El Consejo Fiscal -órgano asesor del Fiscal General del Estado- ha declarado inconstitucional el proyecto de la nueva ley del aborto. El informe de dicho consejo no es vinculante, de manera que cabe suponer que la aprobación de la ley en el Congreso será pura cuestión de aritmética parlamentaria
Fuente: El Comercio Digital
El proyecto de ley establece entre otras cosas -y ha sido rechazado por el Consejo Fiscal- que, si se descubren malformaciones del feto incompatibles con la vida o enfermedad extremadamente grave e incurable, no hay límite temporal para la práctica del aborto. En este último caso, el proyecto de ley establece que un comité clínico (con varios especialistas, ninguno contrario al aborto) dictaminará su pertinencia.
La articulación de este comité en el que se excluye explícitamente a especialistas contrarios al aborto representa una manera arquetípica de proponer y resolver las cuestiones públicas éticamente controvertidas tales como el matrimonio homosexual, la eutanasia, la investigación con células madre embrionarias, etcétera. Según este modo de abordar los debates públicos en materia ética, quienes mantienen posturas a las que se les suele denominar conservadoras -no digamos nada, si pueden ser caracterizadas como católicas- son parciales, mientras que la imparcialidad, la razón, la objetividad y, consiguientemente, la aptitud para intervenir en un debate o en una decisión con especiales connotaciones éticas queda reservada exclusivamente para quienes no se encuentran «lastrados» por sus creencias. Por lo visto, la lucidez procede de la falta de creencias; o tal vez es que hay creencias y creencias.
El reparto de papeles no puede ser más ventajoso -ni tramposo- desde el punto de vista del debate: los discrepantes quedan inhabilitados para participar en él. La trampa no consiste en que una parte, en ocasiones quizá mayoritaria, considere que su posición es la correcta o la más racional, lo cual es, por cierto, completamente necesario para que pueda darse un debate. La trampa no reside, por tanto, en entender que los otros estén equivocados -algo sano y legítimo- sino en proclamarse «no parte», no parcial, esto es, imparcial.
La ventaja del «imparcialismo» reside en negar subrepticiamente el debate, esto es, en privar a una parte de la sociedad de su legitimidad para debatir o intervenir. Colocada la etiqueta de parcial a la postura contraria, una de las partes se autoproclama imparcial y, por tanto, facultada para salirse con la suya sin tener que esforzarse lo más mínimo en aportar ninguna razón, ya que las otras alternativas han sido rechazadas de antemano. El éxito cosechado en las sociedades occidentales por esta manera de posicionarse en los debates resulta preocupante, porque, por muy progresista que se pretenda, el «imparcialismo» atenta gravemente contra el pluralismo. Los imparciales viven beatíficamente atrincherados en sus posiciones, no porque las hayan conquistado tras un enconado debate -lo que tal vez sería incluso encomiable- sino porque han conseguido sortear el debate.
Al imparcial profundo le resultan impensables otros planteamientos que no sean los suyos. Los imparciales son como esas personas poco viajadas a las que les parece imposible que exista algo más bonito que su pueblo. Los imparciales se sienten pacífica y candorosamente dueños de la calle, esto es, del espacio público, porque están convencidos de que discrepar de ellos es propio sólo de talibanes. Los imparciales viven felices y contentos porque se sienten blindados en sus posturas; son una especie de aforados del debate público, con mucho mejor porvenir, desde luego, que el de los intocables de Eliot Ness.