La vida humana no tiene precio

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No es el aborto precisamente un tema agradable. Y menos aún cuando se habla de este asunto a propósito de abusos ilegales, que suponen todavía mayor inhumanidad.

Pero mejor es airear públicamente este tópico que su conversión en una cuestión tabú, de la que resulte políticamente incorrecta su simple mención. 


En un país donde se contabilizan cada año cien mil interrupciones voluntarias del embarazo, el aborto se convierte en un problema político de primer orden y no es tolerable que los partidos lo escondan cuando se aproximan unas elecciones. Pero, en sí misma, no representa una cuestión política, susceptible de ser tratada en términos de conveniencia, como si cupiera negociar tácticamente sobre ella. 


Cuando hablamos de interrupción del curso de vidas humanas, tanto de las que se estrenan como de las que están decayendo, tocamos algo que presenta un carácter absoluto. No sólo es un punto extremadamente doloroso. Se trata de algo mucho más profundo a lo que llamamos dignidad. 






«Nunca se debe tratar a la persona humana sólo como medio, sino siempre como fin»

La dignidad es el carácter del ser humano como un fin en sí mismo. La vida del hombre y de la mujer no se puede poner en función de otra cosa. Es incondicional. Como dice Kant en su imperativo categórico, nunca se debe tratar a la persona humana sólo como medio, sino siempre como fin. Aquello que es meramente medio tiene una índole funcional. 


Y todo lo que es funcional resulta, por ello mismo, sustituible por alguna otra cosa que desempeñe su mismo papel. Ahora bien, ninguna persona es sustituible por otra, como si se cambiara al funcionario de una ventanilla por otro que hace iguales trámites burocráticos. Si muere mi amigo, no me consuela pensar que tengo otros. 


Yo quiero a mi amigo, precisamente a él, y su ausencia de este mundo no puede ser compensada con la existencia de otros muchos a los que también aprecio. Por eso se dice, y no siempre de manera rutinaria, que se trata de una pérdida irreparable. Lo que acontece en cualquier aborto provocado es un atentado irreparable contra la dignidad de la vida humana. 


El aborto no es un derecho, por mucho que se presente así y se nos repita una y otra vez. Es un grave atropello. Y quienes son responsables de la cosa pública no deberían dar lugar a tan serios equívocos. Porque, según nuestro ordenamiento legal, la interrupción voluntaria de la gestación es un delito, despenalizado en determinados supuestos. Y fuera de tales circunstancias es, pura y simplemente, un delito que en un Estado de Derecho como el nuestro debe ser castigado. 






Una vida humana, por deficiente que parezca, no tiene precio.

Algo muy serio sucede cuando son los propios gobernantes de un país los que confunden delito con derecho. Ampliar los derechos humanos es una problemática tarea. Pero hacerlo a base de incluir en ellos acciones que van contra la dignidad humana equivale a un cruel contrasentido. Una vida humana, por deficiente que parezca, no tiene precio. 


Posee en sí misma un valor en cierto modo absoluto. «Todo necio confunde valor con precio», dice Antonio Machado. Se trata de un valor que no se puede pagar con nada, sea dinero prestación psicológica o social. Lo cual no es incompatible con que se comprenda y se conceda importancia a las difíciles circunstancias por las que puede pasar la mujer embarazada en determinadas situaciones. Defender la dignidad de la vida humana no nacida en modo alguno significa falta de sensibilidad y mucho menos algún tipo de conservadurismo ideológico o fanatismo religioso. 


Cabría preguntarse por qué son los católicos quienes, con más energía, se oponen a la legalización del aborto. Y habría que responder que éste también es el caso de otros cristianos no católicos, de los musulmanes y de no pocos judíos, además de representantes de religiones consideradas como primitivas. 


Desde luego, la actitud multicultural es poco compatible con la imposición de una mentalidad occidentalista, para la cual un niño por nacer no vale más que un cachorro sano de algún mamífero superior. 


Evidentemente nadie se compromete en la defensa de la vida porque se lo mande un cardenal o cien obispos, y mucho menos porque figure —caso improbable— en el programa del partido político que menos le disguste. Lo hace porque sabe que la vida humana posee una dignidad absoluta según la cual cualquier individuo de la especie homo sapiens es intocable. Es consciente de que constituye una cosa sagrada, se profese la religión que se quiera o ninguna. 


Y, como mantiene Robert Spaemann, supondría una tiranía insoportable que presuntos expertos o poderosos del tipo que sea trataran de discriminar entre quienes ellos consideran que son humanos y quienes todavía no lo son o han dejado de serlo. El Tribunal Constitucional de Alemania, país que algo sabe de totalitarismos biológicos, ha considerado contrario a los derechos fundamentales el arbitrario establecimiento de fronteras entre personas y no personas.