Deje de lamentarse por su privacidad. Eso ni existe ni tiene visos de recuperarse. Es un concepto obsoleto que se perdió durante la digitalización de la realidad, albores de la Sociedad de la Información, en devengo por el privilegio de estar informados al segundo. Es usted quien ha expuesto su intimidad al mundo y, aunque no lo crea, no desea recuperarla.
Viajemos quince años atrás, hasta el confortable siglo XX. Mire, ahí está usted descubriendo internet. Ahora está escogiendo un pseudónimo que le permita dispersar su opinión en la red sin que nadie pueda relacionarle con su personalidad analógica. Pese a que no se siente cómodo utilizando un apodo, el vecino informático lo considera indispensable dado que internet es un medio abierto al mundo. A usted le asusta la idea de un mundo de acceso universal, por eso se va internando poco a poco. Primero se abre una cuenta de correo, después comenta en un foro y finalmente se decide a ingresar en un chat.
No, no es que sean gratis, es que usted está trabajando para ellas. Lo hace, además, bajo la presión de mantener el interés en su marca personal.
Saltemos de nuevo a 2013 para revisar su actual relación con la red. Ya casi no recuerda aquel nick primigenio; en su lugar emplea su nombre real, porque sin él es imposible que le encuentren sus conocidos en las redes sociales. A pecho descubierto opina en Twitter, airea su carrera profesional en LinkedIn y comparte sus fotos más personales en Facebook. Cualquiera puede trazar su personalidad a partir de la mera interpretación de los unos y los ceros que genera. ¿Qué le ha hecho cambiar tanto de actitud en solo un puñado de años?
No es internet, sino usted
Internet no ha cambiado; lo ha hecho usted. La red no ha hecho sino evolucionar en su voracidad. Usted ha cedido su información personal porque le parece que su CV debe ser visible para todos, porque quiere saber qué le interesa al común de los mortales, porque no va a renunciar a las fotos de sus antiguas compañeras de clase.
Si se fija un poco más, descubrirá que está generando el contenido hiperlocal que nutre a las redes sociales. No, no es que sean gratis, es que usted está trabajando para ellas. Lo hace, además, bajo la presión de mantener el interés en su marca personal. Es por eso que comparte información que antes clasificaba privada y por lo que se moja de más en determinadas polémicas. Como emisores de información, hemos interiorizado la tarea de entretener a nuestra audiencia, con todas sus consecuencias.
Esto le ocurre a usted, a mí y a cualquiera. Vivimos todos descolocados, incluso los que más saben. Les pondré un ejemplo. Hace unos meses concerté una reunión con un destacado miembro del panorama tecnológico nacional.
Llamémosle Juan. Cité a Juan en una cafetería próxima a nuestros domicilios. Aceptó encantado: «Perfecto, me viene muy cerca de casa». «Lo sé», le respondí. Mi interlocutor repasó mentalmente la información que había compartido en internet y fue incapaz de recordar dónde y cuándo había revelado su domicilio.
En realidad Juan no había cometido el error de escribir su dirección en un sitio público ni yo el de espiarle, sino algo mucho peor. Utilizaba, a diario, una aplicación para monitorizar el footing mañanero. Y esta aplicación, que dispone de una funcionalidad social, además de recordarme que soy un vago, también me mostraba un mapa con su recorrido en directo: cinco kilómetros que arrancan desde un punto, su casa, hasta dar la vuelta al parque del Retiro y regreso. Con esta anécdota quiero destacar que nuestro descontrol con la privacidad es tal que hasta un experto en TIC es capaz de encender todos los días un GPS y no reparar en sus consecuencias.
Nuestra vida está fuera de control
Ya que he mencionado las miserias de Juan -discúlpame-, también os contaré algunas de sus virtudes. Juan es una de esas personas que lee los Términos y Condiciones de Uso de cabo a rabo, que no descarga una app que acceda a un servicio que le es ajeno, que revisa las imágenes que cuelga en las redes con el fin de no comprometer su confidencialidad ni la de terceros y que incluso desactiva la hora de última conexión de WhatsApp para gestionar sus respuestas cuando juzgue más conveniente. En resumidas cuentas, Juan sabe lo que se cuece y es celoso con su privacidad pero es incapaz de controlar su exposición pública.
Suelo acudir al caso de Elvira para hacer referencia a nuestra incapacidad por controlar la información propia. Conocí a Elvira hace siete años en Nueva York. Fotógrafa profesional, Elvira tenía un proyecto de final de carrera sensacional: durante los tres años anteriores había tomado fotos fijas a su vagón de metro. Todos los días a la misma hora, desde el mismo asiento, en la línea que une su Queens natal con Manhattan. Es una idea que tomó de Hoagie, el estanquero de la película Smoke (1995).
Contemplar la sucesión de imágenes resultaba una experiencia maravillosa. A lo largo de las fotos podía comprobarse el cambio de luz según la estación, el interés de la sociedad a través de un anuncio fijo de la cadena NBC… y también la evolución físico-anímica de un puñado de viajeros cuyos horarios laborales coincidían con los de la joven fotógrafo. Elvira colgó la serie en internet y engalanó el proyecto con un emotivo vídeo forjado mediante fundidos encadenados y el What a wonderful world de Louis Armstrong.
Elvira consiguió una excelente calificación para su trabajo y, agradecida, se lo mostró a sus compañeros habituales -y modelos furtivos- de viaje.
La mayoría se sintieron agasajados, pero uno de ellos la demandó al verse seiscientas veces retratado en la red. Poco después un juez de la ciudad obligó a la fotógrafa a retirarlas y compensar al viajero con una parte proporcional de los ingresos que hubiera obtenido por su difusión.
Aludo al caso de Elvira como ejemplo de que uno puede encontrar su imagen en internet sin siquiera tener nociones de cómo navegar por una página web.
Al respecto también sospecho que hoy, con la laxitud legal que se maneja en internet y el exceso de contenidos que lesionan la intimidad de las personas, sería mucho más difícil obtener una sentencia judicial en unas semanas.
Considere que en este artículo estamos tratando sobre la información privada a la que puede acceder cualquier persona; no tengo ni que mencionarle que su gobierno, sencillamente, hace tiempo que lo sabe todo sobre usted.
Con todo, si lo que usted desea es que su intimidad sea siempre privada, no le queda otra que salir de internet. Cierre todos los perfiles que haya creado, tire a la basura el smartphone y la tablet, deshágase de cada cuenta de correo y tómese un tiempo para reclamar su derecho al olvido. Podrá permitirse la navegación en Modo Privado y poco más. Olvídese del e-commerce, delnetworking o de las videoconferencias. Quizá hasta de su actual trabajo. Olvídese, en esencia, de este siglo.
Básicamente lo que las empresas buscan es saber qué consume y cuánto tiempo lo hace, con el fin de adaptar sus productos a sus hábitos. Pruebe a enviar un correo a alguien hablando del coche que sopesa comprar y fíjese en los anuncios que Google le ha colocado a la derecha. ¿Ve cómo le ofrece los modelos que ha mencionado al mejor precio? Esto ya no sorprende a nadie. Para espiarle no ha hecho falta más que un algoritmo menos inteligente que una gallina, y no negará que todos nos beneficiamos del cambio de paradigma entre la publicidad dirigida y la discrecional.
De modo que deje de clamar por una privacidad que no existe. Hay en la red cientos, miles de agentes que minan nuestros datos constantemente. Los registran, los filtran y los venden. Pero no al modo de una vecina de patio, con nombres y apellidos, sino al estilo Orwell, con la degradación -y el alivio- que conlleva ser reducido a un número. Aunque, como dice el cómico estadounidense Keith Lowell, «lo que Orwell no predijo es que las cámaras las compraríamos nosotros».
Nos queda cuidar de nuestra reputación digital y aún más de nuestra agenda de passwords. Olvide lo que aprendió acerca de la intimidad en tiempos analógicos. Y sonría, que le estamos viendo todos.
Autor: Alfredo Pascual (* Extracto)