Los viajeros de la noche

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Todas la noches, al caer la tarde, hacía las seis y media o las siete, como si se hubieran puesto de acuerdo previamente miles de niños abandonan sus aldeas vecinas a las ciudades de Gulu y Kitgum, y con una manta, un plástico, un trozo de cartón o simplemente sin nada en las manos, se ponían en camino hacía la ciudad. Al llegar allí se acomodaban como podían bajo los soportales de una calle.

Para el arzobispo de Gulu, John Baptist Odama, debe de haber sido un ritual muy poco común. Durante cuatro días consecutivos (del 22 al 25 de junio de 2003), a la hora de la puesta del sol, salió tranquilamente de su residencia con un saco y una manta, recorrió a pie los seis kilómetros que separan la misión católica de la ciudad y entró por sus calles acompañado de una nutrida chiquillería -todos con el saco a la espalda- que se le añadió por el camino. Estos son mis colegas, vamos a buscar un sitio donde dormir, comentaba Odama sonriendo mientras se dirigía con los niños -algunos de ellos sólo de cinco años- a la estación de autobuses.

A la misma hora y desde distintos puntos de la ciudad, los líderes religiosos de las otras confesiones hacían lo mismo: los obispos anglicanos Nelson Onono y Baker Ochola, el cabeza de la Iglesia ortodoxa, Julius Orach, y el jefe de la comunidad musulmana, Shiek Musa Khalil, todos ellos miembros del grupo interconfesional Iniciativa de Paz de los Líderes Religiosos Acholi. Un día de junio, durante una reunión en la que se habló de los miles de niños que todas las noches dejaban sus poblados para dormir en las calles de Gulu por miedo a ser secuestrados por la guerrilla, decidieron que hasta aquí habíamos llegado y que de poco servía hacer declaraciones públicas a las que nadie prestaba oídos. Por unanimidad decidieron ir cuatro noches a dormir con los niños de la calle.

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Todas la noches, al caer la tarde, hacía las seis y media o las siete, como si se hubieran puesto de acuerdo previamente miles de niños abandonan sus aldeas vecinas a las ciudades de Gulu y Kitgum, y con una manta, un plástico, un trozo de cartón o simplemente sin nada en las manos, se ponían en camino hacía la ciudad. Al llegar allí se acomodaban como podían bajo los soportales de una calle, o –los más afortunados- en el recinto vallado de una escuela, una parroquia o un hospital, y se disponían a pasar la noche. Al día siguiente, al alba, se levantaban y emprendían el viaje de vuelta a casa, donde dejaban sus bártulos, tal vez comían algo para desayunar, se ponían el uniforme escolar y se aprestaban para acudir a las aulas. En Gulu, en aquellos días, había por los menos 20.000 niños durmiendo en las calles, a los que había que añadir por lo menos otros 15.000 en el hospital de Lachor, situado a seis kilómetros de la ciudad.

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La protesta atrajo un interés inusitado por parte de la prensa ugandesa e internacional, que de repente se congregó en Gulu. Después de todo, uno no se encuentra todos los días con un obispo -o tres- durmiendo en la calle encima de un saco raído. Acudió la policía y no sabía qué hacer. El gobernador del distrito alertó a los religiosos que durmiendo en las calles podía tener problemas de seguridad. Como todos estos miles de niños, respondió serenamente el arzobispo mientras se cubría con una manta. Aquello fue la vez que más cerca he podido tocar la práctica de la no-violencia de Ghandi puesta en práctica. No hacíamos nada ilegal, ni agresivo, ni ofensivo, ni violento. Pero no cabe duda de que fue provocativo en extremo. Las situaciones de opresión necesitan de alguien que tenga el valor de sacarlas a la luz pública, para que puedan resolverse.

La superficie de tierra era dura y arisca y a los pocos minutos la humedad penetraba por el cuerpo. Los que acompañamos a los niños durante estos cuatro días optamos por no cenar, para compartir lo más posible su experiencia. Desde otros puntos de vista más prácticos esta decisión fue acertada también por otra razón: en la explanada de la estación de autobuses era imposible encontrar un lugar donde satisfacer las necesidades naturales. Durante la noche hacía frío y uno se sentía invadido por una sensación de extrañar el propio hogar y no saber qué nos depararían las horas venideras durante el reino de la oscuridad.

Intenté cerrar los ojos mientras dos niños a mi lado me decían que llevaban durmiendo en la calle desde diciembre del año pasado, después de que los rebeldes del LRA atacaran su poblado a unos siete kilómetros de la ciudad y se llevaran otros niños. Por aquellas fechas la oficina de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA) informaba de que sólo desde junio del año anterior (2002) los guerrilleros habían secuestrado a 12.000 menores, más que en todos los años anteriores.

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Estos niños no tenían más remedio que dormir en la calle, si es que podían dormir, porque el rumor constante de radios y de charla no cesa -quien sabe si para descargar la tensión acumulada- dejaba poco espacio para el reposo. Me impresionó ver a muchos niños que sacaban sus cuadernos, los libros de texto e intentaban repasar la lección del día en un lugar poco apropiado para el estudio.

El primer día que acompañamos a los niños apenas pudimos pegar ojo. A eso de la medianoche la guerrilla atacó en un suburbio apenas a dos kilómetros del centro de la ciudad y durante casi una hora tuvimos que soportar el sonido aterrador de disparos y granadas. Aquí, a los seis años un niño sabe ya distinguir el sonido de una ametralladora del de un fusil AK 47, el de un lanzagranadas del de un mortero. Todos nos miramos con expresión de miedo y nos quedamos inmóviles en nuestro sitio sin decir nada. Sólo puedes rezar en silencio para que dure lo menos posible. Los versículos de libro de Job acudieron como nunca a mi mente: “Noches de sufrimiento son mi lote diario. Tumbado en mi estera, doy vueltas mientras me digo: ¿Cuándo amanecerá?” (Job 7, 3-4).

Si se tiene la suerte de no ser despertado por el sonido de las armas de fuego, la lluvia y los truenos se encargarán de darte la noche. El segundo día nos sorprendió el aguacero y hubo que recoger la manta a toda prisa y meterse en el exiguo espacio bajo techado.

Casi todos los niños pasaron el resto de la noche de pie porque no cabía un alfiler. Se oían toses y más toses, y yo mismo me sorprendí tosiendo sin parar. Al día siguiente un amigo médico me alerta del peligro de contraer neumonía. La tercera noche me separé del grupo y fui a dormir -también en el suelo, pero al menos a cubierto- en los dormitorios de la vecina parroquia de Holy Rosary, que entonces acogía a unos tres mil niños desde hacía un año. Me sentí algo más cómodo, pero apenas conseguí conciliar el sueño me despertó un grito que rompía el alma. Un niño que tenía pesadillas. Me parecía que yo era el único sorprendido, porque nadie se inmutó, señal de que esto se repetía varias veces todas las noches. Muchos de estos niños habían pasado por el terrible trauma de ser secuestrados y presenciar asesinatos, o ser obligados a participar en ellos. No lo pude evitar y me invadieron las lágrimas. Sueños de terror y de muerte cuando sólo tienes siete años y sólo puedes sufrir en silencio en un mundo que no entiendes.

A menudo, cuando recibíamos visitas de delegaciones internacionales en Gulu no faltaba el diplomático que preguntaba por qué la gente no podía organizarse y detener aquella locura con una acción decisiva. Durante aquellos cuatro días entendí muy bien el porqué de aquella inactividad. Para que una situación injusta cambie la gente tiene que pensar que el cambio es posible y poseer la fuerza necesaria para desviar el rumbo de las cosas, pero hay circunstancias límite en las que las personas se ven privadas de ambos elementos, simplemente cuando el hambre o el miedo te vacían la existencia te quedas sin pensar en lo que puede ocurrir mañana y pierdes la poca fuerza que te queda.

A la tercera noche de dormir a la intemperie, comer una vez al día y caminar sin descanso, me di cuenta de que mi mente entraba en un estado de desesperación hasta entonces desconocido para mí. Dejé de hacer planes y seguir horarios, me sumí en un estado de aturdimiento mental, me sentía sucio a todas horas y sólo pensaba en cuándo llegaría la próxima ocasión en que podría comer. A partir de entonces, cuando me topaba con algún listillo que me repetía la resabidilla cuestión de por qué la gente no se levantaba, etcétera, etcétera… le relataba mi experiencia, quedándome con las ganas de invitarle a que la repitiera él mismo.

Amaneció el tercero y también el cuarto día. Volvimos a casa a pie, con el arzobispo y los niños. El último día había tantos periodistas en Gulu que decidimos organizar una rueda de prensa en el lugar donde llevábamos cuatro noches durmiendo. Yo me sentía ya mareado y débil.

El arzobispo lanzó la pregunta ante la prensa: ¿Es que estos niños no son parte de la comunidad internacional? ¿Por qué las Naciones Unidas y la Unión Africana no se ocupan para nada de nuestro problema? Nadie respondía, pero yo claro que encontré explicaciones a la falta de atención internacional. Multitud de conflictos han sido resueltos durante los últimos años gracias a intervenciones del exterior en países donde también había niños que sufrían, pero en la política internacional aún hay clases. Se intervino con rapidez en los casos de Bosnia y Kosovo. En Europa no podíamos consentir tener una guerra a nuestras puertas y había que resolver el problema, y se resolvió. En Sierra Leona -país productor de diamantes- intervino el Ejército británico. En Angola -uno de los principales países productores de petróleo- también intervino la comunidad internacional. En Sudán se empezó a hacer algo cuando se descubrió que las reservas de crudo serán mucho mayores de lo que se pensaba. En Congo había y sigue habiendo coltán (imprescindible para los aparatos de telefonía móvil) y otros minerales.

Quizás el problema del norte de Uganda es que aquí no hay nada de eso. Sólo hay niños. Niños que todavía durante varios años siguieron caminando fatigosamente todos los atardeceres para dormir en la calle y quizás escapar así del terror de ser secuestrados y asesinados. Mientras, el mundo miraba para otro lado.

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Pasó una semana y una noche volví a las calles de Gulu para acompañar a algunos periodistas. ¿Cuándo vais a volver a dormir con nosotros?, me preguntaron unos niños mientras la pregunta se me clavaba en el corazón y yo no sabía que responder. Al acompañarles al hotel me encontré con un representante de la UNICEF, organización que se deja caer por aquí de Pascuas a Ramos. Me preguntó que de qué manera podía la comunidad internacional ayudar a resolver este problema. Conteniéndome las ganas de mandarle a hacer puñetas le dije: Pues, por ejemplo, a ver cuándo ustedes, los de UNICEF, tienen un poco de dignidad y abren aquí una oficina. Se excusó el hombre diciendo que iban a considerar la posibilidad. UNICEF abrió oficinas permanentes en Gulu, Kitgum y Lira en enero de 2004, es decir 18 años después de que empezara esta guerra contra los niños.

No faltaron los políticos, ministros incluidos, que mostraron su gran enojo por la acción de los líderes religiosos de dormir en la calle con los niños. El arzobispo Odama lo expresó del siguiente modo: Dicen que lo que hemos hecho era muy peligroso, y yo les he respondido que si ése es el caso entonces hay decenas de miles de niños que están en peligro todas las noches… Otros me dijeron que teníamos que haber pedido permiso antes a las autoridades, y yo les he preguntado si los 40.000 niños que duermen en la calle en Gulu han pedido permiso a alguien. Lo que más gracia me ha hecho ha sido cuando me han dicho que nuestro caso es especial, porque nosotros somos personas importantes. Bueno, no estoy de acuerdo con eso. El Evangelio dice que el más importante es el niño, y además las Naciones Unidas tiene un estatuto especial para los niños, y que yo sepa los líderes religiosos no tenemos ningún estatuto especial.

Como siempre, Odama tenía más razón que un santo.

Extracto del libro ‘Hierba Alta. Historias de Paz y Sufrimiento en el Norte de Uganda’ del misionero comboniano José Carlos Rodríguez Soto. Editorial Mundo Negro.