Estamos siendo espectadores, muy pasivos, de una de las mayores tragedias de la historia: 200 millones de hermanos nuestros están tratando de escapar -en estos momentos- del hambre y la guerra (60 millones)
Eufemísticamente se les denomina “desplazados”. Son, realmente, expulsados. Nunca se había llegado a una cifra tan alta de personas huyendo en busca de pan y paz, ni siquiera en la segunda guerra mundial.
Nuestra reacción ante ellos es el mejor espejo de la realidad del mundo actual: los causantes de las guerras y de la miseria que provocan estas migraciones, los enriquecidos, construyen muros cada vez más altos y afilados para protegerse de sus víctimas y -como eso no es suficiente porque la necesidad no conoce fronteras- militarizan sus fronteras justificando deportaciones masivas contrarias a todos los tratados promovidos por ellos mismos. Los medios de comunicación, el sistema educativo y la falsa religiosidad justifican todas estas atrocidades con las razones que toda la vida han usado los imperios: “mirad, los israelitas son un pueblo más numeroso y fuerte que nosotros. Tomemos precauciones contra él para que no siga multiplicándose” (Ex 2, 9-10). No importa si eso conlleva que el Mediterráneo, río Bravo o la frontera oriental europea se hayan convertido en cementerios o que países como el Líbano nos demuestren que es posible la acogida.
Si algo nos enseña la historia es que los que hoy rechazan a los migrantes, ayer fueron recibidos en otros países y que ellos mismos son fruto del encuentro de diversos pueblos. En realidad, todos somos mestizos, descendientes de los que tuvieron que dejar la tierra que les vio nacer por diversas razones.
El espejo de la migración nos pone delante un reto colosal: los países enriquecidos saben perfectamente que son inviables sin el aporte de los migrantes. Europa, por ejemplo, necesita unos 50 millones en los próximos años, según los propios empresarios. Lo mismo EE.UU, Japón, Australia y la propia China, envejecida por la política del hijo único. Sin embargo, recibirlos sin condiciones ocasionaría una contradicción interna para la que el propio sistema no está preparado. De ahí, su reacción suicida: los rechazan, mientras seleccionan a los “aptos”, lo cual nos conduce inexorablemente a un mundo cada vez más desigual en el que una gerontocracia minoritaria impondrá su voluntad a una masa de esclavos por medio de más guerras, más hambre y más miedo controlado.
Esta es la imagen real que nos ofrece el espejo de la migración. Frente a ella, urge reaccionar contundentemente. La única respuesta real, posible y con futuro es la Solidaridad. Es imprescindible cambiar ya las estructuras socio-económicas y políticas de nuestro mundo para acabar con las guerras y el hambre, para que el encuentro entre los pueblos sea voluntario y no forzado. Sin este cambio radical, estamos abocados al desastre. La responsabilidad que tenemos los cristianos es máxima: debemos desmontar los falsos mitos que el actual imperialismo ha construido frente a los migrantes porque ellos no son una amenaza; son el Rostro de Cristo, que nos juzga: “era forastero y no me acogisteis” y nos impele a la responsabilidad militante.
Editorial de la revista Id y evangelizad