Los pobres son el resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano

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Desde que en la Rerum Novarum (1891) la Iglesia hizo suya la defensa de los pobres y apoyó la aspiración a la justicia del Movimiento Obrero se vienen sucediendo encíclicas que impulsan el compromiso solidario de los cristianos a favor de la Civilización del Amor.

Benedicto XVI se ha sumado a esta rica tradición que viene de los apóstoles y ha actualizado la llamada de Pablo VI en la Populorum progressio para la persona sea centro y protagonista del desarrollo económico frente al materialismo de la ideología tecnocrática que la aplasta y niega su dignidad.

Para evitar que le ciegue cualquier ideología el papa toma la vida de los pobres como su principal punto de referencia. Por ello, mira al mundo contemporáneo sin dejarse impresionar por los titulares que no ven más que la crisis de los últimos meses, y habla de ella como un fenómeno que ha puesto todavía más de manifiesto un proceso inherente al sistema cultural y económico vigente tras la caída de los bloques enfrentados en la guerra fría.

Los actores de este sistema opresor son conocidos y el papa los señala con claridad. Los organismos financieros, centrados en el beneficio a corto plazo que han hundido la economía mundial, tras expoliar con la usura a las familias y a los países endeudados; las multinacionales y el comercio que explotan a los trabajadores en los países empobrecidos y van eliminado los derechos que alcanzaron en los enriquecidos, excluyendo a la mayoría de los beneficios del progreso y convirtiendo el paro en exclusión; los organismos internacionales, con sus tremendas burocracias, que precisan una profunda reforma hasta alcanzarse una autoridad mundial, que organice la familia humana en unas relaciones de justicia y fraternidad universales; y especialmente el creciente dominio de las nuevas tecnologías, dominadas por pocas manos, que han traído la globalización y han llegado a imponerse como un ideología que aplasta al hombre como ya hacían los materialismos de siglos pasados. Como se ve, ha aumentado el poder de los mecanismos perversos de agresión al hombre y a la solidaridad entre los pueblos que en Sollicitudo rei socialis Juan Pablo II denunciaba como Imperialismo y estructuras de pecado.

Tras estas realidades está la responsabilidad de personas e instituciones concretas. Las situaciones de subdesarrollo no son fruto de la casualidad o de una necesidad histórica, sino que dependen de la responsabilidad humana. Reconocer esta responsabilidad humana fundamenta la denuncia de la insolidaridad de quienes las causan, y al tiempo fundamenta una esperanza muy necesaria en la generación presente: lo que ha construido la mano del hombre puede igualmente cambiarse mediante una revolución que ponga en el centro la solidaridad, la gratuidad y el protagonismo de los pueblos que se empeñen en trabajar por el bien común y la justicia.

La propuesta del Papa es que la caridad y la verdad, la solidaridad que se empeña por el bien común y el protagonismo real de las personas que son la mejor expresión de la verdad sobre su dignidad, pasen al centro de la vida económica y social. Denuncia que muchas iniciativas presentadas como “éticas” no siguen este camino y dejan la solidaridad como un añadido que trata de repartir beneficios que se han logrado mediante la injusticia. Por eso pide que la gratuidad entre en el centro de la vida económica, y que las empresas la tengan como un elemento principal de su funcionamiento. Promueve, además, una nueva cultura en la que se vaya más allá de la lógica del Mercado y el Estado, y sea la sociedad la que con su protagonismo verdaderamente democrático protagonice la búsqueda de la justicia que reclama la mayor parte de la humanidad.

Todo ello reclama una nueva cultura en la que se acoja al hombre como un bien, como la principal riqueza que debe ser acogida desde su concepción; y se ponga la solidaridad con todos y con las futuras generaciones como garantía del respeto al pobre y a la naturaleza.

No hay lugar al pesimismo y determinismo de quienes solo confían en soluciones técnicas que justifican el egoísmo de quienes se benefician de una situación de opresión; sino que es tiempo de esperanza para la solidaridad y la dignidad de la persona pase a ser el centro de las decisiones personales y de la vida institucional, política y económica.

Sin Dios el hombre no sabe a donde ir, ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo: Sin mí, no podéis hacer nada.