Los zapatos de mi ahijada. (Desde la Misión)

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La eché en falta en la Eucaristía dominical durante varios domingos. Como tiene tantos problemas de salud, seguramente no habrá podido venir, pensé. Tampoco fui a visitarla. Por fin, ayer mi ahijada vino a la Santa Misa. Como suele ser habitual en ella, llegó media hora antes de empezar y con necesidad de hablar. Mostrándome unas sandalias estropeadas sin apenas suela, me explicó -no hacía falta en realidad- el motivo de su prolongada ausencia. No tenía zapatos.

Mientras me contaba lo que había vivido en las últimas semanas, mi vista se escapaba instintivamente hacia sus rutilantes chancletas. No podía concentrarme en lo que me decía porque me martilleaba el dicho «nadie sabe lo que está pasando el otro hasta que no camina varias millas con sus zapatos»; en este caso, sin ellos. Yo, con dos pares de esa prenda, no me podía imaginar que algo tan sencillo como el calzado pudiese condicionar tantas vidas inocentes.

Creí entender que lo del Maestro: «No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10,4) es la condición sine qua non para evangelizar porque sólo viviendo (sufriendo) lo que vive-sufre el pobre podremos recibir de ellos el Evangelio, pues son ellos los verdaderos evangelizadores al ser los únicos que lo entienden en su esencia y lo viven realmente.

Para analizar, comprender y transformar este mundo hay que vivir descalzos. Sin metáforas. O, al menos, con sandalias descosidas. Qué distinto se entiende todo con las plantas de los pies heridas y desnudas. Los grandes apóstoles han sido descalzos… san Benito y santa Escolástica, san Ambrosio, santa Brígida, santa Catalina, santo Domingo y san Francisco, san Ignacio, santa Teresa de Jesús, S. Martín de Porres y santa Rosa de Lima, Rovirosa, Caterina, Julián, Trini…

Mientras mi ahijada me hablaba, me vinieron al corazón imágenes de niños que todavía no se han incorporado a la Escuela porque tampoco tienen zapatos.

Mientras mi ahijada me hablaba, me vinieron al corazón imágenes de niños que todavía no se han incorporado a la Escuela porque tampoco tienen zapatos. Pensaba en los jóvenes asesinados para robarles unas deportivas. Me imaginaba lo que están sufriendo las madres y los padres de familia para conseguir esa prenda que cuesta tanto como el salario mínimo de Venezuela. En fin, calculaba el sufrimiento de los que no van a la universidad o a una cita de trabajo o a una instancia pública… simplemente por carecer de calzado. Un par de zapatos puede desclasar y enclasar.

Por fin, antes de responder a mi ahijada, me acordé de las sandalias que teje Olfa con tanta paciencia y profesionalidad. Con materiales sencillos y por una décima parte del precio de la especulación del Mercado, ella hace hermosos calzados y adiestra a otras personas para que fabriquen los suyos y así responden a una necesidad perentoria de la familia. Es la verdadera fuerza de los débiles: el trabajo compartido que transforma lo que otros desprecian en solidaridad y belleza. Ellos hacen un mundo nuevo desde lo pequeño y silencioso. Es la fuerza que mueve y cambia la realidad porque es la semilla del Reino y el aliento de la nueva creación.

Carlos Ruiz de Cascos

Misionero en Venezuela- Movimiento Cultural Cristiano