Este fantástico libro de denuncia de la opresión, que fuera saludado por Rimbaud como “esa novela es una maravilla, un verdadero poema”, es la obra visionaria de un hombre que rechazó todo tipo de tiranía. Por ello tuvo que sufrir el exilio en Inglaterra, donde escribió estas páginas que supusieron un gran éxito comercial. Las diferentes adaptaciones musicales de ella son claro ejemplo de su vigencia.
“EL GRITO DE LOS DESHEREDADOS”,
por Juana Salabert
Inmenso poeta y novelista fecundo para quien, y tras una efímera etapa de militancia juvenil monárquica, “el romanticismo es en literatura lucha misma por la libertad”. Victor Hugo obtuvo un inmenso éxito con su obra Los Miserables. Título que entusiasmó a Rimbaud, quien dijo que “esa novela es una maravilla, un verdadero poema”, y continúa hoy día cosechando un imparable éxito de lectores de todas las edades.
Lectores subyugados por la épica de un texto habitado por personajes de la talla de la pequeña Cosette, hija de una madre soltera abatida por la pobreza y el abandono, o el formidable Jean Valjean, condenado a décadas de trabajos forzados por haber robado un pan para sus sobrinos hambrientos.
“No hay derecho a matar a un hombre; pero sí que lo haya exterminar el mal…Es decir, a la obligada prostitución de la mujer, la esclavitud del hombre por el hombre, las tinieblas para la infancia”, escribió el patriarca del romanticismo francés, que definió a Los Miserables como una novela “de la conciencia”. Y añadió: “El culpable no es aquel que comete el delito, sino quien instaura las condiciones para que éste sea cometido”.
Novela de luces y tinieblas, de caídas y revueltas –Hugo es tan inmenso cuando narra el dolor de una niña maltratada como cuando relata el fragor de las barricadas del París insurrecto-, Los Miserables posee la modernidad de las grandes obras de la literatura universal. Una modernidad que rescata el esplendor de sus páginas de la hoguera del tiempo, salvándolas de las cenizas del olvido.
“Mientras existan sobre la tierra miseria e ignorancia, libros como éste no serán inútiles”, escribió el autor, como breve nota introductoria, en 1862. Pero, hay que advertirlo, Los Miserables no se limita a ser un mero texto de denuncia de la injusticia y las más sangrantes desigualdades. Es, en primer lugar, una espléndida y visionaria novela, una de las obras cumbres del prolífico siglo XIX. Victor Hugo no es lo que se ha etiquetado, tan banal como osadamente dentro de los llamados cánones literarios, un “realista”. Victor Hugo es un artista de la videncia aun cuando escribe sobre la evidencia.
Sus héroes, como el evadido Jean Valjean que rescata a la pobre Cosette-Cenicienta de las garras de sus verdugos caseros, los avaros posaderos Thénardier, y es siempre perseguido por Jabert, el frío policía que encarna a la ley social, a la ley del mal y a la propiedad privada, es un hombre atormentado por la fatalidad que se interroga siempre a sí mismo, y a su estar en el mundo. En la óptica de un Hugo obsesionado, al final de su vida, por la no violencia y el rechazo de cualquier clase de tiranía (durante el reinado de Napoleón III se exilió a Inglaterra), los poseedores de la nada se alzan frente a los poderosos como los acusadores de un invisible tribunal de las afrentas.
La sociedad es para el poeta de la leyenda de los siglos moderna dialéctica donde astralidad e infernalidad libran un eterno combate sin medias tintas, o con tintas de un rojo sangre. Hombres que acosan y pegan a otros hombres desnutridos, leyes que amparan a los sinvergüenzas e hipócritas partidarios de doctrinas cuyos preceptos moldean a su imagen y semejanza, niños que trabajan por un mísero trozo de pan, rebeldes que izan banderas de una pobre barricada… En Hugo, rebelde y cristiano, está ya todo el peso de la desesperación más lúcida; aquélla, llevada a rajatabla por el siglo XX de los Holocaustos, que sabe nada hay más humano que lo supuestamente inhumano.
Tal vez por ello esta obra maestra de contrastes y claroscuros, visionaria y febril, no es un canto de esperanza. Es un grito apocalíptico, con escenas que pasan de lo íntimo a lo colectivo, toda una dramatización de las soledades humanas sumidas en esa desdicha que priva a “algunos”, desde su nacimiento, del pan, el juguete, la caricia, la escuela. Jean Valjean podría haber nacido hoy en una chabola cualquiera de las barriadas más infames de esta Europa de Internet y misiles crucero (¿se llaman así porque buscan nuevas formas de crucifixiones?), Cosette podría ser uno de esos muchos niños que ingresan en modernísimos hospitales con hematomas o quemazones de quienes supuestamente se hallan a su cargo para velar la salud de sus días…
Jean Valjean podría estar hoy muriéndose de sida en una cárcel por haber robado, no ya un pan, sino una moto, siete años atrás, en una adolescencia hechizada por el machaconeo de la publicidad…
El dinero no sabe de tiempos ni de patrias. Es lo único que tienen en común con el gran Verbo de la literatura sin cobardías ni facilidades al uso de su “público”. Lo últimos textos del gran Oscar Wilde recién salido de aquella cárcel infame donde lo martirizaron, junto con niños ladrones de ocho años alimentados con agua y harinas podridas, son, también baladas sobre la Miseria con mayúsculas…
“El sufrimiento social empieza a cualquier edad… La gente, porque el pueblo ama las metáforas, la llamaba Alondra… Sólo que esa pobre alondra no cantaba nunca”.
Mercaderes del templo, señores de las guerras, explotadores que blanquean su dinero merced a la sangre y al expolio ajeno, nada hay nuevo bajo el sol. Perdura lo bello, porque, y tanto Victor Hugo, como Arthur Rimbaud, lo supieron muy bien y lo pagaron con distintas, pero auténticas creces, lo bello no es nunca, al menos inconscientemente, cobarde. Ni setimentaloide. Por eso, Los Miserables es tan actual como un cuadro de Velázquez, habitado por infantes enfermos y bufones de mirada ya no triste, sino enajenada. Nada que ver con obras nacidas muertas ya desde su impresión. Hugo es siempre Hugo, en sus poemas y en sus novelas. Un hombre que sabe del dolor, del miedo a la muerte, y ve, no sólo mira. Un artista, un hijo del Verbo, nunca un esclavo de la palabra dictada por el buen gusto de los que mandan, matan y roban, no panes ni motos. Vidas, horas de vida, de trabajo, de libertades.