Le llamaban el «Ángel Rojo»

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El anarquista Melchor Rodríguez, que ejerció como delegado de Prisiones al comienzo de la Guerra Civil, salvó de una muerte segura a prominentes figuras del franquismo

1936-1939, 1940, 1941… España contra España, despiadadamente. En el tiempo en el que se desataron aquí todas las furias y el odio se instaló en las conciencias colectivas, hubo también valientes de moral íntegra, gentes de una pieza que enfrentándose incluso a sus propios correligionarios intentaron impedir la degollina. El anarquista Melchor Rodríguez García (1893 – 1972), militante de la CNT y de la FAI, delegado de Prisiones de la República, es de los que se jugaron la vida por impedir el asesinato de sus enemigos políticos.

A Ricardo Horcajada, de 81 años, le cabe el raro honor de haber desplegado una bandera anarquista ante los ojos de algunos de los jerarcas del régimen de Franco «Con el miedo en el cuerpo», como dice él, extendió la enseña rojinegra sobre el féretro de Melchor Rodríguez el 14 de febrero de 1972. Fue un entierro multitudinario y tan extravagante que, en plena dictadura, reunió a anarquistas y franquistas en un mismo duelo. «No hubo incidentes. «, apunta Javier Martín, hijo de Javier Martín Artajo, parlamentario de la CEDA en la República y diputado  en las Cortes franquistas. Javier Martín Artajo vistió durante el entierro una corbata con los colores anarquistas en justa correspondencia con el gesto de besar la cruz que Melchor Rodríguez había realizado en su lecho de muerte. «Vale, ya que te empeñas, yo beso ese trozo de madera, pero tú te comprometes a ponerte una corbata anarquista”

Horcajada sostiene que la actuación del delegado de Prisiones frente a la muchedumbre que el 8 de diciembre de 1936 pretendió asaltar la cárcel de Alcalá de Henares fue un hecho extraordinario, pocas veces en la historia se ha logrado contener con la palabra a una turba lanzada a vengar la muerte de sus hijos. «Hay que tener en cuenta», subraya, «que unos días antes, otra multitud había pasado por las armas a 319 presos en la cárcel de Guadalajara».

El archivo de la familia de Javier Martín Artajo, hermano del que fuera ministro de Exteriores en el franquismo Alberto Martín, guarda un escrito con el que el propio Melchor Rodríguez describió con detalle ese episodio.

 

«La muchedumbre, aterrorizada por los incendios provocados y las víctimas causadas por la aviación rebelde, se amotinó rabiosa y, juntándose con las milicias y hasta con la propia guardia militar que custodiaba la prisión, se dispusieron a repetir el hecho brutal realizado cinco días antes en la cárcel de Guadalajara». Fueron más de siete horas de enfrentamiento dialéctico, insultos, amenazas y forcejeos contra una muchedumbre enfurecida que tras penetrar en la prisión pretendía rebasar el rastrillo de acceso a las galerías de los presos. «¡Qué momentos más terribles aquellos! (…) Qué batalla más larga tuve que librar hasta lograr sacar al exterior a todos los asaltantes haciéndoles desistir de sus feroces propósitos.

 

Entre los 1.532 presos sospechosos de simpatizar con los facciosos que aquel 8 de diciembre de 1936 salvaron sus vidas estaban: Agustín Muñoz Grandes, Raimundo Fernández Cuesta, Martín Artajo, Peña Boeuf, Luca de Tena, Boby Deglané, Serraño Suñer, el falangista Rafael Sánchez Mazas, Fernando Cuesta, el general Valentín Gallarza…, que más tarde aparecerían incrustados en los tuétanos del régimen franquista. La leyenda del «ángel rojo» y la maledicencia del «traidor Melchor» nacieron simultáneamente ese día, en Alcalá de Henares.

Durante los cuatro meses en los que se mantuvo en el puesto, el delegado de Prisiones de la CNT se multiplicó tratando de parar las «sacas» (excarcelaciones previas a los fusilamientos) masivas, en un pulso continuo con la Junta de Defensa de Madrid, controlada por los comunistas José Cazorla y Santiago Carrillo. Salvó miles de vidas, luchando contra el reloj y el pésimo estado de las carreteras -»deprisa, deprisa, todavía podemos llegar a tiempo»-, para aparecer cuando el pelotón de fusilamiento estaba ya formado y los condenados esperaban la fatídica descarga. Con el respaldo del ministro de Justicia, también anarquista, Juan García Oliver, detuvo los traslados de presos a Paracuellos, el paraje de la sierra madrileña donde fueron abatidos miles de detenidos.

El libertario que no creía en las cárceles restituyó la autoridad de los directores y funcionarios de prisiones encargados de la custodia de los 11.000 presos políticos y reforzó el control en un momento en el que la celda era el mejor refugio contra el secuestro, el simulacro de juicio de los 10 minutos y el asesinato. En ese empeño, ordenó que ningún preso pudiera ser excarcelado sin su permiso entre las seis de la mañana y las ocho de la noche, extendió avales y salvoconductos a gentes de derechas que podían ser denunciadas y ajusticiadas. Para cobijar a los perseguidos se incautó en Madrid el palacio del Marqués de Viana, terminada la guerra, fue devuelto a su propietario. «No falta ni una cucharilla», admitió el marqués Teobaldo Saavedra. Se enfrentó también al pistolerismo anarquista de una parte de la FAI, donde habían recalado aventureros y resentidos sociales, además de delincuentes comunes.

«Se puede morir por las ideas, pero no matar por ellas», predicaba, ante la incomprensión de muchos de sus compañeros. Melchor Rodríguez formó parte de una corriente ácrata, humanista, integrada en Los Libertos, grupo libertario celoso de sus principios que trató de poner coto a los desmanes.

Comenta hoy su hija, Amapola Rodríguez «Antes de que estallara la guerra me llevó a ver la obra de teatro ¡Abajo la guerra! Le gustaba mucho la naturaleza. Me puso Amapola porque decía que es una flor rebelde que nace sola en el campo sin tener que sembrarla». A sus 87 años goza de una memoria excelente, la hija del anarquista cede a recitar, de corrido, una de las poesías escritas por su padre:«Anarquía significa// Belleza, amor, poesía,// Igualdad, fraternidad// Sentimiento, libertad// Cultura, arte, armonía// La razón, suprema guía,// La ciencia, excelsa verdad// Vida, nobleza, bondad// Satisfacción, alegría// Todo esto es anarquía// Y anarquía, humanidad».

Como indica el escritor y cineasta Alfonso Domínguez, autor de una novela biográfica y de un guión de cine sobre Melchor Rodríguez que espera llevar a la imprenta y a la pantalla, la figura de este libertario cobra cuerpo y se agiganta con la perspectiva de los años,

Hijo de un maquinista del puerto de Sevilla y de una obrera de una fábrica de cigarros, Melchor Rodríguez se puso a trabajar a la muerte de su padre, cuando tenía sólo 10 años. Trabajó de calderero, de carrocero del automóvil y de ebanista, antes de tentar la suerte en las plazas de toros, volvió a la industria del automóvil, donde su fama de chapista extremadamente fino discurría en paralelo con la de su exagerado perfeccionismo. Fue encarcelado tantas veces por sus actividades anarquistas, más de una treintena, que cuando Amapola preguntaba por él, su madre acostumbraba a responderle: ¡Pues dónde va a estar, hija mía, en su casa, en la cárcel! En la cárcel asumió el compromiso personal de contribuir a que se respetaran los derechos de todos los presos, y allí y en la calle aprendió lo que la falta de escuela le había hurtado. «La lucha contra la ignorancia nunca es una batalla perdida».

Rechazó un puesto en el sindicato vertical franquista y devolvió tachado e inutilizado el caritativo cheque de 25.000 pesetas que le habría ahorrado muchos agobios económicos.

Finalizada la guerra -a él le cupo protagonizar el traspaso simbólico de la capital española a los golpistas vencedores; «Amapola, he entregado Madrid», le dijo a su hija entre lágrimas-, fue condenado, primero a cadena perpetua; luego, a 20 años, y finalmente, a cinco, gracias a la intermediación del general Agustín Muñoz Grandes, pieza clave del Ejército y mano derecha de Franco durante años. A la salida de la prisión, continuó desarrollando sus actividades políticas y fue nuevamente detenido y encarcelado por difundir propaganda política ilegal.

Siguió también ocupándose de los presos aprovechando el ascendente moral adquirido sobre las personalidades a las que había salvado la vida. Ricardo Horcajada lo conoció así. «Cuando detuvieron a mi padre, me dijeron que en la calle de la Libertad, había una persona que podía ayudarme. Era Melchor. Pese a su apariencia pulcra y cuidada, vivía muy pobremente en un piso diminuto que compartía con un antiguo banderillero y su mujer». El anarquista de verbo fácil y vehemente se malganaba la vida vendiendo seguros, se había separado de su mujer.

Aborrecía el dinero como si fuera un invento satánico.

Horcajada, cree saber de qué materia estaba hecho, «Yo no he conocido ningún santo, pero supongo que, si existen, deben ser como Melchor, seres inocentes que pueden alcanzar cierto estado de gracia, en este caso civil; gentes infantiles, sin malicia, aunque rebeldes, como lo son la mayoría de los niños». Piensa que su amigo fue siempre un inadaptado para la vida y los negocios, un idealista que descubrió en el anarquismo la utopía de los hombres justos y santos y quiso ser uno de ellos.

Su figura brilla con un fulgor propio ahora que historiadores, políticos y propagandistas se aplican a la exhumación del periodo de la guerra y la posguerra civil. Ejemplos como el suyo emergen de los barrancos y cunetas de nuestro pasado con una fuerza aleccionadora tan poderosa que debería bastar para impedir que el sectarismo meta sus manos sucias en la memoria histórica.