Una de las referencias más interesantes del magnífico libro Imperiofobia y Leyenda Negra es la cuestión de los juicios de residencia. Desde el punto de vista de una cultura política autogestionaria es un elemento especialmente interesante de cara a la construcción de comunidades políticas donde se quiera combatir la corrupción y promover la responsabilidad por el Bien Común.
Imperiofobia (Elvira Roca Barea)
La administración de los reinos de ultramar estuvo sometida desde el principio a sistemas cruzados de control y a contrapesos de poder que dificultaban la corrupción y la ineficacia. Uno de estos procedimientos era el juicio de residencia, un proceso judicial característico del derecho castellano e indiano. Cuando un funcionario público de cualquier categoría, desde virrey a alguacil, terminaba su tiempo de servicio era automáticamente sometido a un juicio durante el cual se escuchaban todas las acusaciones que cualquiera pudiera presentar contra él por haber desempeñado de manera deshonesta o ineficaz su cometido. Se analizaba tanto la honradez en el trabajo como la consecución de objetivos, esto es, que el representante de la Administración había hecho aquello para lo que se le nombró. El juicio de residencia podía durar varios meses y el responsable público no podía abandonar la ciudad en que había estado ejerciendo sus funciones hasta haber sido absuelto. De ahí el nombre, juicio de residencia. Una parte de su salario se le retenía para garantizar que pagaría la multa en caso de condena. El juicio era sumario y público, aunque una parte de la instrucción era secreta al objeto de proteger a los testigos o acusadores de hombres que tenían mucho poder. No se olvide que virreyes, oidores, corregidores, alcaides y jueces debían pasar estos juicios. Una vez absuelto, el funcionario o cargo podía seguir progresando en el cursus honorum de la Administración imperial, pero si era condenado por errores o ilegalidades se le sancionaba con una multa, un destino inferior, e incluso cárcel o la prohibición de tener un cargo público de por vida.
El juicio de residencia era un acontecimiento público que se pregonaba a los cuatro vientos por los alguaciles para que toda la comunidad participase. Algunos fueron verdaderos acontecimientos sociales. No eran una farsa, aunque es evidente que hubo miles y es imposible que todos fuesen impecables. En general esta institución funcionó con total seriedad durante varios siglos, con un rigor que hoy nos parecería excesivo. Don Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias y gobernador de la Nueva Andalucía, en el segundo juicio de residencia de los cuatro que tuvo que pasar, fue condenado y sufrió confiscación de bienes y prisión, junto a su hermano Alonso. De ella salieron gravemente enfermos y arruinados. Apelaron al Consejo de Indias, que era la instancia competente en este tipo de juicios, el cual finalmente atenuó la condena y, entendiendo que había sido excesiva, permitió a los hermanos Heredia continuar en la Administración y volver al cursus honorum.
Cuenta Solórzano Pereira (1575-1655) en su De Indiarum Iure que un oidor del Perú que abandonó su puesto un día antes de que se cumpliera la residencia, por no perder el barco, y a pesar de que había sido declarado inocente, fue obligado por el Consejo de Indias a regresar a Lima, pagando el viaje a sus expensas, para rendir el día de servicio que le faltaba. En su tiempo se dijo que el famoso virrey Solís decidió entrar en religión antes de que acabara su mandato, no por haber recibido una llamada repentina del Altísimo ni por arrepentimiento de sus muchos pecados y disipaciones, sino del miedo que sintió cuando se enteró de que Fernando VI, su amigo y protector, había muerto, y él, por tanto, tenía que enfrentarse al juicio de residencia sin la confortable protección real. Fue uno de los juicios más largos y voluminosos de la Administración imperial: seis meses de investigaciones e interrogatorios en más de cuarenta ciudades y pueblos, y 20.000 folios de instrucción. La sentencia del 5 de agosto de 1762 condenó a Solís por veintidós cargos, todos relacionados con defraudación y disipación del erario real.
Estos juicios no son una novedad jurídica de la Administración isabelina sino una réplica de los juicios de concusión o peculado del Derecho Romano. El delito de peculado aparece en el antiguo Derecho Romano como robo de ganado (pecus) perteneciente al Estado. Los romanos primitivos, como otros pueblos indoeuropeos, medían la riqueza en cabezas de ganado. En 123 a. C. la Lex Acilia Repetundarum creó tribunales permanentes (questiones perpetuae) para sancionar el delito de concusión de los magistrados provinciales (repentundae). El más famoso de estos juicios fue sin duda el de Verres, que dio fama y prestigio a un joven y ambicioso Cicerón. Cayo Verres había sido un mal gobernador en Sicilia y su comportamiento corrupto había llegado a ser escandaloso. A los habitantes de la isla no les fue fácil encontrar un abogado que defendiera su causa porque Verres tenía amigos poderosos, y eso, entonces como ahora, es una gran ventaja. En el año 70 a. C., seis discursos magistrales, con pruebas definitivas y una argumentación jurídica imbatible, hicieron que Verres se exiliara sin esperar sentencia. A partir de aquel momento, Cicerón, que era un homo novus, es decir, fue el primero de su familia que alcanzó el rango senatorial, estuvo seguro de que su progreso en el cursus honorum ya no se detendría y de que llegaría a lo más alto, como efectivamente sucedió cuando fue nombrado cónsul.
El juicio de residencia tiene la ventaja sobre el de peculado que se celebra in situ, es decir, que no hay que viajar a la polis, lo cual es bastante más cómodo para testigos y afectados. Esto fue así hasta que Carlos III, en su afán de centralizarlo todo, trasladó una parte de los juicios de residencia, los de más enjundia, a la corte, restando a los americanos capacidad de control de la Administración. Esta fue una de las muchas medidas impulsadas por Carlos III en su empeño por transformar los reinos de ultramar en colonias. En la última parte del siglo II d. C. los juicios de peculado cayeron en desuso, en un Imperio romano que pronto no conservaría de sí mismo más que el nombre. Y es curioso comprobar cómo, a finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, los juicios de residencia fueron perdiendo pujanza hasta desaparecer. Los mecanismos de autocontrol del poder y de promoción del mérito se vienen abajo antes que el poder mismo. Los juicios de residencia existieron hasta que fueron derogados por las Cortes de Cádiz en 1812, y es muy significativo que fueran los liberales los que promovieran la eliminación de la que había sido herramienta poderosa y eficaz contra la corrupción y los abusos durante siglos.
La Administración borbónica, que jamás entendió el sistema imperial habsburguiano, tan generoso y flexible, hizo cuanto estuvo en su mano por convertir América en una colonia al modo francés o inglés, en un proceso que reyes como Carlos III entendieron que era «modernizar», pero que no eran más que «des-imperializar» un territorio inmenso que no podía administrarse de aquella manera. De hecho, el sistema expansionista según el modelo metrópoli-colonia se demostró incapaz de generar estabilidad y no pudo durar más que unas décadas, tras provocar catástrofes continentales en cadena.
Algunos juicios de residencia fueron muy notorios:
Los primeros en 1515, cuando el monarca suspendió a Diego Colón (1479-1526) como Gobernador de La Española y sometió a juicio de residencia a sus oficiales, a cargo del juez Licenciado Alonso de Zuazo en 1516.
En agosto de 1520 Diego Colón fue reconocido como gobernador y virrey, pero sujeto a la vigilancia del monarca y al juicio de residencia.
La sentencia de La Coruña del año 1520 confirmó la reducción del virreinato a las islas, la sumisión de los virreyes a juicios de residencia y visitas, y limitó en gran cuantía sus atribuciones.
Hernán Cortés fue también sometido a juicio de residencia por la Audiencia presidida por Nuño de Guzmán, en el que dicha autoridad lanzó inculpaciones contra él en 1529. Fue el primero en Nueva España y repitiendo todos más o menos las mismas acusaciones, 22 testigos de cargo fueron escuchados. El asunto se estancó cuando se destituyó a Nuño de Guzmán. Reabierto en abril de 1534, el juicio de Cortés prosiguió con declaraciones de 26 testigos de cargo quienes durante más de un año se sucedieron en el estrado, requeridos para contestar 422 preguntas en las que se revisó toda la vida del marqués del Valle. Esas dos sesiones judiciales de 1529 y de 1534-1535 dieron lugar a testimonios que pusieron en escena a todos los actores de la conquista de México, hasta el más humilde.
El que salió bien librado de forma controvertida fue Pedrarias (Pedro Arias Dávila), Capitán General de Castilla del Oro (1514-1526) y gobernador de Nicaragua, que fue absuelto en los dos juicios de residencia al que le sometieron, en 1522 y en 1529.
El conquistador español de Guatemala, Pedro de Alvarado, aunque particular en su empresa material y económica, fue un oficial público del rey tanto en su actuación política, como en su desempeño gubernativo y ejercicio judicial. Y como tal, estaba sometido a la fiscalización de sus actos, por las responsabilidades asumidas en el cumplimiento de las obligaciones de su cargo y, al término del mismo, al juicio de residencia. Este juicio lo tuvo que afrontar desde 1536 hasta su muerte en 1541, aunque intentó librarse de él.