Los esterilizaron a la fuerza. Si no se resistían les daban un aparato de radio, una escopeta de caza, algo de dinero o una parcela sin valor. «Crónica» se adentra en la insalubre Nasbandi Colony, donde malviven cientos de personas víctimas de una delirante política de lucha contra la pobreza.
El Mundo/ Suplementos/ Crónica Dic-2007
Forma parte de la comitiva de curiosos que revolotean a nuestro alrededor pero se mantiene distante. El hombre -unos 50 años, pelo corto y canoso, bigote a juego, 1,60 aproximadamente de estatura- escucha atentamente pero no habla. Nos encontramos en un municipio de 5.000 almas a unos 20 kilómetros de la capital india, Nueva Delhi. La localidad que pisamos, inmersa en la ciudad industrial de Ghaziabad, se llama Nasbandi Colony, literalmente «el poblado de los estériles». El nombre obedece a las cientos de personas castradas que viven en ella. Fueron operadas hace décadas por el gobierno indio, quien, como contrapartida, los recompensó con un trozo de terreno en un sitio que se asemeja a un insalubre basurero.
Buscamos darles voz y ponerle rostro a los esterilizados, pero la condición parece ser un estigma y los apestados se ocultan ante nuestra visita. Tras muchas preguntas y muchos tés, el hombre silencioso nos aborda y nos invita a hablar en la discreción de su casa.
Para comprender la historia de Nasbandi hay que remontarse a abril de 1976 cuando Indira Gandhi, tras decretar el estado de emergencia nacional, encargó a su hijo Sanjai la infame tarea de esterilizar a miles de ciudadanos, ya fuera voluntariamente o por la fuerza, para frenar el crecimiento de la pobreza. A los que no oponían resistencia se les premiaba con un aparato de radio, una escopeta de caza, algo de dinero o una parcela sin valor. Todos eran pobres y la mayoría musulmanes.
La inexperiencia de los médicos, la escasez de material sanitario y el apresuramiento con que se llevaban a cabo las intervenciones provocaron también un elevado número de muertes que nunca saldrá a la luz.
Llegar hasta Nasbandi Colony no resulta fácil. Tras abandonar la autopista y dejar atrás una baqueteada carretera, encontramos varios kilómetros de una pista llena de cráteres. Caminamos hasta el poblado. Un montón de nativos salen a nuestro encuentro: «¿Eres médico?, ¿trabajas para el gobierno?…».
Lo mejor será buscar al patriarca. El señor Nadhenka es un venerable anciano que no sabe cuántos años cumple pero que seguro supera los 80. Recuerda bien cómo era el pueblo antes de que llegaran los nasbandi. «No era más que un bosque en el que vivían bengalíes y bangladeshíes, pero la policía les estuvo molestando hasta que se fueron casi todos. Querían vaciar el lugar. Entonces comenzaron a llegar gente con la tarjeta de nasbandi, lo que les daba derecho a tierras», cuenta el anciano, pródigo en detalles. «Un tal Arun Birsingh se encargó de más de 1.200 casos y fue ascendido por ello».
-¿Y usted?, ¿es un nasbandi?
El patriarca calla y no parece dispuesto a dar más explicaciones.
La calle principal, Budha Bazar, parece la superficie de la luna después de un chaparrón. En ella me cruzo con Saheer Us Islam, 32 años, el único que habla un poco de inglés, muy reivindicativo con la situación de abandono en la que se encuentra el poblado. Conoce a algunos nasbandi, dice, pero viven apartados. «No se dejan ver». De vez en cuando aparece alguno para firmar un contrato de venta de la tierra que ganó a cambio de operarse pero desaparece inmediatamente. No se mezclan con la población. Por todas partes hay pintadas de «se vende terreno» por el equivalente de un euro el metro cuadrado.
Muhammad Islam, un anciano sonriente, fue uno de los primeros en comprarle su parcela a un nasbandi. Se instaló en el pueblo con sus cuatro hijos. «Era el único sitio donde podía adquirir tierra», dice. ¿Esterilizado él o alguno de los suyos? Para nada.
Da la impresión de que algunos de los vecinos con los que hablamos están operados por mucho que lo nieguen. No quieren ser vistos como hombres incompletos, inferiores, pero lo pormenorizado de sus relatos acaba delatándolos: «Llegaban furgonetas de la policía por la noche y se llevaban a la gente», dice un local que prefiere no identificarse. «Daban pastillas verdes que te hacían dormir y te despertabas en un hospital con terribles dolores», cuenta otro. «Mi familia huyó porque sabían que iban a ser los próximos…».
Gulzar Ahmed lleva 18 años en el pueblo y después de verle trabajar con montañas de excrementos de vaca resulta inexplicable cómo consigue mantener su chilaba blanca y su gorro impolutos. Cuenta que muchos castrados viven aún aquí y que todos saben quiénes son, pero que nadie los delatará para no ofenderlos. El también se instaló en el pueblo después de comprar -«muy, muy barato»- un terreno a un nasbandi. «Hay tantos hombres como mujeres», asegura. De Bihar, Utar Pradesh y Bengala, zonas extremadamente pobres.
El año pasado un juez de este estado de Utar Pradesh llegó a ordenar que cada pueblo presentase al menos a 10 personas dispuestas a ser operadas. Mientras que algunas aldeas se rebelaron contra la medida, el alcalde de Pathartaal se jactó de haber convencido a 90 mujeres. No todas pudieron ser operadas por falta de médicos.
En teoría, las intervenciones actuales se hacen con el consentimiento del paciente, pero se trata de gente ignorante, mal informada y que vendería su riñón por unas rupias. Y a veces no es suficiente con aceptar la castración para recibir una compensación. Hace falta presentar a otros dos voluntarios para obtener una escopeta de caza. Y cinco, para un revólver. La actual presidenta de la India, Pratibha Patil, hace tiempo que se manifestó a favor de la esterilización forzosa de personas con enfermedades hereditarias.
Desde la puerta de una de las casas de Nasbandi Colony, alguien nos hace gestos para que nos acerquemos. Por supuesto, no revela su nombre. «Todos los operados fueron engañados, del primero al último», dice. «Hay gente que ya tenía dos hijos y no necesitaban más, así que no se lo pensaron».
FURGONETAS DE NOCHE
Las familias con descendencia fueron los principales objetivos. Se sabe de casos de mujeres que fueron esterilizadas sólo unos pocos días después de dar a luz a su segundo hijo. Las furgonetas llegaban de noche y se marchaban cargadas de gente. Al día siguiente se despertaban en hospitales como el AIIMS de Nueva Delhi retorcidos por el dolor. «Por eso muchos huyeron de sus pueblos antes de pasar por aquello», relata el confidente anónimo. Tras escucharle de nuevo surge la duda de si no es su propia historia la que cuenta en realidad.
Irfan, de 24 años, vende carne de vaca en un puesto cochambroso. Lo hace en la India, donde el animal sagrado es intocable por mucha pobreza que se padezca. «A nadie le importa aquí», dice. Obviamente, la necesidad difumina las creencias, y después de todo el 75% de la población de Nasbandi es musulmana.
Cuando estamos a punto de abandonar el pueblo, resignados sin haber podido entrevistar a un esterilizado que reconozca su condición, el hombre de pelo canoso y bigote reclama nuestra atención. Quiere invitarnos a tomar té en su casa.
Nos sentamos en la cama que tiene en la puerta (aquí mucha gente duerme fuera de la vivienda). Tras prometerle que ni su rostro ni su nombre aparecerán en el reportaje accede a mostrarnos el certificado que lo acredita como nasbandi y nos invita a entrar. Muestra una cartulina rosa, escrita en hindi. La sostiene para la foto con gesto solemne. En ella se lee el nombre del distrito al que pertenece el poblado -Loni- y la fecha de emisión: 1986.
Este último apunte sorprende. Oficialmente, el proceso de esterilizaciones forzosas -una atrocidad cometida durante el estado de excepción de 1976- terminó poco más de un año después. Sin embargo el documento que tenemos ante nuestros ojos nos dice lo contrario. Y otros vecinos hablan también de intervenciones realizadas entre 1984 y 1991. Como Chawdury Farzan, un desencantado político. Hace tiempo que conoce a un puñado de los castrados de Nasbandi pero pensaba que la práctica se había interrumpido a finales de los 70. Cuando supo que la atrocidad continuó en las décadas siguientes decidió no volver a votar.
«Que se sepa», es todo cuanto dice el esterilizado que nos muestra su tarjeta, «que no ocurra más y que nos ayuden». Desde su casa en Nasbandi se divisan las luces de Nueva Delhi.