Millones de niños viven en y de las basuras de los vertederos del mundo. La imagen no puede ser más dramática y descriptiva del estado en el que tenemos a la infancia.
Por un par de euros al día, cientos de niños rebuscan desperdicios en el basurero de Phnom Penh (Camboya) que luego venden a las empresas de reciclaje.
Su labor comienza a las siete de la mañana, cuando llegan más de 200 camiones de basura procedentes de la capital. El más pequeño de esos vehículos transporta 1.000 kilos de basura. La descarga va acompañada del paso de máquinas apisonadoras. Los adultos y los niños se arriman a toda velocidad para competir por todo lo que pueda ser reciclado antes de que pase a ser de otros o inservible. Esto ya reporta muertes.
Las condiciones de trabajo son indescriptibles. A los basureros se les llama las «montañas de humo» porque están permanentemente cubiertos por una espesa niebla de gases tóxicos, metano entre ellos. Un hedor insoportable. Nubes de moscas. Un intenso calor tropical o fuertes lluvias monzónicas, dependiendo de la estación. Los niños, armados de pinchos y una grasienta capa de mugre, van en chanclas o descalzos. Después de una jornada agotadora, entre todos los componentes de la familia sacarán un máximo de 4 euros diarios.
Junto al basurero ya se ha erigido todo un poblado de chabolas. Y aunque viven en chabolas, tendrán que abonar el pago del alquiler, la toma de electricidad (ilegal) y el agua que transportan en tinajas para poder lavarse y cocinar.
Los niños del basurero no son exclusivos de Camboya. Los hay en todas las grandes ciudades asiáticas y los hay en las grandes ciudades de Iberoamérica y África. Los enriquecidos generamos más de 200 kilos mensuales de basura por persona. Los empobrecidos viven de ellas. Hay quien piensa- ONGs incluidas- que «así al menos los niños se ganan la vida y ayudan a sus familias» Hay quien piensa que esto es inevitable. Lo probable es que lo piensen los que no viven en estos basureros ni de estos basureros.