La crisis volverá a repetirse porque van a funcionar otra vez los lazos de la codicia
Únicamente conozco a un broker que actúe en Wall Street. Se trata de un antiguo compañero de colegio que ya en la infancia apuntaba maneras. Era abierto, decidido y, a la que te descuidabas, te devolvía un lápiz tras haberle prestado una pluma estilográfica. El otro día me lo encontré por la calle y estuvimos charlando un rato. Estaba contento porque los negocios le iban bien. Le pregunté si se reproducían las condiciones —propicias para él, por cierto— que dieron lugar al colapso financiero de hace algunos años. Me contestó que no sólo se reproducían sino que dentro de no mucho el colapso sería mayor.
Los especuladores, empezando por él mismo, campaban a su aire, sin freno, y sus ganancias eran fabulosas. A su alrededor las burbujas fomentadas por la especulación crecían sin cesar, aunque, como es lógico, nadie pensaba acabar atrapado por ellas.
Mi antiguo compañero de colegio era feliz: todo volvía a producirse, corregido y aumentado, ante un mundo ciego y sordo, o, lo que era todavía más eficaz, cómplice. En definitiva, de creer sus palabras, la codicia seguía creando fuertes lazos de complicidad entre el engañador y el engañado, parecidos a los de los colegiales que intercambiaban lápices y plumas estilográficas. Claro que él no hablaba de codicia sino de interés y de provecho.
Y creo que no le falta razón. No tengo conocimientos suficientes para saber, o profetizar, si se avecina un nuevo colapso, pero sí tengo la sospecha de que no se ha generado un aprendizaje profundo en relación con lo sucedido estos últimos años. No se ha eliminado el huevo de la serpiente, ya que dicha eliminación concernía, además de a la economía y a la política, al espíritu, o, si se teme esa palabra, a la mentalidad.
No ha habido catarsis, no se ha hecho limpieza, y las nuevas turbulencias pueden presentarse sin que se hayan construido diques de contención que las detengan.
A este respecto es muy interesante —incluso literariamente— escuchar el relato sobre el fin de la crisis que muchos políticos y financieros están contando. Es en cierto modo simétrico al del inicio de la crisis, e inevitablemente recuerda las narraciones tejidas en torno al absurdo. La crisis estalló inexplicablemente, y bastaría recurrir a las hemerotecas para comprobar la maravillada candidez de los dirigentes políticos y económicos: nadie podía prever nada porque —como los grandes fenómenos diabólicos y divinos, o como el absurdo— todo era imprevisible.
Inopinadamente la peste se apoderó de la ciudad. Ahora se declara que la peste ya ha sido vencida, si bien es cierto que dejando tras de sí un reguero de cadáveres. Es magnífico ver a los banqueros proclamar el triunfo sobre la peste, ajenos ellos por completo a la instalación de la epidemia. También es aleccionador comprobar el triunfalismo de Rajoy o Montoro, aunque en sus caras se insinúe todavía un rictus de espanto, como si no estuviesen muy seguros de los augurios, o simplemente tuvieran dificultades a la hora de jugar su nuevo papel en la representación teatral.
Sin embargo, con mayor o menor eficacia, la representación funciona. Los espectadores —es decir, los ciudadanos— empiezan a aceptar que la peste se está desvaneciendo, y tienen tantas ganas de que esto suceda que están olvidando ya las causas del contagio que afectó a la comunidad. Si hacemos caso de la lógica expuesta por mi antiguo compañero de colegio, el entero ciclo va a repetirse de nuevo porque otra vez van a funcionar férreamente los lazos de la codicia: los especuladores, como corresponde a su papel en la función, buscarán la complicidad de los ciudadanos para la obtención de unos beneficios que, aunque a la larga sean catastróficos, a corto plazo brillan con luz propia.
La repetición del ciclo, de producirse, implicaría una ausencia total de aprendizaje con respecto a lo que hemos denominado crisis. Si tuviésemos la voluntad de aprender deberíamos ir, creo, más allá de las explicaciones económicas y políticas para preguntarnos sobre una determinada interpretación de la existencia. Dicho directamente: mientras la vida sea entendida como un objeto de rapiña, de saqueo, cualquier otra consideración se antoja secundaria. Y esta parece ser la ideología dominante en estos primeros lustros del siglo XXI en los que el utilitarismo y el pragmatismo se ven acompañados por una exaltación permanente de la posesión inmediata de las cosas (y de las personas).
La existencia está ahí para ser tomada, para ser consumida, y no para llegar a un compromiso con ella. Más importante que el contrato social del que hablaron los ilustrados es el contrato existencial, del que carecemos y que supondría entender la vida como un sutil juego de equilibrios entre deseo y respeto, entre posesión y contención.
Cuando en la tragedia griega los poetas luchaban contra la desmesura y el desequilibrio, poniéndolos precisamente en escena, era porque partían de la honda convicción de que el hombre no puede ser libre si está atenazado por la hybris. Como supo ver muy bien Esquilo, no puede haber libertad si las fuerzas dominantes son la desmesura y el desequilibrio.
Por importante que sea la urna para la democracia todavía más importante es la capacidad de mediación y de regulación: entre los individuos, entre los poderes, entre el hombre y su entorno. No obstante, el capitalismo que, globalizado, se asienta en el mundo tras la caída del muro de Berlín, hace ahora 25 años, es una auténtica civilización de la hybris y, en consecuencia, si aún son válidas las enseñanzas de Esquilo —y pienso que lo son—, un sistemático antídoto contra la democracia. La perpetua invitación a la codicia y al fast food vital significan un continuo sabotaje al ejercicio de la libertad.
Más importante que el contrato social es el contrato existencial. Por eso es alarmante —no para él, claro— el pronóstico de mi compañero de infancia, el actual broker de Wall Street, cuando supone que las circunstancias van a repetirse porque los hombres están predispuestos a que se repitan. Indicaría que estamos atrapados en esa civilización de la hybris que no contempla otro camino que el del saqueo vital y la posesión inmediata de las cosas.
Prisioneros de ese sortilegio, lo normal es que marcháramos de crisis en crisis, de nuevo riquismo en nuevo riquismo, con asombrosas irrupciones de la peste en la ciudad y no menos asombrosas desapariciones de esa misma peste. Eso sí, con visionarios, con augures, con magos, vestidos de ministros o de banqueros, abriendo o cerrando las puertas del porvenir. Y sin posibilidad de aprender.
Lo contrario sería aprender. Pero eso entrañaría un nuevo concepto de educación que desborda, con mucho, el marco de las escuelas y las universidades para afectar, directamente, a la mente del hombre. Al comprobar los estragos violentos de la Revolución Francesa, un revolucionario como Friedrich Schiller escribió un breve y valiosísimo libro, Cartas sobre la educación estética de la humanidad.
En él se afirmaba que ningún cambio era posible, por espectacular que fuera en su efecto exterior, si no conlleva una modificación de la sensibilidad. Fue, en cierto modo, una profecía con respecto a las revoluciones que estaban por venir, especialmente las que tuvieron lugar en el siglo XX.
Aprender sería aprender a desarticular la civilización de la hybris. Educar al hombre en un nuevo contrato existencial, con sus derechos y sus deberes, en que la vida, lejos de ser un objeto de saqueo, fuese un sujeto de armonía. Claro que eso implicaría hacer una verdadera revolución espiritual, algo más delicado que cualquier revolución de otro tipo.
La próxima vez que me encuentre con mi antiguo compañero de colegio voy a preguntarle qué opina al respecto. Quizá ría porque no lo entienda; quizá se asuste porque lo entienda demasiado.
Autor: Rafael Argullol