Las «esclavas» de hogar en Asia

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Son víctimas de la «esclavitud del siglo XXI» los países apenas actúan con legislaciones o policialmente, para evitarlo.

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“Si terminaba mi trabajo rápido, mi jefe me obligaba a limpiar la casa otra vez. La esposa de mi empleador me gritaba y me golpeaba todos los días. Me pateaba, me abofeteaba, me golpeaba en todo el cuerpo … El empleador también me golpeaba con sus manos y me pateaba. Nunca recibí mi sueldo. Empezaba a trabajar a las cinco de la mañana y no podía irme a dormir hasta las tres de la madrugada”

Es la historia de Chain Channi, una empleada de hogar camboyana en Malasia, explotada durante años por sus jefes.

A pesar del caso hoy conocido, Malasia es ejemplo de la lentitud de las reformas y de la inoperancia de las autoridades. Más allá de la escasa legislación, los abusos están tan interiorizados que es difícil cambiar la mentalidad de los empleadores.

En el país han trascendido varios casos, algunos de gran repercusión internacional, como en 2007, cuando una criada indonesia trató de huir por la ventana de la decimoquinta planta de un edificio de este país, la vivienda en la que trabajaba y en la que la empleada dijo “haber vivido un calvario”. Durante meses, contó tras su rescate, vivió encerrada en una habitación, privada de comida y sufriendo continuas palizas. La joven, de 33 años, se descolgó por la ventana con una cuerda elaborada con sábanas y sarongs, una típica falda malasia. Afortunadamente, consiguió escapar de su cautiverio.

El caso despertó tímidamente la conciencia de las autoridades malasias contra los abusos a las empleadas de hogar. Se anunciaron reformas, como la prohibición de contratar a personas con antecedentes de maltrato en el ámbito doméstico, pero, a pesar de lo llamativo del titular, casos como el que hoy hemos conocido demuestran el fracaso de las políticas.

Las mujeres  empleadas de hogar en estos países se ven envueltas en un calvario casi desde el mismo momento en que son contratadas. El tráfico de empleadas de hogar ha hecho florecer numerosas redes de explotación que ofrecen contratos de trabajo a cambio de fuertes pagos de dinero.

Estas redes se suelen quedar además con sus pasaportes, o se los conceden al jefe que las contrata, lo que limita cualquier posibilidad  de movimiento en caso de abusos. Las “agencias”  les prometen un trabajo con remuneración y garantías, pero, en la práctica, rebajan sus salarios y les imponen cuotas que deben abonar en caso de que renuncien a su empleo.

Muchas trabajadoras han denunciado, además, haber sido reclutadas durante meses en supuestos centros de formación, antes de su traslado a las viviendas, privadas de alimento, agua y atención médica. Algunas son sometidas a tratamientos anticonceptivos o subren abusos sexuales. Y las pocas  que consiguen escapar se enfrentan a duras represalias. Todo, con la colaboración de  autoridades que hacen la vista gorda ante estas situaciones de maltrato. Algunas, tan extremas, que no han sido pocas las mujeres que han encontrado en el suicidio la única vía de escape.  En contrapartida, las condenas a reclutadores ilegales son escasísimas.

Privadas de protecciones fundamentales, como un día de descanso semanal, vacaciones o la limitación de las horas de trabajo, estas trabajadoras se encuentran además a merced de la voluntad de sus jefes, de forma que, según la mayoría de legislaciones nacionales, no pueden rescindir el contrato ni cambiar de empleo. Ni siquiera cuando son sometidas a abusos.

El requisito legal en muchos países de que estas trabajadoras deban vivir con sus familias aumentan el aislamiento al que son sometidas y las exponen a mayores riesgos de abusos. Las pocas  que se atreven a escapar para denunciar a sus empleadores se encuentran con un círculo de difícil salida. Porque, para muchas, el único contacto que tienen en el país es con frecuencia la misma red de explotación que las introdujo y que nada hace por ellas. O suele devolverlas al jefe que las maltrata.

Fuente: lainformacion.com ( * Extracto)