Los hijos ya viven peor que sus padres

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Llevamos más de un década repitiendo, avisando, que los hijos vivirán peor que sus padres. Ya no es sólo una intuición. Hay datos. En Inglaterra se habla de una pérdida del 50% del nivel adquisitivo. En muchos países de Europa, incluido España, estamos en esa tendencia

Amplios sectores sociales, pero especialmente los jóvenes, constatan que los pilares en los que se ha cimentado la vida hasta ahora, se han derrumbado. La red familiar cada vez es más delgada y pequeña. Las cualificaciones profesionales caducan en cuanto acaba “la carrera”. El empleo estable con ingresos estables y suficientes para garantizar un proyecto de vida pertenece a otro universo. Tener una vivienda propia, formar parte fija de un territorio, parece un acontecimiento de hace siglos. El “contrato social” que permite contar con protección más allá de la vida laboral (pensiones) está roto.

¿Quién puede proyectar su vida más allá de unas pocas horas? ¿Quién puede hacer planes de futuro?

Todo esto se produce en un contexto dónde la llamada globalización y la revolución tecnológica y de las comunicaciones, a un ritmo que ya nos resulta frenético, han afectado no sólo al ámbito de la economía sino también al de la política y, sobre todo, al de la cultura. Deberíamos pararnos a pensar qué supone esta nueva ruptura generacional.

Los ingredientes de esta ruptura nos hablan preponderantemente de un desarraigo. Un desarraigo con la historia, con nuestra propia historia personal. Nuestro pasado, la experiencia de la vida de nuestros padres o abuelos, se ha convertido en un lastre, una cadena que hay que soltar para tener algo que pintar en la nueva era. La tradición y la memoria son de “carcas”. El joven piensa que la historia comienza con él. Por otro lado, el futuro se convierte también en una entelequia. ¿Quién puede proyectar su vida más allá de unas pocas horas? ¿Quién puede hacer planes de futuro? Hablamos también, por lo tanto, de un desarraigo existencial.

Es esta quiebra de las expectativas de futuro la que nos hace temer por una situación muy conflictiva y, a juzgar de muchos analistas sociales, explosiva. ¿Merece la pena algo en serio? ¿Merece la pena matarse a estudiar? ¿Merece la pena algún compromiso o responsabilidad, algún vínculo, a largo plazo, para siempre? ¿Tiene auténtico valor algo? ¿De qué sirve acatar las normas si las normas de ahora no serán las de mañana? ¿Se puede confiar seriamente en algo o en alguien? ¿Responde la política, la vida de la polis, a mis necesidades y expectativas?

Algunos jóvenes han sido etiquetados en la categoría de “ni-ni”, ni estudian ni trabajan. Un porcentaje muy alto por cierto, cerca del 25% en España. Ya están respondiendo a las preguntas: no, no merece la pena. ¿Acaso eso no está significando nada en relación, por ejemplo, a la violencia que se da entre los jóvenes? Otros, por el contrario, se han hecho llamar los “si-si”. Se matan a estudiar, para acumular “capital humano” y, entre tanto, aceptan cualquier trabajo precario que se les ofrece y que puedan compatibilizar medianamente. Aceptan también, por supuesto, cualquier movilidad territorial. Responden también a las preguntas. Mantienen cierta esperanza y confianza en llegar a algún lugar en esa carrera, hipercompetitiva, a no se sabe dónde. Unos ya se saben desechos y desechables. Y luchan en las márgenes del campo de juego. Otros, luchan encarnizadamente por su puesto en el equipo de la liga, como si estuvieran, ¿acaso no lo están?, en una guerra. Los dos polos sirven para trazar un panorama. Lo cierto es que todos comparten, en mucho o en poco, ese desarraigo salvaje que nos hace tan vulnerables al poder que trata de controlarlo todo para seguir lucrándose.

Es posible que los jóvenes no formulen las preguntas como lo hemos hecho aquí, pero lo cierto es que detrás de muchas de sus conductas laten estas tensiones. Se busca un espacio, un grupo, una red de seguridad, una moda, un vínculo, una pertenencia, una identidad de la que formar parte en un mundo de tantas incertidumbres e inseguridades, de tantas relatividades y subjetividades. Detrás de la pléyade de adicciones, de la eternización de la adolescencia, de la desafección política, de las tribus y las bandas urbanas, de las “comunidades virtuales”, de la violencia aparentemente gratuita, de las experiencias al límite, de los localismos y los fundamentalismos, de los populismos,… laten esas tensiones. Tensiones de orfandad, de desarraigo. También tensiones de una verdad, de una coherencia y de una justicia que siempre late en lo más hondo de todo ser humano. La juventud es siempre un buen espejo en el que mirarnos.

Editorial de la revista Autogestión

Puedes descargarte aquí un extracto del último número  Revista Autogestión 119. Extracto