Los nuevos depredadores son chinos

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Los chinos se han convertido en los nuevos colonizadores del Congo. Alrededor de las principales minas de Katanga están levantando plantas procesadoras del mineral a su estilo, sin máquinas, todo a base de manos negras…

Los chinos se han convertido en los nuevos colonizadores del Congo. Alrededor de las principales minas de Katanga están levantando plantas procesadoras del mineral a su estilo, sin máquinas, todo a base de manos negras con ladrillos sacados de los antiguos termiteros de tierra tan famosos en la región. Todos los días llegan decenas de familias de este país al aeropuerto internacional de Lubumbashi, donde pasan los controles de inmigración a base de dudosos visados comprados a golpe de dólares. Allí, entre los aviones y helicópteros de las Naciones Unidas y de varias ONGs, y los helicópteros de carga de las empresas mineras, comienzan una nueva y próspera vida que va a dar mucho que hablar en los próximos años si nadie lo remedia.

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A las tres de la tarde, el sol africano en lo más alto, una caravana de hombres sucios y desarrapados arrastran bicicletas cargadas con sacos por una pista de tierra. El peso es brutal (no menos de 200 kilos), muchas ruedas están desinfladas y algunos recorren así distancias de hasta siete kilómetros. Sudorosos, con apenas un poco de pasta de maíz en sus estómagos, los mineros, muchos de ellos adolescentes, llegan a un pequeño recinto vallado donde se construye un edificio.

Un chino, alto y fuerte, como pocos, atiende con calma a la fila de excavadores que aguarda impaciente su turno. Está detrás de una enorme báscula que, como si de un trono se tratase, separa los dos mundos que nada ni nadie podrá reconciliar jamás en este continente: el que suda y el que se enriquece con ese sudor. En una mano lleva la calculadora. En la otra, un bolso de mano cargado de dólares.

El negro pone el saco sobre el peso, el chino anota la cantidad en una pequeña libreta, le paga a razón de 150 francos congoleses (tres euros) el kilo y ordena a otro negro que se lo lleve al almacén. Todo limpio, rápido, aséptico. El oriental no transpira. Su ropa caqui no tiene ni una brizna de tierra. Sólo una reducida toalla sobre su cuello indica que hace calor. En la Puerta del Sol de Madrid pasaría por un turista cualquiera. Aquí es un depredador extranjero más en una de las tierras más ricas del mundo.

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Joseph, 14 años, delgado como una anchoa, con unos ojos enormes que se distinguen como linternas en la oscuridad de la mina. A su alrededor, montículos de tierra y pequeñas fogatas en las que se cuece alguna infusión. El mismo país, la misma mina, casi el mismo Joseph de 1890, cuando el rey belga Leopoldo II decidió que el Congo sería su cofre fort (caja fuerte).

Los muchachos, niños en muchos casos, son los que se meten en los orificios más estrechos para profundizar la cueva. Los derrumbes son constantes. Aquí murieron diez mineros el mes pasado por esta razón. Y hay muchos más casos que nunca se documentan. El Congo, condenado a la miseria por el expolio de esa misma riqueza que explotan otros (europeos, estadounidenses, chinos,…) amparando gobiernos corruptos, lavando sus lustrosos anagramas con filiales fantasmas. Impidiendo, cuando es necesario, la paz.