Fragmento de 'Los nuevos amos del Mundo' de Jean Ziegler.
Me fascina la extraña belleza de esta ciudad. La extensión de las riberas, llanas, verdes del Potomac en las que se desgranan los blancos monumentos de la joven historia de Estados Unidos, puntos de referencia para los paseos escolares, inmensas sequoyas se alzan en soberbios parques.
Con su gigante estatua al libertador de esclavos, sentado en su trono de mármol, el Lincoln Memorial se refleja en un lago en el que nadan los patos.
Las avenidas son rectilíneas, umbrías y tranquilas.
En el Capitolio, sede del Parlamento no se percibe ninguna agitación. Ante la gran puerta de madera apenas se escucha el murmullo de las filas de visitantes aguardando en la entrada. Muchos llevan una sombrilla de colores.
Pequeños trenes subterráneos circulan entre los edificios de vidrio donde se suceden los despachos de los miembros de la Cámara de Representantes y del Senado y las dos enormes salas de deliberaciones.
El encanto del sur opera plenamente.
Aquí la policía es prácticamente invisible. Desde los hombres y las mujeres más poderosos hasta los porteros negros del Capitolio, todo el mundo muestra una tranquila gentileza, que reconforta el corazón. Es posible acercar el rostro a la verja del jardín de la Casa Blanca sin que los guardias denuncien un crimen de lesa majestad y desenfunden inmediatamente sus revólveres (hablo del clima que existía antes de la masacre del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York).
Y sin embargo, dos calles detrás del Capitolio se abre otro universo. Una frontera invisible discurre a través de los tilos y corta el asfalto quemado por el sol.
«Don’t go there please» («No vaya ahí, por favor»), me dice el Senador de Nueva York que me ha hecho ver, con una atención infinita, los sótanos, los salones y la sala de Sesiones de la Cámara Alta. Por «there» entiende los barrios negros. El ghetto, un territorio de desvalidos asolados por el crack, el alcohol y el crimen. Estos barrios cobijan a la mayoría de los habitantes de Washington D.C.
Evidentemente, la mayoría de los integristas del Banco Mundial y del FMI no pone jamás los pies allí. Del mismo modo que ignoran ese tercer mundo en ultramar, no ven la mugre que se extiende a solo dos pasos de sus despachos climatizados.
En la avenida Pennsylvania busco desesperadamente un taxi que me lleve «allí». Durante más de media hora no recibo más que negativas. El calor es sofocante, el asfalto se funde. Finalmente me para un etíope. Hablamos de los acontecimientos más recientes en Addis–Abeba. Después con prudencia comienzo a negociar. Hace que no v con la cabeza, después cambia de opinión y me dice: «De acuerdo, pero no nos detendremos. Yo escojo las calles por las que pasamos». Es así como vi un universo de coches desguazados, de edificios desvencijados, sin vidrios, de muchachos harapientos, todos negros, los ojos cerrados por el crack…
La miseria del mundo se instala justo al lado de la Casa Blanca. Por una extraña maldición, el imperio no consigue esconder del todo las innumerables víctimas que genera a diario. Como las olas de un océano maldito, vienen a batirse a unos pasos del Capitolio.
Pero los integristas de las instituciones de Breton Woods son decididamente ciegos, sordos y carentes de olfato. No se percatan de las víctimas que fabrican a diario mientras trabajan la dura jornada.
Nada, ningún desconcierto, ninguna disidencia…