Cuando las palabras impiden entender las cosas, toca abandonarlas: las dificultades que surgen de preguntas incorrectas no tienen solución. En Cataluña, los problemas de los políticos no son los de los ciudadanos
La dignidad de las palabras es la primera víctima del nacionalismo. Los nacionalistas han puesto en circulación expresiones que nada significan (lengua propia, encaje, hecho diferencial, singularidad, desafección), que se usan en sentido contrario al debido (reconocimiento, discriminación positiva, democracia, cohesión, igualdad) o, simplemente, que, bien pensadas, resultan contradictorias (programa —nacionalista— de construcción nacional, federalismo asimétrico, golpes de Estado del Tribunal Constitucional).
Cuando las palabras impiden entender las cosas, toca abandonarlas. Los problemas resultado de preguntas incorrectas son irresolubles. Los científicos no determinaron la naturaleza del flogisto, el peso del calórico o la densidad del éter. Se limitaron a mostrar el desafuero de los marcos conceptuales que sostenían tales “sustancias”. El primer paso para resolver los problemas es describirlos debidamente. De otro modo nos sucederá como a los de la NASA cuando empeñaron recursos en un bolígrafo para escribir en ausencia de gravedad. Los rusos restauraron la mirada sensata: existían lápices de grafito.
Otras veces sí que cabe tasar las afirmaciones. El trabajo requiere orden intelectual, calibrar fuentes y paciencia para rebuscar en la hojarasca. Así se han desmontado mentiras sobre balanzas fiscales, el informe PISA y sentencias de La Haya o del Tribunal Constitucional alemán. A esos resultados cabe añadir ahora el trabajo de Juan F. Arza y Pau Marí-Klose, recogido en el libro Cataluña. El mito de la secesión. De su lectura se desprende que tampoco ahora el cuento es como se cuenta.
El cuento sostiene que el origen del lío hay que buscarlo en el recorte del Constitucional de un Estatuto que condensaba una demanda generalizada —ricos y pobres, catalanes de todas las procedencias— de mayor autogobierno. El referéndum sería la respuesta de los políticos a un impulso popular. La intransigencia del PP, la causa última del independentismo.
Pues bien, a la luz de datos y fechas, ninguna de las afirmaciones empíricas contenidas en el párrafo anterior se sostiene. Los despropósitos normativos o jurídicos ya se conocen: el derecho de autodeterminación, mientras se respeten los derechos y libertades, resulta incompatible con una idea cabal de democracia; defender las propuestas políticas y acudir al Constitucional forma parte del juego democrático, al menos tanto como dar por bueno un referéndum con una menesterosa participación como el del Estatut. Allí han acudido todos (hubo siete recursos, recuerden), incluidos Gobiernos nacionalistas en cuestiones que afectaban a todos los españoles y, por cierto, con excelentes resultados: han obtenido tantas o más sentencias favorables que el Gobierno central.
La condición nacionalista parece oficiar como requisito para ingresar en la clase política
Pero la fábula importante afecta a los hechos. Para empezar no había demanda de autogobierno (si es que se puede asociar, sin más, el autogobierno con un aumento de las competencias autonómicas). Conocíamos, por distintas encuestas, que, antes de desatarse la pasión por un Estatuto, los catalanes estábamos entre los españoles más satisfechos con nuestro grado de autogobierno. Y no cambiaron mucho las cosas cuando comenzó el baile. En el 2002, poco antes de iniciarse el debate estatutario, el 52,7% de los catalanes veía a Cataluña como una región española, mientras un 37,6% la veía como nación. En el 2006, después de varios años con políticos y medios entregados a la causa, poco antes del referéndum, solo el 36,3% valoraba positivamente la denominación de Cataluña como nación en el Estatuto. De hecho, por entonces, el “reconocimiento” de la identidad parecía caminar la dirección opuesta a la de sus voceros: el 73,9% de los catalanes suscribía la frase “el idioma español es un elemento básico de nuestra identidad” y un 66,4% la afirmación “la historia que compartimos, con sus cosas buenas y malas, es la que nos hace a todos españoles”. Y del Estatuto, pues ya sabemos: ratificado con el 36% del electorado. Incluso ahora, según datos de la Generalitat, la proporción de catalanes que identifican la relación Cataluña-España como un problema importante oscila entre el 20 y 25% en los distintos barómetros que se publican en 2013 y 2014. Únicamente para el 10% supone el principal problema.
Con todo, lo más interesante es desmenuzar los datos por clases sociales: sólo el 11% de los entrevistados en hogares humildes considera alguno de los aspectos relacionados con la organización del Estado uno de los principales problemas de Cataluña. Entre los que ingresan más de 2.400 euros la cosa cambia, pero tampoco parece ser una obsesión: un 31%.
Y es que la transversalidad es otra de las fantasías nacionalistas. Ni la cultural ni la social, si resultan distinguibles, a la vista de quienes son ricos y quienes no. El secesionismo no reúne a los catalanes. Si nos atenemos al origen cultural, hay un brecha, creciente, entre personas cuyos padres nacieron en Cataluña y aquellas otras cuyos padres nacieron fuera. Unos resultados que se corresponden casi como un calco cuando examinamos los apoyos según los ingresos. Incluso ahora, en plena campaña independentista, una amplia mayoría de la clase obrera se muestra contraria al derecho a la autodeterminación, a diferencia de lo que sucede con las clases medias y altas. También aquí la brecha se ha ensanchado en los últimos años. Vamos, que transversalidad social, tampoco.
El orden causal no es de abajo a arriba. Los políticos no son el eco de las demandas de los ciudadanos. No hay otro eco que el de su propia voz. Sucede, sin ir más lejos, con el desatino de la inmersión, un caso único en el mundo. Hasta donde sabemos, los catalanes apostamos por el bilingüismo en la enseñanza. Quizá por eso la Generalitat, que encuesta sobre lo humano y lo divino, nunca pregunta acerca de las lenguas en la enseñanza. En la única encuesta fiable, de 1998, el 50,2% de los catalanes se mostraba a favor de una enseñanza bilingüe y solo un 9,3% de la enseñanza exclusiva en catalán. Desde entonces nada más se ha querido saber. Lo que sí sostiene la Generalitat es que la inmersión es un modelo de éxito y que aumenta la cohesión. Sobre él éxito, lo que muestran los estudios serios es que, ceteris paribus, la inmersión perjudica significativamente la competencia de los estudiantes que tienen el castellano como lengua habitual. Sobre la cohesión, basta con ver como está el patio y, ya de paso, comparar, por ejemplo, con Finlandia, donde la elección de la lengua vehicular no parece que haya conducido al cainismo.
Las piezas empíricas del relato —transversalidad, identidad, discriminación, expolio— son débiles
Sencillamente, los problemas de los políticos no son los problemas de los ciudadanos. Algo que no sorprende cuando estudiamos la identidad de los políticos. Sabíamos, por los estudios sobre apellidos (un procedimiento común entre investigadores para identificar exclusiones sociales de raíz cultural), que los parlamentarios catalanes y sus votantes, en lo que atañe a identidades culturales, guardaban escasas semejanzas. También sabíamos, desde 1999, que mientras Cataluña era una nación para el 70% de los parlamentarios socialistas, entre sus votantes la cosa quedaba en un 26%. Estudios más recientes confirman que viven en mundos diferentes. En 2009-2010, el 70% de los representantes autonómicos de CiU se reconocía exclusivamente catalán y el resto más catalán que español. Entre sus votantes los porcentajes eran 36% y 35%. Mientras solo el 20% de los votantes socialistas se sentía más catalán que español, entre los parlamentarios del PSC el porcentaje era del 75%.
No es que los parlamentarios se sitúen lejos del núcleo central de sus votantes, es que están en posiciones más nacionalistas que sus votantes más nacionalistas. Visto de otro modo: por circunstancias sociales o, directamente, culturales, la condición nacionalista parece oficiar como requisito para ingresar en la clase política.
Por lo que se ve, las transversalidad, la identidad, la cohesión, las piezas empíricas del relato, son tan débiles como las que sostienen el relato normativo: la discriminación y el expolio. En realidad, la hipótesis más parsimoniosa es que el nacionalismo, sostenido por unas élites políticas culturales alejadas de la sociedad catalana, ceba un problema al que se presenta como solución. Lo malo es que, si quiere sobrevivir como proyecto político, el problema no ha de encontrar nunca solución. Su supervivencia está vinculada a la recreación del problema, al naufragio de las terceras vías.
Autor: Félix Ovejero ( profesor de la Universidad de Barcelona. Acaba de publicar El compromiso del creador)