Está claro que hemos subestimado el poder del alcohol: una apisonadora que pasa por encima de los intereses ajenos y los derechos compartidos, capaz de imponer los intereses particulares sobre los generales
La realidad se ha impuesto y el dinero -ese objeto de deseo que en cantidades abundantes siempre circula por manos de unos pocos, como sucede con los billetes de 500 euros- ha estrechado sus lazos con el miedo a perder poder electoral y ha venido a garantizarle al alcohol su poder casi invencible. Los «solidísimos intereses creados», que diría Benavente.
A lo largo de esta semana, la opinión pública ha podido comprobar cómo la discusión política sobre la conveniencia de tramitar la anunciada Ley sobre prevención del consumo de bebidas alcohólicas ha estado más cerca del esperpento que del cruce de argumentos entre las partes enfrentadas. No es gratuito este recuerdo al estilo que tanto cultivó Valle Inclán: hemos tenido mezcla de mundo real y de pesadilla (hay que dar la razón a la ministra de Sanidad cuando asegura que la mayoría de las voces críticas parece no haber leído el anteproyecto; más de un líder político no se ha enterado aún que la ley se dirigía al menor); hemos tenido abuso del contraste (como si una parte negara derechos fundamentales y la otra los defendiera); y, por supuesto, hemos tenido una deformación sistemática de la realidad a base de burla y caricatura (sirva de ejemplo ese futuro desgarrador, lleno de miserias económicas y despidos masivos que muchos han dibujado como inevitable).
Quizá entre todos los preocupados por la salud hayamos contribuido a un alarmismo injustificable y nos cueste reconocer que estamos equivocados. Puede ser que este inicio de debate social haya sido una pérdida innecesaria de tiempo y que, tal vez, no haya más que mirar las cifras para, efectivamente, quedarse tranquilos: tres millones de chicos, de entre 14 y 17 años se emborracharán a lo largo de este mes. Sólo tres millones. ¿Pero sólo este mes? No, una vez al mes durante todo el año. Por eso pudiera ser que algún despistado manifestara una tímida preocupación. Bobadas. Frente a eso anteponemos primero nuestra ancestral cultura del alcohol y después el uso que los más jóvenes saben y deben hacer de su libertad. Y así todos tranquilos: los padres, los educadores, los sanitarios, los políticos, Con tanta cultura y tanta libertad, ¿quién necesita superfluas medidas de regulación de las bebidas alcohólicas o ridículas iniciativas para intentar disminuir el consumo de alcohol entre los adolescentes?
Ironías aparte, en el fondo todo esto es una pérdida de tiempo y ganas de molestar a algún sector económico de nuestro país. Supongo que no estoy descubriendo nada. En la definición del término dinero que hace Fernando Savater en su Diccionario Filosófico (1999) escribe que «los comentarios históricos en toda época y lugar sobre el dinero siempre constatan el aumento de su influencia sobre conductas y conciencias. Resulta pues que el dinero es el único producto social que nunca ha dado síntomas perceptibles de decadencia».
Se me dirá que ninguno de los colectivos implicados está en posesión de la verdad. Sin duda, pero también es innegable que estamos ante un problema social en el que las posiciones están divididas y resulta difícil alcanzar acuerdos y consensos. La reciente decisión del Ministerio de Sanidad de retirar indefinidamente el anteproyecto de la ley antialcohol pone de relieve la debilidad de nuestro sistema de convivencia social. Las presiones de los sectores interesados y el temor del Gobierno a que pudieran tambalearse algunos acuerdos políticos han impedido que los representantes legítimos de los españoles iniciaran por fin un análisis sosegado y un debate apasionado en busca del consenso social necesario para regular el consumo de las bebidas alcohólicas entre los menores de edad.
El debate parlamentario hubiera sido esa oportunidad, que en más de una ocasión anterior se había perdido, de poder abordar en profundidad las consecuencias del alcohol. Una oportunidad que venía prácticamente exigida por el sentido común a tenor de los datos de la última encuesta escolar (año 2004): un 35% de los menores afirma emborracharse al menos una vez al mes. La misma encuesta hecha 10 años antes revela que el empeoramiento de la situación actual es más que notable. En 1994, los datos indicaban que un 21% de los menores se había embriagado en el último mes, es decir un millón menos. Y ya por entonces había opiniones de políticos, sanitarios y ciudadanos dispuestos a declararse -ya sabemos ahora que insensatamente- partidarios de adoptar medidas que protejan la salud de los jóvenes ante los riesgos del consumo de alcohol.
Con esta marcha atrás de última hora perdemos, insisto, la posibilidad de recordar a los parlamentarios, a los grupos políticos y a toda la sociedad española que en el año 2000 ya se alcanzó un acuerdo político con la Estrategia Nacional sobre Drogas 2000-2008, publicada en el BOE. En aquel texto se podía leer que «a pesar de lo elevado de las prevalencias, persiste una gran tolerancia social respecto al consumo de alcohol y su uso conlleva una muy escasa percepción de riesgo. Esto dificulta la aplicación de estrategias dirigidas a la prevención del alcohol».
Entre las medidas propuestas por entonces se destacó la «ordenación de las limitaciones a la publicidad y promoción de las bebidas alcohólicas y tabaco. Esta normativa autonómica deberá partir de una norma básica de carácter estatal. Ordenación de las limitaciones a la venta y consumo de bebidas alcohólicas y tabaco». Ilusamente, se marcaron entonces objetivos como que «en el año 2003, se habrá reducido en un 20% el porcentaje de los jóvenes bebedores excesivos y de alto riesgo. En el año 2003, el consumo de bebidas alcohólicas entre los jóvenes durante los fines de semana habrá disminuido en un 10%. Se incidirá de modo muy especial para frenar la tendencia expansiva entre las adolescentes».
Los perjuicios de cerrar en falso este debate social serán inevitables. El primero será que al final quede flotando en el ambiente la falsa idea de que el consumo de alcohol entre los menores no es un problema de peso en nuestro país. Habrá quien razone que si la regulación puede esperar, e incluso no llegar nunca, es porque realmente no hay tal problema. Hasta es posible que algún adolescente atento a la polémica de estos días acabe dando por buena la idea de que las pautas de diversión asociadas al alcohol no deben ser tan malas después de todo.
Tampoco es descabellado imaginar a más de un padre concluyendo equivocadamente que si la ley puede esperar es porque a lo mejor basta con que él, el médico o el profesor eduquen a su chico sobre los riesgos específicos del alcohol a edades tempranas para que éste los tenga en cuenta. Así llevamos no años, sino décadas, y los datos son tozudos: el consumo de las sustancias psicoactivas como son el alcohol, el cannabis, la cocaína o la nicotina en los menores no sólo no ha mejorado, sino que en algunos casos ha empeorado. En apenas 10 años se han hecho mucho más patentes los riesgos para la salud de nuestros jóvenes asociados al consumo de bebidas alcohólicas.
No suele haber soluciones simples para problemas complejos, y éste lo es. Afecta a uno de los colectivos más sensibles de nuestra sociedad y si miramos para otro lado estaremos eludiendo una responsabilidad que, como adultos, tenemos en relación con el comportamiento de muchos chavales de 14, 15 ó 16 años que se emborrachan cada fin de semana. Cualquier solución pasará por intensificar la investigación en los programas de prevención, por incrementar los presupuestos en las prácticas de prevención que han dado indicios de resultados parciales y por establecer medidas y normas que regulen la oferta de bebidas alcohólicas a los menores.
Si algo nos ha enseñado el conocimiento científico acumulado en materia de prevención y de promoción de estilos de vida saludables, es que para los jóvenes no valen las ecuaciones simples. Padres, profesionales de la salud y educadores desconocemos muchos de los elementos que condicionan que nuestros hijos adopten comportamientos de riesgo para su salud y su bienestar. Tenemos algunas ideas porque también hemos sido adolescentes pero a eso hay que añadir un conocimiento profundo sobre cómo influyen circunstancias como las normas sociales, las relaciones con los amigos, los vínculos con la familia, la presión del grupo de amigos, los efectos de la publicidad, la búsqueda de nuevas experiencias que es propia de la adolescencia o la necesidad que tiene cada menor de sentirse apreciado y reconocido. Todas éstas entre otras muchas. Cometeríamos un error muy grave si caemos en la simplificación de un mundo tan complejo como es el de la educación de los menores porque interesa dar carpetazo a este debate sobre el alcohol que tanto malestar y desconcierto parece que ocasionan.
Consignemos pues un nuevo fracaso. Una cadena de fracasos que empieza en el Gobierno, incapaz de mantener el debate, sigue en la oposición, que huye y reniega de su pasado, pasa por los profesionales sanitarios, que no hemos sabido transmitir el impacto del alcohol en la salud y el bienestar de nuestros jóvenes, y acaba en la sociedad española que una vez más esconde la cabeza y no mira de frente a un problema que le persigue desde largo tiempo. ¿Y los menores? Los menores, a su aire
Sábado, 24 de Febrero de 2007 :: España/Economía :: Alcoholismo
Por Luis Aguilera García, presidente de