posibilidad lo tenía atado tan fuerte como la más pesada cadena
Tomado de Arvo.net