No cabe duda que uno de estos mitos es la idea de ´progreso´, que en nuestros días sigue siendo uno de los ´becerros de oro´ que justifican tanta muerte y angustia que este sistema neocapitalista está produciendo en todo el mundo, tanto en el Sur empobrecido como en el Norte enriquecido. Por el ´progreso´ de Iberoamérica llevan aquellos pueblos pagando más de 25 años una deuda externa que ya han devuelto sobradamente, y por su ´progreso´ deben ser eficaces y poner en marcha los planes de reajuste estructural que les impone el Fondo Monetario Internacional (FMI)…«Para venir a lo que no sabes,
has de ir por donde no sabes»
San Juan de la Cruz
Sin duda alguna, el gran vencedor tras la caída del muro de Berlín en 1989 ha sido el neocapitalismo transnacional que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, viene dominando y organizando el mundo; en estos momentos, todo el mundo. Este sistema, enmascarado en lo político por las ideas democráticas, en lo económico por la libertad de mercado, en lo social por la participación de los ciudadanos y en lo cultural y religioso por la pluralidad y la tolerancia, encierra en sí mismo las características propias de toda ideología, con un núcleo fuerte de ideas de carácter doctrinario, impositivo, y una férrea conexión con la praxis político – social. También, como toda ideología, posee ideas fuertes, motores, que, como verdaderos mitos, lo impulsan y desarrollan.
No cabe duda que uno de estos mitos es la idea de «progreso», que en nuestros días sigue siendo uno de los «becerros de oro» que justifican tanta muerte y angustia que este sistema neocapitalista está produciendo en todo el mundo, tanto en el Sur empobrecido como en el Norte enriquecido. Por el «progreso» de Iberoamérica llevan aquellos pueblos pagando más de 25 años una deuda externa que ya han devuelto sobradamente, y por su «progreso» deben ser eficaces y poner en marcha los planes de reajuste estructural que les impone el Fondo Monetario Internacional (FMI). Y por el progreso de España, los casi 4 millones de parados españoles deben poner toda su confianza en la convergencia con Europa. Sería muy necesaria una investigación sobre cómo la idea de «progreso» se asocia con la idea de «bien» en nuestras conciencias, y ello nos lleva a aceptar lo que, en realidad, supone el contenido de esa palabra. ¿A qué progreso se refieren cuando hablan de él?. ¿Acaso al del Reino de Dios y su Justicia?. Para algunos parece que sí, pues ya hay artículos del mismísimo presidente del FMI, «católico practicante», identificando las acciones de este organismo con el desarrollo del Reino de Dios. Pero creemos que no.
En este contexto, de todos es conocido que la ciencia y la técnica suponen uno de los mayores soportes y justificaciones del pensamiento y la acción de nuestro sistema neocapitalista. Es sobre este tema sobre el que queríamos empezar a dialogar desde esta revista, sin la pretensión de llevar toda la razón, pero con la intención de que nuestro diálogo nos empuje a servir más fielmente al Señor en los hermanos.
A partir del Renacimiento, el pensamiento europeo va a comenzar a poner las bases de independencia de lo humano y lo divino, como consecuencia del desarrollo desde varios siglos atrás de nuevas clases sociales que necesitan identificarse con una forma de entender el mundo distinta a la de la Iglesia, empezando a morir de esta manera la etapa de Cristiandad del catolicismo. Este humanismo, entre otras cosas, se va a caracterizar por el desarrollo de la razón, el cual alcanza su cenit en el siglo XVIII, siglo de las Luces, que conocerá la máxima expansión de lo que hoy denominamos Racionalismo. El Racionalismo está convencido de que el mundo obedece a un orden racional y, por ello, todo lo que existe puede ser concebido, entendido, porque todo tiene una razón de ser. En el pensamiento filosófico esto irá íntimamente unido a la exaltación del hombre (humanismo) como soberano de la razón. En el plano de la ciencia la idea clave será la de orden. En los siglos XVII y XVIII, los trabajos de los investigadores como Galileo, Kepler o Newton, nos conducen a una descripción del universo como una gran esfera mecánica, donde todos los fenómenos observados obedecían a una misma ley universal. La idea de Universo evoca el mecanismo más perfecto de los relojes. El Orden soberano que imponen las Leyes de la Naturaleza es un canto armonioso absoluto e inmutable. No hay lugar para el desorden. El llegar a desentrañar todos los misterios de la Naturaleza es cuestión de darle tiempo a la razón para que reestructure nuestro pensamiento y nos posibilite concebir el impecable y universal determinismo. La verdadera realidad es el Orden, físico, biológico o antropológico, pero orden al fin y al cabo, gobernado por leyes generales.
Fijémonos que, en estas condiciones, la ciencia no sólo habla de lo real, sino que lo que ella expresa es lo real, lo que existe: el orden racional es lo que explica el mundo que existe. Por esa razón, las conclusiones del mundo científico son neutrales, puesto que hablan de lo que hay en el mundo, sin atender a intereses particulares, y objetivas, pues lo único que hace la ciencia es transcribir el orden universal.
De esta manera, el racionalismo, y su expresión en el terreno científico, se convierte en un sistema de ideas para el que, por un lado, el desorden y la degradación no tienen sentido y, por otro, la aportación de lo trascendente y la fe es denunciado como error y superstición. Es por ello, por lo que, desde el principio, el puro pensamiento racionalista tiene una componente fortísima de materialismo, de entender a la persona simplemente como un fruto complejo de la evolución biológica, y de entender la dinámica de la sociedad como consecuencia de las leyes históricas deterministas. Cualquier referencia a la trascendencia del hombre como individuo o a la de su acción social es eliminada por principio. Dios no da sentido a la vida; eso lo hará la Razón.
Sin embargo, a lo largo de los siglos XIX y XX hemos visto cómo el orden científico se ha ido desmoronando poco a poco. En el plano de la física, el segundo principio de la termodinámica introduce la idea de la degradación de la energía, de la tendencia natural de los sistemas al desorden, de manera que llegará a tener más sentido el preguntarse de dónde viene el orden del universo que cuestionarse sus desórdenes. En el mundo microfísico, en el primer año de nuestro siglo Plank expone su teoría cuántica, donde las ideas probabilísticas y las propiedades definidas como potencialidad, dispuestas a adoptar formas diversas, juegan un papel fundamental. Consecuencia de esta teoría es el principio de incertidumbre de Heisenberg, que nos llevó a la idea de la imposibilidad de conocer al mismo tiempo la velocidad y la posición de una partícula que se mueve en torno al núcleo del átomo, expresando así uno de los límites del determinismo. Además, la razón para esto es la interferencia del observador, del que quiere medir, sobre el átomo, con lo cual la ciencia va a tener que empezar a aceptar que su soberana objetividad está mediatizada por el observador. En el plano macrofísico, del universo, lo que actualmente concebimos es un universo fruto de una gran explosión (el Big Bang), que produce que los miles de millones de galaxias, estrellas y planetas estén todavía expandiéndose, separándose unos de otros, como consecuencia de esa gran explosión hace 15 mil millones de años. La idea de explosión expresa sin ninguna duda la ruptura total con el planteamiento del universo como máquina armoniosa, reloj perfecto.
En el plano de las matemáticas, en la primera mitad de este siglo aparece una publicación del matemático alemán Kurt Gödel, que básicamente venía a mostrar la imposibilidad de que el pensamiento deductivo, el método por excelencia de las matemáticas, fuese capaz de describir completamente un sistema sin caer en contradicción. Posiblemente este trabajo suponga una de las mayores manifestaciones de los límites de la razón científica, puesto que viene a decir justo lo contrario de lo que era la máxima aspiración del racionalismo: la explicación entera y sin contradicciones de todo lo real.
De esta forma, la ciencia va a tener que ir aceptando y manejando poco a poco conceptos como error, desorden, probabilidad, y se va a ver forzada a ir adaptando metodologías, no tanto como para «conocer lo real», sino para «interpretar» y dar una posible explicación de algunos fenómenos de la realidad. Esta necesidad se manifiesta con mucha más claridad cuando lo que se quiere estudiar es al hombre, tanto como ser individual como en sus relaciones sociales. El conocimiento científico fruto del racionalismo sólo puede ver al hombre como máquina complejizada, y a la dinámica social en el que está inmerso como consecuencia de leyes deterministas que lo gobiernan. Así, el racionalismo, haciendo gala de su expresión más ideológica, sólo puede estudiar al hombre reduciéndolo, simplificándolo, dividiendo su estudio en múltiples disciplinas (física, química, biología, psicología, antropología, sociología,…) y desterrando al plano de lo no científico en este estudio toda referencia al espíritu, a lo religioso, a lo confuso y contradictorio, a lo sensible e intuitivo, al conflicto, al dolor y a la muerte. El hombre del racionalismo posee a la diosa Razón, y por eso, se ha convertido en superhombre, con capacidad plena de llegar a entenderlo, juzgarlo y dominarlo todo. Desde aquí se entienden mejor los frutos perversos y demoníacos de esta forma de entender el mundo cuando se da la puesta en práctica en las realidades político – sociales: dos guerras mundiales, abismo creciente Norte – Sur, más de 40 conflictos armados actualmente en el mundo, más de 100 millones de personas en paro, 200 millones de niños esclavos, 50 millones de muertes por hambre en el mundo, una economía en conducida por el lucro y la codicia,..
No seamos ingenuos. La ciencia actual es una forma de pensamiento que dista mucho de la Verdad de lo real, y está también muy lejos de ser neutra y objetiva, aunque de esto podríamos hablar en otro número de la revista. Lo que queremos plantear a diálogo en este artículo es la imposibilidad del pensamiento estrictamente racional de captar la realidad – y, por ello, la necesidad de complementarlo y, así, superarlo – así como el sustrato ideológico – visión materialista de la persona, la sociedad y la historia – que lleva consigo.
Evidentemente, todo lo dicho debe ser repensado desde la fe. Tengamos muy en cuenta que en la actualidad la ciencia y su praxis más directa, la técnica, siguen siendo presentadas a la sociedad como conocimientos neutros y certeros de la realidad; y bien saben usar nuestros políticos y empresarios el recurso a lo que es «necesidad científico – técnica del desarrollo», o exigencia (científica) del progreso. Y en el nombre de este desarrollo y de esta ciencia seguimos colonizando y explicando al mundo entero cómo tienen que «desarrollarse».
La Iglesia manifiesta con alegría que Cristo viene a salvar al hombre completo y que es Él, entregado, muerto y resucitado, el que desvela el misterio del hombre. Y que seguirle es seguir a la Verdad; es ser, como decía Rovirosa, «entusiastas» de la Verdad. Nuestra fe se manifiesta en Aquel que se ha hecho carne, y por eso, es una fe encarnada para evangelizar al hombre completo; por eso, la fe nos abre a la grandeza de lo creado, de todo lo que está por conocer, por pensar y repensar, liberando así a la razón de reduccionismos simplificantes. Nuestra fe nos conduce a una concepción trascendente de la persona, hijo de Dios, imagen de Cristo, y, por ello, abierta al misterio, a la duda, a lo que no se concibe sólo con la razón, a la contradicción, a lo pequeño, al fracaso. Pero usando también todas las armas de la razón, y superándola en sus límites. Es mucho más coherente pensar hoy desde la fe, visto el desarrollo científico de este siglo, que seguir encerrando la razón en una racionalidad que, necesariamente, debe ser simplista para tener consistencia. Cristo nos hace buscadores incansables de la verdad, más allá del racionalismo, pero usando asimismo toda la fuerza de la razón, para caminar también mucho más allá de los reduccionismos espiritualistas.
José Antonio Langa. Doctor en Ciencias Exactas
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